En los países cálidos, ¡allí sí que calienta el sol! La gente llega a parecer de caoba; tanto, que en los países tórridos se convierten en negros. Y precisamente a los países cálidos fue adonde marchó un sabio de los países fríos, creyendo que en ellos podía vagabundear, como hacía en su tierra, aunque pronto se acostumbró a lo contrario. ÉI y toda la gente sensata debían quedarse puertas adentro. Celosías y puertas se mantenían cerradas el día entero; parecía como si toda la casa durmiese o que no hubiera nadie en ella. Además, la callejuela con altas casas donde vivía estaba construida de tal forma que el sol no se movía de ella de la mañana a la noche; era, en realidad, algo inaguantable. Al sabio de los países fríos, que era joven e inteligente, le pareció que vivía en un horno candente, y le afectó tanto, que empezó a adelgazar. Incluso su sombra menguó y se hizo más pequeña que en su país; el sol también la debilitaba. Tanto uno como otra no comenzaban a vivir hasta la noche, cuando el sol se había puesto. Era digno de verse. En cuanto entraba luz en el cuarto, la sombra se estiraba por toda la pared, incluso hasta el techo, tenía que hacerlo para recuperar su fuerza. El sabio salía al balcón, para desperezarse, y tan pronto como las estrellas asomaban en el claro y hermoso firmamento, era para él como volver a vivir. A esta hora, la gente comenzaba a aparecer en todos los balcones de la calle, ya que, en los paises cálidos cada ventana tiene su balcón, en el que pueden respirar el fresco aire de la tarde, lo cual es muy necesario, incluso para aquellos que están acostumbrados al calor que les hace tener el color de la caoba; había gran animación, arriba y abajo. Los zapateros, los sastres, todo el mundo estaba en la calle, fuera estaban las mesas y las sillas, y brillaban las luces –sí, más de mil había encendidas–. Uno hablaba y otro cantaba, y la gente paseaba y rodaban los coches, los asnos pasaban –¡tilín, tilín, tilín!– sonando los cascabeles. Había entierros y cantos fúnebres, los chicos disparaban cohetes y las campanas daban vueltas –sí, había una vida tremenda en la calle–. Sólo la casa frente a la del sabio extranjero estaba en silencio completo. Y, sin embargo, alguien vivía en ella, porque había flores en el balcón que crecían espléndidamente al calor del sol, para lo que necesitaban ser regadas –luego alguien debía vivir allí–. La puerta del balcón aparecía también abierta por la tarde, pero el interior estaba en sombra, por lo menos en la habitación delantera. De dentro llegaba sonido de música. Al sabio extranjero le pareció extraordinaria la música, pero bien podía ser pura imaginación suya, porque todo lo encontraba extraordinario en los países cálidos –excepto lo referente al sol–. Su casero dijo que no sabía quién había alquilado la casa, no se veía a nadie y en cuanto a la música se refería, creía que era horriblemente aburrida.
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