Cuando el 17 de abril de 1975 los jemeres rojos tomaron Phnom Penh muchos de sus vecinos salieron a sus bulevares afrancesados para vitorear al ejército jemer. Algunos agitaban banderas blancas y lanzaban flores para expresar su entusiasmo por el final de la guerra civil, en la creencia de que la victoria les traería la paz y el fin de la corrupción del gobierno dictatorial de Lon Nol, un militar impuesto por Estados Unidos en 1970. La bienvenida duró menos de 24 horas, lo que tardó el aparato de terror del jemer en ponerse en acción.
Si hubieran observado con atención a los guerrilleros triunfantes de Pol Pot que entraban en la capital camboyana habrían distinguido a niños y niñas de 14 y 15 años, calzando las míticas sandalias de goma neumática de Ho Chi Min, vestidos de negro, armados con el fusil de asalto chino AK-47 y dispuestos a perpetrar una de las masacres más salvajes de la historia moderna. Para la guerrilla comunista, la ciudad era el símbolo del imperialismo, de la corrupción de Occidente. Bajo la amenaza de las ametralladoras pesadas, los habitantes de la capital –después pasó en el resto de urbes- debieron dejar sus casas inmediatamente, con las mínimas pertenencias, en una deportación hacia el campo sin precedentes. El puente de Monivong, en la carretera nacional 1, que conectaba la capital con el este de Camboya y Vietnam, fue testigo de una de esas interminables columnas humanas hacia lo que años más tarde fue conocido como los campos de la muerte (the killing fields). Más de un millón y medio de personas tuvieron que salir de Phnom Penh en menos de una semana, realizando largas marchas forzadas bajo un sol tropical despiadado que causó miles de muertos.
Otros muchos, especialmente intelectuales – bastaba tener cierta apariencia o llevar gafas- militares y personas relacionadas con el régimen caído fueron asesinados de inmediato o encarcelados para ser sometidos a tortura. Mientras tanto grupos de jemeres rojos destrozaron cocinas, lavadoras, neveras, radios, motocicletas, automóviles y todo cuanto simbolizaba la sociedad de consumo occidental.
Fue sólo un anticipo de lo que estaba por venir. Durante los casi cuatro años siguientes, Camboya, ahora bajo el nombre de Kampuchea Democrática, se convirtió en el reino del terror en el que murieron en torno a 1,7 millones de personas a causa de la hambruna, las enfermedades y el agotamiento por jornadas de trabajo interminables de más de 16 horas. Del total de muertos, al menos 200.000 fueron ejecutadas sumariamente por orden de la cúpula del jemer rojo. Durante esos cuatros años, bajo las directrices del iluminado Pol Pot, se expulsaron a los habitantes de las ciudades en dirección al campo, se separaron matrimonios, padres e hijos –ahora la única familia era Angkar (la Organización), se eliminó la moneda, el sistema decimal, la propiedad y la religión. La mayoría de camboyanos fueron obligados a volver a trabajar la tierra en una utopía agraria que convirtió en el país en un inmenso campo de trabajos forzados. Aunque se debe reconocer que la utopía de los jemeres rojos de resucitar el esplendor de la civilización de Angkor, en la Edad Media, conectaba con la psique de muchos camboyanos, convencidos de la superioridad de su sociedad sobre sus vecinos, especialmente sobre los eternos enemigos vietnamitas.
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