Aunque la palabra al-Andalus tenga distintos matices en las fuentes árabes, el concepto de al-Andalus remite al territorio de la Península Ibérica que se encuentra bajo poder musulmán, que se extiende entre los años 711 y 1492. Dependiendo del momento, ocupó más o menos extensión de la Península Ibérica: en sus inicios, en el siglo VIII, ocupó gran parte de la Península, e incluso traspasó los Pirineos, y luego experimentó una disminución progresiva, ora lenta ora acelerada, hasta el final del emirato nazarí de Granada en 1492.
Cuando surgió la civilización islámica, a inicios del siglo VII, se extendió tanto a Oriente como a Occidente. A principios del siglo VIII, en el año 711, penetraron en la Península Ibérica procedentes del norte de África una serie de grupos y familias árabes venidas del este, así como grupos beréberes del Magreb, que paulatinamente se asentaron en tierras de al-Andalus.
Durante la segunda mitad del siglo VIII se produjo en el imperio islámico una ruptura dinástica que terminó con los Omeyas que gobernaban en Damasco, para entronar a los Abbasíes, que se asentaron en Bagdad. Un príncipe omeya huido de Damasco, Abderrahman, llegó a al-Andalus y formó un nuevo Estado con base en Córdoba, el Emirato, independizándose de la política bagdadí.
Ocho emires se sucedieron en al-Andalus entre los años 756 y 929 en una época brillante culturalmente –aunque también con algunos períodos de cierta inestabilidad– hasta que Abderrahman III decidió fundar un califato, declarándose emir al-mu’minin (príncipe de los creyentes), lo cual le otorgaba, además del poder terrenal, el poder espiritual sobre la umma (comunidad de creyentes), y por tanto independizándose por completo de Oriente.
Durante el gobierno de este califa y de su sucesor al-Hakam II se vivieron algunos de los momentos de mayor esplendor cultural de al-Andalus: su corte albergó a grandísimos científicos, poetas, filósofos… y durante estos años se construyeron y ampliaron grandes obras de la arquitectura de al-Andalus, como la ciudad palatina de Madinat al-Zahra (Córdoba) o la mezquita de Córdoba. A su vez, mantuvieron contactos con las grandes cortes del momento, tanto del mundo islámico como con Bizancio y otros poderes europeos.
Después de más de veinte años de fitna (guerra civil), se abolió el califato omeya. Diversas provincias y jefes locales de al-Andalus se independizaron y crearon cortes que rivalizaron con Córdoba en esplendor. Algunas de las grandes familias árabes, beréberes y muladíes quisieron hacerse con las riendas del país o, al menos, de su ciudad, surgiendo los reinos de taifas (muluk al-tawa’if), y se erigieron en dueños y señores de las principales plazas. Destacaron los gobernantes de Toledo, Zaragoza, Granada, Almería o Sevilla, entre muchos otros. En esta última corte destacó el rey poeta al-Mu’tamid, que murió exiliado en la ciudad de Agmat, cerca de Marrakech.
Frente a los reinos de taifas, el avance cristiano obtuvo grandes victorias, como la protagonizada por Alfonso VI, cuando en el año 1085 se hizo con la ciudad de Toledo.
Mientras, a finales del siglo XI, en el Magreb occidental surgió un nuevo movimiento político y religioso en el seno de una tribu beréber del sur, los Lamtuna, que fundaron la dinastía almorávide.
En al-Andalus los reinos de taifas, ante el empuje cristiano, pidieron ayuda a los Almorávides, que habían fundado la ciudad de Marrakech en torno al año 1070. Encabezados por Ibn Tashufin, penetraron los Almorávides en la Península e infligieron una seria derrota a las tropas de Alfonso VI en Sagrajas. Pronto conseguirían acabar con los reyes de taifas y gobernar al-Andalus.
Sin embargo, durante su gobierno los cristianos obtuvieron importantes avances, conquistando Alfonso I de Aragón Zaragoza en 1118. Al mismo tiempo, los Almorávides vieron amenazada su propia supremacía por un nuevo movimiento religioso surgido en el Magreb: los Almohades.
Esta nueva dinastía se generó en el seno de una tribu beréber procedente del corazón del Atlas que, encabezada por Ibn Tumart, pronto se organizó para derrocar a sus predecesores. También desde Marrakech gobernaron y se hicieron con las riendas de al-Andalus, dotándolo de cierta estabilidad y prosperidad económica y cultural. Fueron grandes constructores y también se rodearon de los mejores literatos y científicos de la época. En al-Andalus instalaron su capital en Sevilla. Esta dinastía empezó su declive a partir del 1212 con su derrota en la batalla de las Navas de Tolosa frente a los ejércitos cristianos de Aragón y Castilla.
El reino de Granada, con la dinastía nazarí, fue el último territorio musulmán de la Península Ibérica. Aunque sus límites fueron cambiando, se extendió por las provincias actuales de Granada, Málaga y Almería, además de algunos territorios de las de Sevilla, Cádiz y Jaén. Durante 250 años se mantuvo pese a su fragilidad política. Su más relevante testimonio es el conjunto monumental de la Alhambra y el Generalife. En el año 1492 el último rey nazarí, Boabdil (Abu ‘Abd Allah), vencido por las tropas cristianas entregó la ciudad de Granada y cruzó el Estrecho, instalándose en Fez.
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