Locución: Manuel López Castilleja
Fondo musical: Giuliani_Sonata heroica
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Al percibir el gesto y la expresión de Braulio, se le acercó una mujer que estuvo, hasta entonces, parada unos pasos más allá. O más bien era un ser revestido de una ligera apariencia femenina. En conjunto, tenía el aspecto de un cono invertido, forrado de toda clase de accesorios y colores. Comenzaba, en efecto, por una cabeza desproporcionada, de cara ancha y gruesa, rodeada o acribillada por una cabellera multicolor, larga y abierta, que alcanzaba a rozar la mitad de los brazos. El busto era ecuménico: dos gemelos podrían, sin peligro de caer, haber desenvuelto en él sus primeros juegos. Y todo este exceso iba agudizándose hacia abajo, hasta dar la impresión de que aquel ser no estaba de pie, sino clavado en la acera: tan delgadas eran sus piernas y tan menudos sus zapatos. –¿Puedo servirle en algo, caballero? –preguntó a Braulio que, palidísimo y apoyado sobre un solo pie, se encontraba en un peligroso equilibrio, alzando más y más la rodilla izquierda, mientras miraba hacia abajo, con el terror más hondo reflejado en los ojos–. Es admirable, caballero, cómo puede usted sostenerse sobre una sola pierna. Yo apenas si con ambas puedo conseguirlo... Pero quizá usted no lo hace sólo por distraerme. ¿Hay alguna causa, alguna otra causa, que le mueva a seguir en tan difícil postura un tiempo tan prolongado?
Braulio, sin mirar en absoluto a la mujer, respondió:
–Me siento el alacrán por la planta del pie. Viene desde la tierra.
–Ah, señor –continuó la extravagante aparecida–, una cosa tan simple... Baje de nuevo el pie y apriételo contra el suelo. De inmediato el alacrán dejará de existir y apenas si usted percibirá un leve crujido.
–Está dentro, está dentro del zapato –susurró Braulio–. Y ahora sube. Me llega ya al tobillo.
–¿Y le suele llegar hasta ahí con alguna frecuencia? Mi nombre es María. María la
Hospitalaria, si ello puede ayudarle. Me llaman así porque intento hacer lo que sea por alguien de vez en cuando. Si bien, en general, con muy mala fortuna. No siempre se acierta con los deseos ajenos, ¿verdad? Soy mujer de profesión, caballero, y si de algo le sirvo... Oh, perdone, no intenté molestarlo. Reconocía los hechos nada más... La vida no es tan fácil como pudimos creer al principio. Ni siquiera están las calles bien adoquinadas, lo cual hace aún más complicadas las cosas. Ya sabe usted, señor: una se acostumbra a ser viuda de guerra, pero no a prescindir de la mantequilla en el desayuno.
Yo, mientras sale algo (extranjeros casi siempre, no crea usted: los nacionales suelen ser más decentes. O más pobres), mientras sale algo, me dedico a hacer chalecos de punto para los niños pobres. Es mi manera de pasar el rato... Y, a propósito, ¿cómo va su alacrán?
Braulio, que no la escuchaba, con el rostro casi verde, se decía a sí mismo:
–Sube, sube.
–Pues si sube, señor, apoye de nuevo el pie en el suelo. Estará, al menos, un poco más cómodo. Evaristo lo decía siempre: “del mal, el menos...” ¿A dónde alcanza ya aproximadamente?
–Ahora llega a la rodilla. Al hueso izquierdo de la rodilla. Marcha con mucha lentitud.
A veces se detiene. María la Hospitalaria se agachó y apretó con violencia la rodilla de Braulio, golpeándola después con el enorme bolso de hule negro que colgaba de su brazo derecho.
–Ya está. Ya está –gritó con entusiasmo, en tanto que Braulio contraía de dolor los labios–. Ya podemos tomar una copa. –Y buscaba sobre la acera el cadáver del alacrán-. ¿Dónde se habrá metido? ¿Dónde habrá podido meterse?
–Ahora me sube por el muslo. Rápidamente. Muy rápidamente. Debe de haberse enojado. Usted no tenía que haber hecho lo que hizo... Sus patas se clavan cada vez más. Ya no recuerdo casi mi infancia. Sólo un campo verde, no muy grande, y un cubo donde alguien hacía espuma con agua y jabón. La espuma rebosaba: no sé más.
–Sí, ciertamente la espuma suele rebosar. Con una caña de escoba cortada hacíamos pompas de jabón. Eran muy hermosas. Luego, la boca nos sabía muy mal, pero no valía la pena pensarlo de antemano. En el Corpus Christi, las magnolias llegaban en una batea de mimbre. Venían cerradas entre las hojas, como en un estuche, y atadas alrededor. Por la tarde, las abríamos y eran grandes como palomas. Daban ganas de llorar.
–Oh, sí. Oh, sí. A menudo daban ganas de llorar. Tan sólo ahora, el alacrán, por la cintura ...
–Ay, la cintura, señor. Qué linda palabra. Demasiada hermosura para nada, ya usted ve.
–Sí, sí –repetía Braulio. Y ello fue lo último que dijo. A partir de entonces comenzó a emitir sin interrupción un suave ronquido. Como el de un perro un segundo antes de ponerse a ladrar. Sus ojos empezaron a girar en las órbitas, a cada instante a más velocidad, y sus manos seguían, impotentes, la marcha del alacrán, que, al llegar al sitio del corazón, hizo una asombrosa pausa de unos minutos.
–Es un alacrán muy raro el suyo, ¿no cree, señor? –monologaba María–. Cualquier otro hubiera tomado una decisión más firme de atacar cuanto antes. No es cosa de alacranes estar dando paseos por los lugares reservados en exclusividad a las caricias.
Pero así van los tiempos: nadie sabe ya estarse en el puesto que le corresponde. El ronquido de Braulio se acentuaba y producía el efecto de que inminentemente se echaría a aullar. María le rascaba la nuca, como se hace para calmar a un mastín excitado, y le hablaba en un tono casi inaudible, diciendo muchas frases cariñosas y vagas:
–Así, así... No hay por qué preocuparse. Eso pasará... Todos tenemos nuestros pequeños alacranes. Es cosa natural. Qué haríamos sin ellos, ¿me quiere usted decir? ¿En qué emplearíamos tanto tiempo libre? ... Así, así. Al pie de las montañas el sol no puede verse. Es casi mediodía cuando aparece, ya madurito, como el Príncipe de Gales. Lo recuerdo. O ¿quién sabe? ... Vamos, la gente que se ríe desconoce por qué ... Pero usted se está viniendo abajo, mi querido señor. Usted está casi sentado en la pura calle. Debe reportarse. Apóyese en mí. Ah, no. Ah, no: esto sí que no se lo consentiré nunca. Debe mantenerse erguido hasta el final. Qué triste espectáculo el de un hombre vencido. Dígame: ¿es que un alacrán es superior a un hombre? Parecía usted tan fuerte, tan bien plantado, y mírese usted ahora, caballero. Mírese, se lo ruego.
La cabeza de Braulio chocó contra la acera con gran ruido. El ronquido había cesado. Con el golpe, el ojo izquierdo se rompió como si fuera de cristal. Y de él, poco a poco, con lentitud y esfuerzo, salió un alacrán oscuro que, después de una vacilación, fue a instalarse en la comisura derecha de la boca del muerto.
–Ah, ya entiendo. Ahora entiendo. Por fin lo han dejado a usted en paz. Descanse usted, señor, y enhorabuena –exclamó alegremente María.
Y se alejó, con una sonrisa, por la acera, moviendo con torpeza su feo cuerpo.
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