Locución: Manuel López Castilleja
Fondo musical: mischa-maisky-bach-cello-suite-no1-in-g
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Cuatro palabras, solo fueron cuatro palabras las que salieron de mi boca; palabras sin importancia, de esas que cualquiera puede decir sin ningún temor; sin embargo, en esa rara excepción que confirma todas las reglas, a mí me han empujado hacia un horrible laberinto de miedos y mentiras.
Sé que quien me llevó a pronunciarlas no me deseaba ningún mal; al contrario, era un detalle de generosidad de alguien que transformó mi existencia desde las aulas de un instituto. Lo llamaré don Conrado. No es su nombre verdadero, por supuesto; ni el mío lo será. Tampoco daré localización alguna que permita encontrarme. No sé hasta qué ojos pueden llegar estas líneas que escribo… y debo protegerme.
Se me ha ocurrido el nombre de Conrado porque, si cambiamos la letra inicial por una hache, es la mejor manera de hablar de un hombre, de su honradez, de su integridad como persona y como profesor, de ese respeto a un oficio que implica la pasión hacia la materia que imparte y, por encima de todo, el cariño hacia esa juventud envuelta en una maraña de hormonas a la que pretendía abrir la mente, y hasta el alma, en cada clase. Era nuestro profesor de Lengua y Literatura.
Habrán pasado unos quince años desde el primer día que lo tuve delante de mí, pero hoy recuerdo, como si hubiera sido ayer, sus palabras de presentación:
—El lenguaje es un regalo, uno de los más valiosos que jamás podréis recibir. Solo la vida y el amor están, a mi juicio, en un escalón superior. Pensamos, sentimos… e incluso soñamos gracias a las palabras. Es vuestra misión cuidar ese maravilloso obsequio para alcanzar su verdadera finalidad: disfrutar de él.
¿Qué cuidados debemos aplicar? Simplemente, hacer un uso adecuado de nuestro lenguaje, comenzando desde la manera de hablar con los demás. ¿Cuántas patadas le damos al diccionario en nuestras conversaciones de cada día?
¿Y qué decir a la hora de escribir? Por favor, no uséis esas caligrafías imposibles que ni vosotros mismos sabéis lo que habéis escrito. Los jeroglíficos egipcios son más fáciles de descifrar. Y cuidadme la vista. Llevo gafas de tantos puñetazos directos a la retina, de tantas faltas de ortografía con las que hacéis sufrir a mis ojos miopes.
Debéis disfrutar del lenguaje y, para eso, nada mejor que la lectura. Yo intentaré abriros el camino para que podáis entrar en el apasionante mundo de los libros.
Nuestras caras debieron dibujar muecas de extrañeza, de incredulidad. ¿De verdad los libros podían ser apasionantes?
Algún listillo preguntó, entonces, si no íbamos a hacer esos complicados análisis de oraciones con los que tanta lata nos dieron en cursos anteriores. Él, con esa serenidad que da la veteranía, nos explicó que, muy a su pesar, habría que pasar por ese calvario. Era importante conocer la función de las palabras, su forma de agruparse para expresar las ideas… y además, en las pruebas de acceso a la universidad, tendríamos que enfrentarnos a uno de esos rollazos de análisis. Sin embargo, nos confesó que, para él, la verdadera función de las palabras es emocionar, despertar los sentimientos, los buenos y los malos:
—¿De qué nos sirve saber si una frase contiene una oración coordinada adversativa o una subordinada adverbial si no es capaz de provocarnos un instante de ternura, de rabia, de alegría, de sufrimiento, de miedo, de asco…?
—¿De asco? ¿En los libros no hay que utilizar palabras bonitas? —dije sorprendida.
—No existen palabras bonitas o feas. Hay que encontrar el sustantivo apropiado en cada caso, el verbo que se ajuste con mayor rigor a la acción desarrollada, aunque nos parezca malsonante. Un buen escritor no utiliza palabras preciosas, sino palabras precisas. Si las circunstancias requieren mandar a alguien a la mierda, ¿para qué andar buscando eufemismos?
Con esa precisión, y con el ojo clínico con el que descubría nuestra realidad, como el mejor de los médicos, nos fue recetando lecturas personalizadas para esa enfermedad a la que llaman juventud, esa que solo el paso del tiempo cura, pero en la que yo encontré alivio a los síntomas a través de aquella medicina de tinta. La literatura se convirtió en el sano veneno que liberó mi sangre de otras ponzoñas más peligrosas. Desde entonces me convertí en una lectora apasionada. No me gusta la expresión «lectora voraz»; suena a morder a dentelladas, a engullir con violencia sin distinguir entre delicia o carroña. No, no es así como leo. Selecciono mi alimento, me detengo en un párrafo para disfrutar de su esencia, paladeo cada página… Hay veces en las que vuelvo a leer el mismo libro al que acabo de poner fin para, despojada del cebo de la intriga, saborear las palabras… Una amiga encontró para mí el concepto de «lectora gourmet»; no me disgusta la idea.
También desde entonces supe que quería sembrar las mismas semillas que recibí de don Conrado. Al fin, el sueño se hizo realidad. Este curso soy la seño novata que ocupa el puesto que dejó vacante el viejo profesor tras su merecida jubilación.
Un día, a finales de febrero, vino a buscarme al instituto. Tras un cariñoso saludo, fue al grano:
—Hoy no he venido a echar el rato con mis compañeros; hoy solo quiero verte a ti.
Tengo que hacerte una proposición indecente —dijo con su socarronería de siempre.
—A ver con qué me va a salir, don Conrado, que una es muy niña todavía.
—Sé que, para lo que te voy a pedir, estás en la edad ideal. Es algo que te va a venir
como anillo al dedo —sonrió mientras me hacía un guiño cómplice.
—Ya le estoy viendo venir la indecencia al asunto —añadí siguiéndole el juego.
—He venido a proponerte que seas miembro del jurado del certamen de poesía de nuestro pueblo.
—¿Yooooo? —pregunté con asombro.
—Nadie mejor que tú. No me vengas con falsas modestias. Llevas unos meses en el instituto y ya nadie se acuerda de mí, así que…
—Eso no es cierto —lo interrumpí, llena de razones.
—Déjate de tonterías. Desde siempre he sabido lo mucho que vales. Además, es hora de rejuvenecer ese tribunal del verso con savia nueva. Yo ya he estado demasiado tiempo… Además, este año, en esas fechas voy a hacer un viajecito con mi señora.
—Bien ganado se lo tiene, don Conrado… ¿Y quiénes forman ese jurado?
—El presidente es el alcalde, pero delega en Felipe, el concejal de cultura. Además, tendrás que vértelas con Ginés, el bibliotecario; con Julián, nuestro cronista de la villa, y con Bernardo, bisnieto del histórico poeta local que da el nombre al certamen. Todos hombres; razón de más para que tú estés ahí y les enseñes «lo que vale un peine». El que tiene más idea es Ginés; te entenderás bien con él. Luego está Julián, aunque ese se quedó en Garcilaso y hasta Antonio Machado le parece demasiado moderno. Bernardo juega a ser tan insigne poeta como su bisabuelo, aunque no llega a ser ni su sombra… y eso que el venerable antepasado no es que fuera un virtuoso de la lírica. Esto último no se te ocurra decir que ha salido de mi boca… Y de Felipe, no me hagas hablar; es un político… y punto.
—Pero habrá que dedicarle mucho tiempo y aquí, en el instituto, cada vez hay que hacer más papeleo inútil… —dije aferrándome a una excusa verosímil.
—¿Qué me vas a contar que yo no sepa?... Y sí, hay que echarles un buen ratito a los poemas, pero es algo que sé que vas a hacer con gusto. Además, pronto te darás cuenta de que, en estos tiempos que corren y a la llamada de los tres mil euros del premio, cualquiera que se atreva a rimar «rosa» con «hermosa» y «flor» con «amor» se cree poeta. Y es una pena porque, en ocasiones, te encontrarás con versos en los que rebosan los sentimientos, pero faltan las palabras. Peor es lo contrario: hay mucho pretencioso
que derrama palabrería sin ton ni son; esos, a la papelera sin remordimientos. Finalmente, te encontrarás con un buen puñado de poemarios que te harán disfrutar, emocionarte, sentir la belleza de las palabras y de las pasiones que en ellas se encierran… Y, de entre todos ellos, uno se alzará con más fuerza que los demás en tu corazón. Ese es el que debes defender con el poder de tus argumentos, como en «Doce hombres sin piedad», hasta conseguir que todos compartan tu opinión.
Él sí sabía ser persuasivo. Además, me había elegido a mí, a su antigua alumna. Sería una falta de consideración si me negaba. De alguna manera, hasta debía estar agradecida. Y así fue como, sin la más ligera sospecha de los males que me esperaban, pronuncié las cuatro palabras que nunca debieran haber salido de mi boca:
—Vale, puede contar conmigo.
No fue lo peor tener que leer más de trescientos poemarios. Para no dejar en mal lugar al hombre que me había recomendado, incluso me esmeré escribiendo un pequeño análisis de cada uno de ellos: las virtudes más reseñables, los defectos más destacados. Era a costa de mis horas de sueño y aunque, como me anunció el profesor, debí sufrir algún bodrio petulante y páginas de ingenuidad extrema, lo cierto es que encontré momentos de placer lector que convirtieron el quehacer de jurado en una tarea agradable. Lo mejor fue que, al finalizar esa primera lectura, ya tenía hecha una idea clara de los trabajos más notables… y, entre ellos, uno se alzó con más fuerza que los demás en mi corazón: «Manzanas azules». Lo iba a defender con uñas y dientes, si era preciso.
Pero no hubo necesidad de hacerlo en la primera reunión del jurado. Después de veinticinco ediciones, habían llegado a la conclusión de que era absurdo valorar todos los trabajos. Nos llevaría horas de inútiles reflexiones. Bastaba con que cada uno eligiésemos los cinco o seis poemarios que, a nuestro criterio, fueran los mejores. Los diez más votados pasarían a ser finalistas. Haríamos una segunda lectura de ellos y, en una semana, nos volvíamos a reunir para decidir el ganador. Entonces sí podríamos argumentar las razones que considerásemos oportunas para justificar nuestra decisión.
Me dio rabia no poder lucirme con mis anotaciones. A cambio tuve la alegría de saber que todos los poemarios que había seleccionado eran finalistas, aunque con un pequeño regusto amargo: a mis «Manzanas azules» (ya casi lo consideraba mío) le faltó un voto para alcanzar el pleno. Me lo había avisado don Conrado: nuestro cronista no pasó de
Garcilaso. Y lo que me puso en guardia fue que, sin venir a cuento, dejó caer que él ya lo tenía claro: el premio debía ser para «Soles de estío».
Con rapidez, rebusqué entre mis apuntes la reseña de aquella obra que a mí se me había pasado por alto. Al pie del folio correspondiente leí: «Es rancio hasta el título». Fue suficiente, aunque me mantuve en silencio. Esperaría una semana para destrozar unos argumentos que suponía tan añejos como el lenguaje de la obra.
Volví a leer los trabajos finalistas, con detenimiento. No tuve la más mínima duda:
«Manzanas azules» era lo mejor a mucha distancia del resto. Tenía mil argumentos para demostrarlo, pero me vino a la cabeza aquello de que «la mejor defensa es un buen ataque» y supe que lo primero que debía hacer era aniquilar al enemigo.
Reconozco que con «Soles de estío» pude llegar al ensañamiento. Obtuvo los votos del cronista y del bisnieto del poeta que, tal vez, encontró en aquellos poemas alguna semejanza con los que escribiera su célebre antepasado. Cierto es que eran versos de perfecta medida, de rima incuestionable, de estructura acorde a la estrofa elegida, ¡todo lo que quieran decir!..., pero su temática y el lenguaje utilizado tenían la fecha de caducidad vencida desde hacía siglos. La voz poética era la de un acendrado prócer que, al verse ante las fauces del averno, en los macilentos ocasos, sentía lesas añoranzas de los melifluos placeres que, en su virginal lozanía, degustó retozando en los bucólicos parterres del edén. ¡Por Dios! Si pensé que debía ir al médico para ver si me había intoxicado con tanta palabra en descomposición.
Con menos crueldad, fui marcando los defectos del resto de poemarios; más evidentes en algunos, más rebuscados en otros. Al final, me ratifiqué en una certeza que no admitía discusión: la sensibilidad con la que se trataba el universo de lo diferente desde las páginas de «Manzanas azules» merecía el premio.
Y llegó el día señalado para emitir el fallo. Aquella tarde sentí un raro nerviosismo, un presagio de que iba a suceder algo que no podría controlar. Y ocurrió.
No fue en el debate de los argumentos para elegir el mejor trabajo. En ese aspecto todo transcurrió como se podía prever. Esta vez sí, se dieron razones para valorar todos los poemarios finalistas. Pronto pude comprobar que, como me anunciara don Conrado, estaba muy en sintonía con los análisis de Ginés, nuestro bibliotecario, y muy distante de las observaciones apolilladas de Julián y de Bernardo. Entre los dos bandos, el concejal
de cultura parecía más perdido que un pulpo en un garaje. Recordé las palabras del profesor: «Es un político… y punto».
Como me temía, cuando llegó el momento de evaluar «Soles de estío», el cronista se deshizo en elogios:
—Es una mirada espiritual hacia el paraíso feliz de una juventud que quedó grabada con surcos imborrables en el alma, hoy atormentada, de la voz poética. Es una apología de la decadencia de un hombre noble que ha visto desmoronarse su vida y al que ya solo le quedan, entre las manos, las tristes migajas de lo que fue. Y todo escrito desde una perfección intachable en la métrica, con una sólida rima consonante y una exuberancia de vocabulario que hace brillar cada uno de sus versos.
No sé si me parecieron más fuera de nuestro tiempo las palabras del poemario o las de su fanático defensor. A ver cómo me las ingeniaba para echar por tierra tanto disparate sin perder las formas.
—No seré yo quien le quite méritos a esta obra. No me cabe la menor duda de que las razones de Julián son objetivas, pero… —y señalé un calendario que colgaba de la pared— ¿alguien me puede decir en qué año estamos? ¿De verdad podemos pensar que la poesía del siglo XXI se encuentra en esos versos?
Después fui detallando lo que, a mi modo de ver, eran ridículos anacronismos, incomprensibles en nuestros días, no por falta de cultura sino porque el tiempo se había encargado de enterrar ese lenguaje lleno de floripondios (ahí me lucí con la palabreja). Destaqué, a continuación, el encorsetamiento de muchos versos para adaptarse a la medida, a la rima… y tuve un instante de lucidez cuando se me ocurrió la comparación:
—Admiro las catedrales barrocas, pero ¿puede alguien imaginar que, en un certamen de arquitectura, se premiaría hoy una de esas magníficas construcciones?
Se produjo ese silencio de «quien calla, otorga». Supe que la batalla estaba ganada. Defender después mis «Manzanas azules» fue coser y cantar. Expliqué su poética audaz, el lenguaje innovador, la ligereza del verso, su música interna, la carga emocional del mensaje… Nadie se atrevió a desmontar mis argumentos. Primer premio por unanimidad. Todo había sido mucho más fácil de lo imaginado.
Pero aquella aparente calma saltó por los aires cuando Ginés, como secretario del jurado, abrió la plica con los datos que se ocultaban tras el seudónimo «Pretérito Imperfecto» y, con ella, la caja de los truenos.
A un nombre desconocido añadió sus treinta y ocho años de edad. Luego se apoderó de su cara un gesto de extrañeza.
—Lo raro es que su domicilio es una cárcel.
Giró el folio para mostrarnos la dirección del centro penitenciario. Puse mis ojos en la foto de su documento de identidad. Efectivamente, parecía un delincuente; yo también lo parezco en el mío. Inicié un alegato en su defensa.
—Bueno, muchos grandes escritores han estado en la cárcel: Cervantes, Dostoievski, Óscar Wilde, Voltaire… hasta Fray Luis de León estuvo…
—Pero seguro que ninguno de ellos había matado a cinco mujeres —cortó por lo sano el concejal, señalando la pantalla de su teléfono.
El poeta resultó ser un maldito asesino que, hacía pocos años, estranguló a cinco jóvenes en la provincia. Mucha tinta se derramó en la prensa con aquellos crímenes. Los hilos que unieron las cinco muertes fueron la edad de las víctimas (todas alrededor de los treinta años), el modo de acabar con sus vidas y el detalle con el que firmaba sus crueles delitos: siempre dejaba un libro en la escena del crimen. Sus títulos lo decían todo. El primero fue «A sangre fría»; después siguieron «La canción del verdugo», «Otra vuelta de tuerca», «Las flores del mal» y, por último, «El rayo que no cesa». Fue un librero de segunda mano de la capital quien reconoció, al verlo en el telediario, el ejemplar de Miguel Hernández que había vendido unos días antes. Era una edición argentina muy singular. Las cámaras de seguridad de la zona ayudaron a identificar a aquel monstruo y, en poco tiempo, «el estrangulador del libro» estuvo entre rejas.
—Esto lo cambia todo —dijo Julián esbozando un ligero gesto de satisfacción.
—¿Por qué? ¿Por qué debemos cambiar? ¿No es la mejor obra? ¿Acaso dicen las bases que no pueden participar los presos? ¿No es el fin de la cárcel la reinserción?
¿Entonces…? —argumenté llena de una rabia que no supe claramente si nacía de que mi poeta se me había convertido en un sádico salvaje o de que el cronista de la villa pudiera salirse con la suya.
—No me gustaría que el nombre de mi bisabuelo se pudiera asociar con el de un asesino —terció Bernardo.
—¿Quién va a mezclar…? Si os fijáis en el seudónimo, él asume su Pretérito Imperfecto. Tal vez podemos ser nosotros una ayuda para conseguirle un futuro, si no perfecto, al menos algo mejor que su presente. Recordad el «Romance del prisionero», aquel de «Que por mayo era por mayo…». Todos sentíamos pena por el cautivo al que le habían matado una avecilla y no podía saber «cuando es de día, ni cuando las noches
son». ¿Acaso nos preguntábamos qué horribles delitos había cometido para estar encerrado entre aquellos muros?
En ese momento, el concejal se levantó esgrimiendo una necesidad imperiosa.
—Seguid vosotros. Vuelvo en unos minutos.
Y volvió. Pero no lo hizo solo. Con él llegó un airado alcalde al que le faltó poco para llegar al insulto. Ni siquiera saludó al entrar.
—¿Pero qué es esto de darle el premio a un asesino? Soy yo, el alcalde, el que tiene que salir en las fotos con él. ¿Os gustaría, eh? De este ayuntamiento no sale un puto duro para ese criminal. Parece mentira, señorita, —añadió dirigiéndose a mí— que quiera darle tres mil euros a quien podría ser su verdugo. Ya sabéis, —y nos repasó a todos de un vistazo— buscad a otro ganador que ese, por mis cojones, no se lleva el premio.
Así, por sus cojones, como venía haciéndolo todo en el pueblo durante más de una década. No fue extraño que viniera a mi cabeza aquello de huir de los eufemismos para mandar a alguien a la mierda. Me contuve para no ser tan grosera como él, pero me puse en pie y dije con voz firme:
—Me invitaron para elegir, entre todos, la mejor obra de las presentadas. Lo hemos hecho. Mi trabajo ha terminado. ¡Buenas tardes!
Mientras bajaba las escaleras, dejando atrás unas bocas enmudecidas, empezaron a golpearme en la cabeza cuatro palabras, de nuevo, cuatro palabras: «Debo ir a visitarlo».
El miércoles de la semana siguiente era la fiesta del patrón, el día de la entrega del premio, pero yo no iba a estar. Supe que los presos solo reciben a familiares y amigos; sin embargo, estaba segura de que nadie me impediría verme con él.
Llegué temprano. A las primeras negativas opuse toda mi testarudez. Acabé en el despacho de un alto funcionario al que le expuse el motivo de mi visita.
—Señorita, se trata de un preso peligroso. Si él acepta, lo podrá conocer; pero le recomiendo que se proteja. Le voy a ayudar, aunque es usted misma quien debe ayudarse. Busque un nombre falso, ¿cuál es el primer nombre de mujer que se le viene a la cabeza?
—¿El primer nombre de mujer?... Eva.
—Unos apellidos muy comunes siempre dificultan la identificación. ¿Fernández Pérez le van bien? Y usted no es profesora del instituto de su pueblo, viene de la Facultad a pedirle dos o tres poemas para una revista. Suponemos que le quedan muchos años a la sombra; sin embargo, no podemos saber cuándo tendrá el primer permiso… y no debe ofrecerse como la próxima víctima.
Aceptó la visita. Yo podría haber dado marcha atrás, pero mi ceguera empecinada me llevó al otro lado del cristal. Rondaba por mi cabeza un viejo aforismo: «Habla con un lobo y se volverá cordero». Estaba dispuesta a comprobarlo.
Cuando entré en aquella sala, lo que más me impactó fue el silencio espeso que parecía enroscarse en el aire. Avancé despacio, como si mis piernas fueran árboles que, a cada paso, tuvieran que arrancar las raíces de la tierra, como si temiera despertar a una fiera dentro de esa jaula en la que yo ya estaba metida.
En mis labios guardaba una larga conversación, pero olvidé cómo empezarla al tenerlo frente a mí. Me sentí desnuda ante su mirada. Sus ojos me lanzaron dos puñaladas antes de abrir la boca con el navajazo de una sonrisa.
—¡Buenos días! Mi nombre es Eva y he venido a visitarlo para…
—¿Tan mayor me ves que evitas tutearme? —preguntó con soniquete sarcástico.
—No, claro que no —contesté titubeando—. Es que, ante un desconocido, me ha parecido lo más correcto.
—¡Ay, lo correcto, siempre lo correcto! Con el placer que da salirse de las normas… Y bien, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como este? —canturreó.
—Supongo que ya le… ¡uy, perdón!... que ya te habrán informado de…
—Sí, algo me han contado. Lo que encuentro raro es que hayan podido llegar mis versos hasta tus manos —expuso sin rodeos para dejarme junto a la rampa de caída de una montaña rusa hacia un abismo de mentiras.
—Ya sabes, el azar; el amigo de un amigo al que le cuentan que…
—Pero eso es ilegal, ¿no? —espetó con sádica ironía.
—¡Mira quién va a hablar de legalidad! —pensé sin atreverme a abrir la boca.
—¿No aseguran la total confidencialidad de los poemas en estos concursos? ¿No afirman que se destruyen los no premiados? —insistió en su ofensiva leguleya.
—Bueno… sobran dedos de la mano para contar las personas que los conocemos… y alguien pensó que merecían el galardón que otros le negaron. Sus versos son excelentes. Tienen emoción, alcanzan profundidad en su aparente sencillez…son originales…
—Como el primer pecado —apuntilló con una malicia que preferí ignorar.
—Hay belleza natural en cada metáfora. Las palabras transmiten verdad. El dolor y la alegría son sinceros porque el lenguaje, más que como un guante a los dedos, se adapta al contenido de cada poema como un traje de alta costura al cuerpo de la modelo.
Lo que se estaba ciñendo a mi figura era el paseo de su mirada. Parecía estar saboreándome con los ojos. Se hacían eternos los sesenta segundos de cada minuto.
—Las palabras que escribes son literatura de la mejor que he leído… y he leído mucho. Tal vez sea el momento oportuno para darlas a conocer, podemos publicarlas.
—Nunca he sido capaz de aprovechar los momentos oportunos.
—Pero, es que mereces triunfar.
—¿Triunfar? Todo el mundo quiere triunfar. ¿Conoces a alguien que quiera fracasar?
Búscalo y me lo traes. Ese sí sería un personaje interesante.
Supe que estaba gastando saliva sin arañar siquiera su muralla de indiferencia. Comprendí que era imposible cambiar un solo pelo de su piel de lobo por una hebra de lana de cordero. No le importaba nada de lo que estaba diciendo. Yo había llegado hasta allí porque pensé que un reconocimiento del valor de su poesía podría ser bálsamo para las heridas con que la vida lo había marcado, pero ya había sobre ellas una costra impenetrable. Estaba enfadada conmigo misma y, aun así, continué mi inútil alegato:
—Si has enviado a un concurso tus «Manzanas azules» es porque, en el fondo, quieres que vean la luz, que salgan de estas rejas que, aunque aprisionan tu cuerpo, no enjaulan tu pensamiento. Permite que esos versos tengan la libertad que pregonan.
No sé si me escuchó; sus últimas palabras fueron:
—Tienes un cuello precioso.
Aquellas cuatro palabras brotando de su boca fueron como el destello de la hoja de un machete que sale de su vaina. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, un temblor espantoso se adueñó de cada una de mis células. Sentí ganas de escupirle, de insultarlo, de gritarle a la cara que ojalá su carne se pudra entre estos muros…, pero me tragué, a bocanadas, todas las palabras que se agolpaban en mi garganta.
En aquel silencio hostil, en el que la caída de un alfiler hubiera provocado un verdadero estruendo, supe que voy a malvivir el resto de mis días con el zumbido de su voz atronando mi cabeza, con el pánico a sentir el roce de sus manos en mi cuello, con el temor de encontrármelo al doblar una esquina en este laberinto de mentiras y miedo que solo yo he construido de la manera más absurda… y, sin embargo, cuando me levanté para huir, ese otro veneno que lleva más tiempo en mi sangre, ese amor a las palabras, a la buena literatura, me hizo pensar que hasta un gusano puede convertirse mariposa o que, cuando el mundo pueda olvidar quién fue la repugnante criatura que los escribió, alguien podrá disfrutar de sus versos. Por eso, volví la vista hacia él y, una vez más, salieron de mi boca cuatro palabras, solo cuatro palabras:
—Por favor, sigue escribiendo.
Comentarios
Que maravilla poner al relieve, la belleza y poder de la palabra....
Excelente, Manuel. Sólo cuatro palabras, ' por favor, sigue leyéndonos'. Gracias.