La Maldición de la Avellaneda
Augusto pasaba todos los días de su vida en la caseta donde se desempeñaba como guardia, era su último día antes de salir de vacaciones, había tenido una semana muy dura, sentía que su vida se venía abajo, sus hijos ya adolescentes cada vez tenían menos comunicación con él, sospechaba que su pareja le engañaba con otro hombre y la repentina muerte del guardia que cubría el turno nocturno del trabajo le representaban un cumulo inmenso de problemas que hacían de él un hombre más malhumorado cada día.
Cerca de las 8 de la noche sonó el teléfono, era la línea que tenía asignada por la compañía de seguridad para la que laboraba, contestó y escuchó con atención la indicación que le dieron, colgó el teléfono y con su teléfono móvil mandó un mensaje a Armando, su hijo mayor dónde le decía que tendría que quedarse en la noche, ya que en sus jefes no habían podido conseguir un reemplazo para el turno de la noche. Por su cabeza paso la idea de decirle a su pareja que tendría que doblar el turno, pero a la vez pensó – Para qué le aviso, seguro está platicando con otro, ha estado en línea desde las 5 de la tarde y no ha sido para enviarme por lo menos un hola.
Se guardó el teléfono en la bolsa del pantalón, se sentó en el viejo sillón cada vez más incómodo, cerró los ojos intentando descansar y dejar que el tiempo pasara, en un abrir y cerrar de ojos despertó, volteó a ver el reloj que estaba en la caseta junto a las tarjetas de trabajo de los empleados y se sorprendió al darse cuenta que ya eran las 3:05 de la madrugada. Salió de la caseta y cruzó el patio de la fábrica que de noche daba un aspecto muy distinto al día, Augusto además nunca había estado ahí a esas horas, sintió en su estómago una sensación extraña, como si algo le dijera que no debería estar ahí. Entró a la planta, vio todo en una completa oscuridad por lo que encendió la linterna que llevaba, caminó dos pasos y a sus espaldas escucho la sonrisa de un hombre, giró y vio como una figura masculina se perdía entre las sombras y avanzaba por un costado de la construcción. Le dijo de forma imperativa – ¿A dónde vas, qué andas haciendo?
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