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LOS MITOS DE CTHULHU
Localización histórico-cultural de los Mitos
Aunque muy relacionados con la science-fiction, la literatura onírica y la fantasía pura, en rigor los Mitos de Cthulhu deben adscribirse a la tradición del cuento de miedo anglosajón.
A principios de siglo, el cuento de miedo sufrió una importante mutación. Hasta entonces su protagonista predilecto había sido el muerto. La creencia en el retorno de los muertos, abolida fundamentalmente junto con muchas otras creencias por el racionalismo del siglo XVIII, vuelve —negación de la negación— en el Romanticismo. Pero ya no vuelve como la pura creencia que era antes, sino como estética. Esta desincronización entre el creer y el sentir queda perfectamente expresada en la célebre frase de madame du Deffand, quien, habiéndosele preguntado en pleno siglo XVII si creía en los fantasmas, contestó que no, pero que le daban miedo. En el Romanticismo, ya no se cree en los muertos, pero éstos aún dan miedo.
En efecto, sabemos que la razón es mucho más plástica, ligera, cambiante y ágil que el sentimiento y que éste está mucho más sujeto a la inercia de la memoria. Razón y memoria son términos dialécticamente antitéticos, pues la memoria es el residuo físico de lo que algún día fue razón y la razón no es sino el más elevado rendimiento de una estructura espacial que, en definitiva, sólo es memoria. En la memoria han quedado fijados esquemas emocionales y de comportamiento que, por haber demostrado su utilidad para el individuo o para la especie, se han automatizado, abandonando, pues, el terreno de la razón. Y por eso, cuando la razón descubre nuevos horizontes y aniquila viejos mitos, los sentimientos ligados a éstos —más aún, determinantes de éstos— perviven ni aún negados por la razón se resignan a morir. Tienen entonces que abandonar sus pretensiones de verdad y expresarse —todo sentimiento se expresa siempre de una u otra forma— en un plano estético donde reconocen de antemano su falta de objetividad. Y así, el sentimiento, negado como creencia por la razón, niega a su vez a la razón. Pero al negarla no se produce un paso atrás hacia la creencia, sino que, muy al contrario, se consolida el paso adelante recién dado por la razón. Expresadas en forma de arte, las ex-creencias pierden su fuerza sugestiva y su ímpetu embriagador. Ya como arte —es decir, como eco emocional de una creencia que ya no lo es— se van agotando, se van apagando hasta desaparecer o sufrir una nueva mutación.
Pues bien, como digo, el primer protagonista de cuentos de miedo fue cronológicamente el pobre muerto. Fue el falso muerto de Ana Radcliffe, el hombre que debería haber muerto de Maturin, el muerto no muerto de Polidori, el muerto recauchutado de Mary Shelley o la muerta adorada y odiada de Edgar Poe. Y muchos más. Algunos de estos muertos eran corporales y putrescentes; otros eran inmateriales como un soplo, como un aroma, como una vaga tristeza. Durante el siglo XIX, los escritores fantásticos inventaron toda clase de muertos. En la Inglaterra victoriana, el racionalismo pegó otro empujón y los muertos tuvieron que armarse de filosofías místicas, de swedenborgianismo, de mesmerismo y de martinismo, para poder seguir asustando. El cuento de miedo se apuntaló así en filosofías periclitadas que le dieron cierto barniz de verosimilitud. Decía Coleridge que, para gozar de un cuento de miedo, se necesitaba suspender voluntariamente la incredulidad. Pero ésta era cada vez más fuerte y menos suspendible, por lo que el autor tenía que recurrir a toda clase de argucias pseudorracionales para coger desprevenido al lector. Y darle su pequeño escalofrío, que es de lo que se trataba.
Pero llegó un momento en que el neo-muerto sofisticado y apuntalado de los victorianos produjo tan poco miedo al lector como el burdo paleo-muerto —cadenas, aullido y tente tieso— de los románticos. Y entonces el cuento de miedo sufrió una importante mutación.
Esta importante mutación se produjo a principios del siglo XX y su adelantado fue un escritor galés casi desconocido: Arthur Machen (pronúnciese Méichin, Májen, Mashán, Macken, McHen o como se quiera, que cada cual lo hace a su modo). Pues bien Machen sintió que era necesario revisar a fondo el cuento de miedo. Y empezó a eliminar de él una serie de elementos caducos: el castillo medieval, el muerto en todas sus infinitas variedades y subespecies, la noche… En una palabra, sepultó la tramoya romántica y se puso a escribir cuentos de miedo a base de luz, de campo, de verano, de cantos de insectos, de piedras y de montes.
Se sabe de Machen que pertenecía a una sociedad secreta llamada «Golden Dawn». Tal vez fue en ella donde encontró material numinoso novelable. Quizá él mismo no quería asustar, sino dar publicidad a aquellas doctrinas místicas. No lo sé. Pero de lo que no cabe duda es de que sus relatos fueron aceptados como cuentos de miedo, es decir, como pura ficción fantástica que producía un deseable estremecimiento de terror. Y esta aceptación por parte del público apunta hacia la existencia —en éste— de una necesidad. Pero ¿por qué el público anglosajón de principios de siglo necesitaba asustarse con terrores nuevos, con terrores inéditos que, sin embargo, reactualizaban los terrores más ancestrales y recónditos del alma humana?
Mejor dicho, sabemos que la emoción del terror —como toda emoción— tenia ya su público y una larga tradición, y que, para seguirla manteniendo, la literatura fantástica tenía que modificarse a fondo. Pero ¿por qué se modificó entonces? ¿Por qué se modificó así?
Para comprenderlo es necesario situarse en su contexto histórico-cultural. Por el lado histórico, tenemos inquietudes revolucionarias, pánico, atentados. Por el lado cultural, tenemos una nueva crisis del racionalismo, expresión del fracaso de las ideas filosóficas y sociales del siglo XVIII. Ambos lados son caras de una misma moneda. El hombre se da cuenta entonces de que vive sobre un volcán apenas dormido. Marx enseña que las capas sociales burguesas flotan precariamente sobre un mar social embravecido que las ha de destruir. Freud hace ver que la razón no es más que la última capa evolutiva de la conciencia y que, bajo ella, palpitan terrores sin nombre. La crisis del racionalismo filosófico social y cultural es, en el fondo, una ampliación del racionalismo porque lo que muere es sólo una forma ya caduca de la razón. La conciencia humana no sólo crece hacia arriba, sino también hacia abajo. Y de pronto descubre que bajo ella —por debajo de los salones burgueses y por debajo del Yo— hay un mundo inmenso y reprimido que —racionalmente— se ha de asimilar. El racionalismo, pues, engendró el interés por lo irracional.
El arte que es expresión de sensibilidad, reflejó estas crisis, estas luchas, estos partos dolorosos y esta gran ansiedad. Pintores, músicos, poetas y novelistas se apartaron de los cánones académicos porque los sentían ya muertos, y se volvieron hacia los submundos reprimidos —sociales o psicológicos— de los cuales hicieron mundos de ficción deseados u odiados, utópicos o escapistas, puramente fantásticos o sólidamente verosímiles. Los nuevos contenidos rompieron las viejas formas y el arte exploró nuevos caminos de expresión. El artista rompió las tradiciones de su arte, las desintegró en infinidad de ismos y cada uno de éstos se convirtió en protesta y huida, en martillo y láudano. En esta revolución cultural, el nuevo cuento de miedo iniciado por Machen[1] representa el momento de protesta y evasión, el dolor por la pérdida de una paz idealizada, el horror contradictorio hacia un pasado bárbaro y terrible que aún acecha en las profundidades y también la transposición del objeto de la angustia.
Para huir de la violencia real, el joven galés se refugió en un mundo arquetípico. Superpuesto al Londres mísero y tiznado, soñó un Londres espiritualmente transmutado. Frente al horror de la gran ciudad mecanizada, huyó a los misterios paganos de su Gales natal. En sus cuentos aparecieron de nuevo las hadas y las ninfas de la mitología clásica. Exhumó literariamente los restos de la dominación romana en Gales y en sus ruinas —ruinas clásicas, ya no medievales— hizo revivir cultos horrendos, sacrificios humanos, sátiros y faunos, magia arcaica y ciencia hoy perdida por el hombre. Para Machen, en el saber de los antiguos hierofantes se escondía una verdad hoy olvidada y por eso lo sobrenatural ya es en él mucho menos sobrenatural.
Por último, debo señalar que Machen creó también un objeto ficticio de terror, que encauzó el terror real de los hombres, sublimándolo. Al transponer la causa del terror, al sustituirla por una inventada, Machen conjuró los miedos objetivos a la muerte violenta, al futuro incierto, al terrible pasado, a la revolución y a la contrarrevolución y al maquinismo cada vez más inhumano. La gente sentía angustia y Machen le dio una angustia sublimada que era a la vez espuela y bálsamo. El lector angustiado sentía el acicate del miedo como arte y, agotándolo como tal arte, sentía ese alivio que, según nos enseña la reflexología, es una magnífica recompensa para fijar una conducta.
Desde los tiempos de Machen, los motivos de ansiedad han ido aumentando, sobre todo en el mundo anglosajón. La guerra del 14, la revolución rusa, las crisis económicas, el fascismo y el gangsterismo crecientes, la guerra mundial por fin, han representado nuevos estímulos ansiógenos para el americano de los años veinte y treinta. Y, en la literatura, el terror ha seguido proporcionando un motivo ficticio para el miedo real, desviando al arte de sus orígenes y sublimándolo hasta hacerlo soportable. Igual que Joyce y Faulkner bucearon en los submundos psicológicos y sociales, mientras la música dodecafónica y el jazz y el cubismo y el surrealismo buscaban nuevos caminos estéticos, la literatura popular abandonó sus cauces clásicos. Dashiell Hammett orientó la novela policiaca en un sentido nuevo de violencia y sadismo y también de crítica social. Impulsada por los nuevos descubrimientos científicos, por la cuarta dimensión y por la relatividad, la literatura de anticipación abandonó los modos de Verne y de Wells y creó mundos improbables y probables, de sátira a veces y, otras, de pura evasión.
En la literatura fantástica, como es lógico, el pobre muerto —en el fondo tan inocente— resultó incapaz por si solo de torcer el curso del terror real, de desarraigarlo de sus orígenes objetivos. No sólo ya nadie creía en él, sino que ni siquiera daba miedo como en tiempos de madame du Deffand. Y los escritores fantásticos siguieron el camino de Machen y exploraron nuevos horizontes.
Por debajo de los terrores más superficiales y banales, descubrieron nuevos mundos —viejísimos mundos— de caos y horror. Igual que la razón crecía también hacia las profundidades, los cuentos de miedo —sus más fieles seguidores— ahondaron su campo de acción. Más allá del simple muerto y del castillo medieval, retrocedieron a épocas primitivas, prehistóricas, prehumanas, a épocas de oscuridad primigenia, de caos, de vagas formas protoplasmáticas del despertar del mundo. La arcaica capa geológica vino a simbolizar un estrato primitivo de la mente. Los terrores más antiguos de la humanidad resucitaron, como arte nuevo, al quedar liberados por el avance en profundidad de la razón. La viejísima creencia se convirtió en novísimo arte. Los terrores primitivos vinieron a ser antídoto del último terror.
Y así, Bram Stoker (autor de Drácula) revivió en La guarida del gusano blanco, su última novela, un horrible ser prehistórico que había llegado a nuestros días por un extraño camino evolutivo[2]. M. P. Shiel[3] y W. H. Hodgson[4] escribieron sobre terrores cósmicos. Lord Dunsany[5] inventó mundos oníricos de pura evasión. Algernon Blackwood[6] hizo protagonista de sus relatos al horror numinoso, a lo tremendum, a la fascinación de la naturaleza virgen. Pero, de todos ellos, el que mejor supo expresar la angustia de su tiempo —expresando simplemente la suya propia— fue Howard Phillips Lovecraft.
Lovecraft fue un adelantado y un hombre enfermo (o fue un adelantado por ser un hombre enfermo). Como enfermo, supo sintonizar con la angustia de su mundo. Pero desde sus años treinta hasta ahora, el terror ha ido en aumento y hoy siente todo el mundo lo que entonces sólo percibía un hombre angustiado. Lovecraft es un adelantado porque, a través de su ansiedad supo expresar, aún más que los miedos de su tiempo, los del mismo porvenir. Y, como tantas veces sucede, el escritor minoritario y desconocido se ha vuelto mayoritario y popular. Sus Mitos de Cthulhu se han constituido en la última mitología del siglo XX pero con la diferencia de que es ésta una religión para escépticos de que está distanciada, de que su autor no quiere hacerla pasar por verdad. Y, sin embargo, resulta verdadera, auténtica y sincera porque posee la verdad del arte: los Mitos de Cthulhu traducen en palabras y conceptos el terror de hoy, ese terror sin nombre que sólo puede expresarse mediante imágenes de sueño o de locura apocalíptica.
Lovecraft. Historia y leyenda
El principal creador de los Mitos de Cthulhu fue Lovecraft, cuya vida contradictoria rompe cualquier esquema preconcebido. Con él, el azar —bajo la forma de un individuo casual, de una familia pequeño-burguesa y neurótica como tantas, de una educación altanera y malsana— salió al encuentro de la necesidad. Su obra de solitario atormentado cayó en el terreno abonado de su sociedad.
Howard Phillips Lovecraft nació en Providence (Rhode Island) el 20 de agosto de 1890. Su padre, Winfield Scott Lovecraft, era un viajante de comercio pomposo y dictatorial que prácticamente nunca convivió con su hijo y que murió cuando éste tenía ocho años. Su madre, Sarah Susan Phillips —de la que él fue el vivo retrato—, era neurótica y posesiva y volcó todas sus muchas insatisfacciones en el pequeño Howard. Continuamente decía a éste que era muy feo, que no debía dar un paso lejos de sus faldas, que la gente era mala y tonta, que, como sus padres provenían de Inglaterra, él era de estirpe británica y, por tanto, ajeno al terrible país en que vivían. Recibió, pues, una educación aristocrática y ramplona, de gente bien venida a menos, pero orgullosa de sus tradiciones. Como era de esperar, se crió medroso y superprotegido, siempre entre personas mayores, solitario, fantástico, reprimido. Apenas jugaba con otros niños y, cuando lo hacía, le gustaba representar escenas históricas o imaginarias. Los otros niños no le querían y él se refugiaba en los libros de la magnífica biblioteca de su abuelo materno. Desde muy pequeño sintió una morbosa aversión al mar (según Wandrei, a partir de una intoxicación por comer pescado en malas condiciones). Se alimentaba preferentemente de dulces y helados y desde niño sufrió terribles pesadillas, lo que no es de extrañar, ya que, como enseña la psicología, el horror cósmico deriva de ese horror al vacío que con tanta frecuencia resulta inducido secundariamente por una educación superprotectora.
Siempre fue ateo. Hablando de sí mismo en tercera persona, dice el propio Lovecraft: «A pesar de que su padre era anglicano y su madre anabaptista, a pesar de que desde muy pequeño estuvo acostumbrado a los cuentecillos de rigor en un hogar religioso y en la escuela dominical, nunca creyó en la abstracta y estéril mitología cristiana que imperaba en torno suyo. En cambio fue un devoto de los cuentos de hadas y de las Mil y Una Noches, en los que tampoco creía, pero los cuales, pareciéndole tan ciertos como la Biblia, le resultaban mucho más divertidos». Su afán de maravillas indica, sin embargo, que, tal vez por el ambiente en que se educó, Lovecraft, aun radicalmente ateo, siempre sintió un profundo anhelo religioso que él mismo reprimió y sublimó. A los seis años descubrió las leyendas del paganismo clásico y se entusiasmó, llegando incluso, como juego —¡siniestro juego de niño solitario!—, a construir altares a Pan y a Apolo, a Atenea y a Artemisa y al benévolo Saturno, que gobernaron el mundo en la Edad de Oro. A los trece años, influido por las novelas policiacas, fundó una tal «Agencia de detectives de Providence», que obtuvo cierto éxito entre la chiquillería de vecindario. Pero pronto se cansó de este juego y volvió a su soledad, a leer cuentos fantásticos y terroríficos y también a escribirlos. Su primer relato —La bestia de la cueva, imitación de los cuentos terroríficos de la tradición gótica— fue escrito a los quince años de edad.
En su adolescencia, racionalista y lógico cien por cien, se dedicó a imitar a los escritores del siglo XVIII. Sentía predilección por todo lo antiguo, pero en especial por este siglo. Lovecraft era un reaccionario terrible. Sentía un miedo visceral por todo lo nuevo, e incluso deploraba la independencia de su país (a la que denominaba «el cisma de 1776»). Él se consideraba británico cien por cien y adoraba todo lo que le recordase el pasado colonial de su patria. «Todos los ideales de la moderna América —basados en la velocidad, el lujo mecánico, los logros materiales y la ostentación económica— me parecen inefablemente pueriles y no merecen seria atención» —escribiría más adelante—. Pero, en vez de buscar un futuro mejor, su protesta se plasmaba en un intento de retorno a un pasado ya muerto.
Educado en un santo temor al género humano (exceptuando de éste a las «buenas familias» de origen anglosajón), creía que nadie es capaz de comprender ni de amar a nadie y se sentía un extranjero en su patria. Para él, «el pensamiento humano… es quizá el espectáculo más divertido y más desalentador del globo terráqueo. Es divertido por sus contradicciones y por la pomposidad con que intenta analizar dogmáticamente un cosmos totalmente incógnito e incognoscible, en el cual la humanidad no constituye sino un átomo transitorio y despreciable; es desalentador porque, por su misma índole, nunca alcanzará ese grado ideal de unanimidad que permitiría liberar su tremenda energía en provecho de la raza humana». Unas líneas más abajo escribe: «El conflicto es la única realidad ineludible de la vida». Y él, incapacitado para la lucha, se encerró en el pesimismo de su soledad impotente, entre dos viejas tías solteronas, rodeado de muebles antiguos y empolvados. Hasta los treinta años no pasó una noche fuera de su casa. Filosóficamente, se consideraba «monista dogmático» y «materialista mecanicista» y era en realidad un escéptico radical, absoluto, autodestructor. Para él, el colmo del idealismo era pretender mejorar la situación del hombre.
Y así fue su vida que luego se convirtió en leyenda: una vida de penuria económica, de represión y soledad, de amargura y pesimismo. Odiaba la luz del día. Pero en las noches revivía para leer, para escribir, para pasear por las calles solitarias —sin enemigos ya— y, sobre todo, para soñar. Lovecraft vivía por y para sus sueños. En ellos experimentaba «una extraña sensación de expectación y de aventura, relacionada con el paisaje, con la arquitectura y con ciertos efectos de las nubes en el cielo». Este goce estético fue el que, según Derleth le impidió suicidarse.
A los veintitantos años, Lovecraft abandonó su estilo dieciochesco y adoptó el de su gran ídolo de entonces: lord Dunsany. Los Cuentos de un Soñador, El Libro de las Maravillas y Los Dioses de Pegana se convirtieron en sus libros de cabecera. Y en 1917, a los veintisiete años de edad, publicó su primer relato fantástico: Dagon, en la revista Weird Tales. A éste siguieron otros, la mayor parte de los cuales se publicó en la misma revista.
En 1921 sucedieron dos hechos que habrían de cambiar la vida del joven Howard. La pequeña fortuna familiar se había ido agotando y, por fin, cayó por debajo del mínimo vital. En el mismo año falleció su madre, que hasta entonces lo había tenido poco menos que secuestrado. Howard se sintió en el vacío, perdido en el mundo, solo ante la sociedad hostil. Pero reaccionó en forma positiva. Él sólo sabía hacer una cosa: escribir. Y decidió ganarse la vida como escritor de cuentos de miedo, como crítico, como corrector de estilo, como lo que fuese, con tal de que tuviera relación con la pluma. Y así, entre su flaca renta y sus magros ingresos profesionales, fue tirando con más duras que maduras.
El trabajo, sin embargo, abrió notablemente su panorama social. A la fuerza tuvo que relacionarse con gente y, aunque sus cuentos pasaron inadvertidos por el gran público, hubo quienes se interesaron en ellos y escribieron al autor. Y este hombre hosco y solitario que decía aborrecer al mundo —cuando lo que le pasaba en realidad es que se sentía o se creía rechazado por él— se convirtió de pronto, en sus cartas, en un muchacho alegre y entusiasta, capaz de escribir larguísimas epístolas a cualquier lector adolescente y desconocido.
Y entre sus corresponsales —escritores conocidos, noveles o aficionados— se fue creando el que más tarde se llamaría «Círculo de Lovecraft». Lovecraft exultaba. «Mis cartas —escribió a uno de sus amigos— constituyen una faceta más de mi gusto por lo antiguo. Como usted sabe, el arte epistolar fue asiduamente cultivado en el siglo XVIII, que es mi siglo predilecto». Y, un poco más abajo, confiesa: «Este intercambio de ideas me ayuda considerablemente a superar la estrechez de horizontes que siempre amenaza mi existencia de hombre solitario». Sus cartas eran realmente prodigiosas y en ellas hacía gala de una gran cultura, de inagotable fantasía e incluso de un magnífico humor. Bautizó a sus corresponsales y amigos con nombres exóticos y sonoros: Frank Belknap Long se convirtió en Belknapius, Donald Wandrei en Melmoth, August Derleth en el Conde d’Erlette, Clark Ashton Smith en Klarkash-Ton, Robert Bloch en Bho-Blok, Virgil Finlay en Monstro Ligriv, Robert Howard en Bob-Dos-Pistolas. Él mismo firmaba sus cartas como el sumo sacerdote Ech-Pi-El (transcripción fonética inglesa de sus iniciales H. P. L.), como Abdul Alhazred o como Luveh-Kerapf. «Sus fórmulas de despedida —dice Ricardo Gosseyn— son casi siempre como éstas: Suyo, por el signo de Gnar, Abdul Alhazred; Suyo, por el Pilar de Pnath; Suyo, por el Ritual Gris de Khif, Ech-Pi-El». Los que sólo le conocían por carta le pintan como un hombre afable, bondadoso, cordial. Los que llegaron a viajar para conocerle en persona corroboran esta impresión. «Era un hombre inteligente y objetivo» (Robert Bloch). «Era uno de los hombres más humanos y comprensivos que he conocido en mi vida» (Clifford M. Eddy, Jr.). «Poseía un encanto y un entusiasmo juveniles» (Alfred Galpin). «Jamás y de ninguna manera fue un hombre solitario y excéntrico. La lógica y la razón gobernaban todas sus actividades» (Donald Wandrei). Robert Bloch dice que, si bien es cierto que Lovecraft fomentó su propia leyenda, también lo es que viajó, que se escribió con mucha gente, que estaba siempre al corriente de la filosofía, la política y la ciencia de su época. «El cuadro del hombre retraído y solitario que persigue sombras y pasea de noche en antiguos cementerios —dice Bloch— no es completo». Y añade: «La rareza de Howard Phillips Lovecraft —si es que hubo tal rareza— residió en que su torre de marfil estaba mejor construida y era más bella que la mayoría de ellas y en que invitaba al mundo entero a visitarla y a compartir sus riquezas».
He aquí, pues, a un Lovecraft radicalmente distinto del que debieron conocer los vecinos de su calle. ¡Curioso personaje! Pesimista y entusiasta, amargado, amable, bondadoso, misántropo, utópico y soñador, vulgar, gris, avaro, generoso, ocultista y racionalista a la vez, amigo fiel y comprensivo, racista, materialista, humanitario, realista y fantástico, simpático, abierto, solitario, ateo, degenerado, loco, prodigio de inteligencia, creador de mundos, fracasado y triunfador, aficionado a los helados como un niño y a los gatos como una solterona, ¿cómo era de verdad este hombre alto y desgarbado, feísimo, de enorme mandíbula, ojos de pez y voz chillona? Pues es seguro que era todo eso y más que se me olvida. El hombre es siempre una estructura dialéctica de elementos contradictorios y, según unos ambientes u otros, según la gente que le rodea o su situación social, son unos u otros elementos los que predominan o son percibidos. Entre sus amigos se sentía admirado y querido, se sentía seguro y volcaba en ellos todo su amor reprimido. Ante la sociedad pragmática y violenta de su país era un hombre aterrado y retraído que soñaba con vagas utopías pacifistas. En contacto con los inmigrantes pobres brotaba su orgullo aristocrático y los odiaba. Se cuenta que, en cierta ocasión, tres ciegos palparon un elefante. Uno palpó su trompa y dijo: «El elefante es como una gran serpiente». Otro palpó su flanco y dijo: «El elefante es como una roca». Un tercero palpó una pata y dijo: «El elefante es como un árbol». Lo mismo sucede con Lovecraft. Cada cual intenta reducirlo a la faceta que en él descubrió, que está determinada sobre todo por el ángulo desde el que lo estudia. Pero Lovecraft, como todo ser humano, posee una riqueza que no puede reducirse a un esquema simplista.
La amistad postal y multilateral del Círculo de Lovecraft pronto se reflejó en su obra literaria. Sus corresponsales empezaron a salir en sus cuentos: Derleth, como el conde d’Erlette, autor de un horrible libro titulado Cultes des Goules, y también como Danforth (En las montañas de la locura)[7] o Wilmarth (El que susurra en la oscuridad)[8]; Ashton Smith, como autor de abominables esculturas y de poemas cósmicos (lo que era en realidad); Robert Bloch, como Robert Blake, ocultista víctima de sus propias magias… Por su parte, sus amigos hicieron aparecer a Lovecraft —como Ech-Pi-El, como Luveh-Kerapf, como Ward Phillips o bajo cualquier otro nombre— en sus propios relatos. Frank Belknap Long y Donald Wandrei despertaron también su interés por la fantasía científica. Y sobre todo —cosa curiosa aunque lógica— esta apertura de horizontes hizo de él un escritor realista. «¡Cómo! —exclama Bloch— ¿Realismo en la obra de H. P. Lovecraft? ¡Pues claro que sí! ¿Quién como él ha descrito con tanta exactitud y tan convincentemente las zonas rurales de su Estado? ¿Quién sino él ha sabido pintar con suma claridad la decadencia de las gentes y de las costumbres de esta región?». En esta segunda época, el propio Lovecraft se declara realista: «Estoy plenamente convencido de que, en esencia, toda mente creadora es fruto que crece del humus de su propia tierra natal y de que ningún material literario se adapta a aquélla tan perfectamente como el rico colorido y los antecedentes históricos de ésta. Ya habrán observado ustedes que en mis cuentos he puesto mucho de mi propia Nueva Inglaterra». Según Bloch, Lovecraft «poseía todos los atributos del escritor regionalista». Fue historiador, economista y sociólogo de Nueva Inglaterra. «Nueva Inglaterra, que antaño fue la tierra de Thoreau y de Hawthorne —afirma Bloch— es hoy y será en lo sucesivo la tierra de H. P. Lovecraft». «Las viejas calles de Providence —escribe W. T. Scott— han sido visitadas durante generaciones por el mágico recuerdo de la intensa y oscura figura, a veces vacilante, de Edgar Allan Poe. Creo que ahora podemos ver al fin que otro caballero más delgado, ascético y alto se ha unido a él, se pasea con él y es más especialmente nuestro».
De esta su época de apertura datan los primeros Mitos de Cthulhu. El primero de sus relatos perteneciente a este ciclo es La Ciudad sin Nombre (1921)[9], que todavía conserva el estilo dunsaniano de su juventud. En El Ceremonial (1923) aún quedan algunos rasgos dunsanianos, pero la acción transcurre ya en Nueva Inglaterra. Sus cuentos, aun los no pertenecientes a los Mitos, se sitúan ya indefectiblemente en su región natal, casi siempre en sus zonas rurales. A partir de La llamada de Cthulhu (1926), los Mitos adquieren su forma adulta y definitiva, en colaboración con todo el Círculo de Lovecraft. Cada uno de sus amigos puso su granito de arena: el uno se inventó un nuevo dios; el otro, un nuevo libro de oscuro saber olvidado; el de más allá, una situación, un detalle, un ambiente. Los Mitos de Cthulhu son, pues, obra colectiva que cristalizó en torno a un hombre solitario.
También de esta época de apertura social data su amistad con Sonia Greene, diez años mayor que él. Lovecraft era entonces un asiduo colaborador de revistas de aficionados y ella trabajaba en la United Amateur Press Association. Alfred Galpin la pinta como «una especie de Juno dominante, de magníficos ojos y cabellos negros». Lovecraft, ante ella, debió sentirse de nuevo niño superprotegido y asustado. Sin duda vio en ella una imagen de su madre perdida, secretamente anhelada. Y, en 1924, se casó con ella, yéndose a vivir a Brooklyn. Estos matrimonios edipianos suelen salir mal. No puedo por menos de evocar aquí la figura de Poe, tan paralela en muchísimos sentidos a la de Lovecraft. También Poe vivió siempre hechizado por el espectro de su madre muerta y también se casó con una imagen simbólica de ella. En el caso de Poe, se sabe que su matrimonio fue blanco. En el de Lovecraft, que sentía verdadero horror al sexo. Sea como fuere, Lovecraft y su mujer se separaron a los dos años de casados, divorciándose tres después de la separación. La ruptura del matrimonio fue debida, según él, a «dificultades económicas más crecientes divergencias en cuanto a aspiraciones y necesidades».
Tras la separación, Lovecraft regresó a Providence y se dedicó a escribir, a leer, a investigar la historia de Nueva Inglaterra. Hizo algunos pocos viajes y, sintiéndose definitivamente fracasado en el mundo, se hundió de nuevo en su antigua misantropía que, en realidad, nunca le había abandonado del todo.
Murió de cáncer intestinal e insuficiencia renal el 15 de marzo de 1937, en el Jane Brown Memorial Hospital de Providence. Tenía cuarenta y siete años. Después de su muerte, sus amigos y admiradores —sobre todo Donald Wandrei y August Derleth— se dedicaron a recopilar sus cuentos dispersos o inéditos y a publicarlos. En torno a la naciente leyenda de Lovecraft crearon una editorial —Arkham House— cuyo mismo nombre está tomado del de la imaginaria ciudad donde aquél situó varios de sus relatos. La editorial tuvo un éxito cada vez mayor, Lovecraft fue saliendo del olvido en que vivió y aparecieron infinidad de imitadores que —inevitablemente— representaron el principio de la decadencia literaria de los Mitos. Al popularizarse la obra de Lovecraft, empezó también a desarrollarse su leyenda de rondador de cementerios, de sabedor de secretos prohibidos, de practicante de cultos abominables, de creyente en sus propios Mitos de Cthulhu. Los americanos —dice Maurice Lévy— quisieron explicar los monstruos de Lovecraft, haciendo de éste un monstruo.
Creo yo, sin embargo, que, si llamamos monstruoso a lo patológico, Lovecraft sí fue un monstruo (y aquí enfoco yo su figura polidimensional desde mi ángulo psicopatológico). Pero su monstruosidad apenas se reflejó en su vida externa. Exteriormente, fue un hombre vulgar, tímido, afable, educado y desvaído, que ni siquiera fue huraño. Lejos de creer en magias y esoterismos, fue siempre un hombre lógico, materialista, racionalista, ateo. Su vida pública fue una vida más, una vida humilde de pequeño burgués fracasado. Sus amigos le querían porque él, ante ellos, se sentía liberado y manifestaba todo su apasionado entusiasmo reprimido. Las demás personas le debieron ignorar por completo. ¿Por qué le iban a odiar?
La tragedia de Lovecraft, su epopeya, su lucha, su drama, fueron interiores. Él se sentía solo, destrozado, en pugna con la sociedad. Para huir de ésta, él se quería británico, lo que para él significaba puro, inmaculado. Como todos los hombres angustiados, sentía horror por la suciedad, por la descomposición, por la mezcla. Dice Maurice Lévy que acaso sus monstruos —o algunos de ellos— procedan de una transmutación literaria del americanísimo concepto del melting pot, es decir, del crisol donde se unen razas distintas. Le horrorizaban los pobres porque estaban sucios y derrotados, porque eran brutales y zafios, porque incluso muchos de ellos no hablaban inglés. Amaba la Nueva Inglaterra colonial porque aún no había sido mancillada por «esa chusma de extranjeros miserables venidos de la Europa Continental». En una de sus cartas relata un viaje a los barrios bajos de Nueva York y dice que él caminaba por el centro de la calzada para no rozar esa «horda italo semítico-mongoloide» que pululaba, leprosa, llena de llagas y podredumbre, en las aceras. No es difícil adivinar a estos mendigos costrosos tras los seres degenerados, los monstruos híbridos y las criaturas ajenas e inhumanas que pueblan sus relatos.
Teniendo en cuenta la personalidad de Lovecraft, no es de extrañar que, hacia el final de sus días, en los años treinta, simpatizara con los fascismos crecientes. Fue la suya, sin embargo (y acaso la de muchos), una simpatía de neurótico que necesitaba orden para vencer su propio desorden, de fracasado que anhelaba poder, de hombre torturado por su propia lógica inexorable, de niño enfermizo y delicado que teme al obrero hirsuto, y también de hombre espiritualmente malsano que necesitaba pureza. Para él, la pureza era la raza nórdica, más bella y más limpia a sus ojos, más familiar y más suya que los extranjeros morenos, bajitos y sucios, de hablas exóticas, que invadían su amada Nueva Inglaterra. Pero, por otra parte, Lovecraft odiaba la violencia y la dictadura y hubiera deseado poder ser lo que él denominaba idealista: creer en la perfectibilidad del hombre y de la sociedad. Condenemos el nazismo como fenómeno social, pero, antes de condenar al individuo llamado Lovecraft, comprendamos sus complejas motivaciones de hombre enfermo. En el origen de su profascismo laten su odio neurótico al hombre y a la sociedad, su educación aristocrática, medrosa y miserable, su incapacidad ante la vida práctica y también su protesta social. Como tantos otros soñadores de su clase social, vio en el fascismo un nuevo orden luminoso, un alborear real de utopías gloriosas en las que apenas se atrevía a creer. Y, acaso por esto, sus simpatías políticas quedaron por completo sepultadas en su vida secreta, no apareciendo, sino bajo un grueso disfraz, en su obra literaria. Públicamente, tampoco adoptó jamás postura política alguna ni tuvo el menor contacto con ninguna de las muchas asociaciones pro-nazis que florecieron entonces en los Estados Unidos. Su pro-fascismo fue puramente imaginario, ideal, fantástico como sus cuentos. No cabe duda, por otra parte, de que a este hombre aristocrático y con anhelos de limpieza le habría molestado muchísimo que los «puros arios» hubieran tildado su obra de «arte burgués degenerado» como indudablemente habría sucedido; pero, como murió en 1937, no se puede adivinar cuál hubiera sido su postura definitiva ante el ulterior ascenso del nazismo, ante la guerra y ante las atrocidades descubiertas más tarde.
Otro rasgo característico de la vida secreta de Lovecraft, rasgo opuesto y complementario, dialécticamente vinculado a sus temores irracionales, fue su materialismo mecanicista, su lógica implacable. Esta lógica y este materialismo estrechos corresponden al mundo sensato y romo, ridículamente digno, en que se educó. Parafraseando a Letamendi, «el médico que sólo medicina sabe ni medicina sabe», podría decirse que el racionalista que sólo es racionalista, no es ni siquiera racionalista. Lovecraft se aferró al racionalismo estrecho y rígido del siglo XVIII y, al hacerlo, no pudo asimilar, en una razón más amplia, las fantasías nacidas de su situación vital. El yo consciente de Lovecraft estuvo siempre al milímetro y en él no cupo la vida cambiante y contradictoria. Uno de sus ensayos termina con estas palabras profundamente significativas: «¡Idealismo y materialismo, ilusión y verdad!». En ellas se refleja la contradicción lovecraftiana entre la razón y la sinrazón. Se declara materialista, en efecto, pero, aparte su sentido conceptual explícito, esa frase tiene un significado afectivo implícito de decepción y lástima: ¡Qué pena que las cosas sean así! ¡Qué pena que el mundo sea bajo y miserable! ¡Qué pena que no se pueda arreglar! (Y no olvidemos que el más delirante idealismo era creer en la perfectibilidad del hombre y de la sociedad). Y también: ¡Qué pena que los sueños sueños sean tan sólo!
En suma, por miedo a la vida infinitamente rica en contradicciones, Lovecraft se aferró a un materialismo estrecho y a una ética caduca que engendraron, como es habitual, un irracionalismo compensador. En Lovecraft sin embargo, este irracionalismo fue vencido, dominado y reprimido por la razón. Por eso, en rigor, no se puede calificar a Lovecraft de irracionalista, ya que éste es un término filosófico aplicable al que expresa, como pretendida verdad metafísica, lo que sólo es una racionalización de sentimientos. Pero Lovecraft nunca pretendió creer en su irracionalismo ni hacer creer a nadie en él. Sus sentimientos no se hicieron metafísica, sino arte. A su represión debemos su alucinante obra literaria. Lo reprimido siempre se manifiesta de una u otra forma. Como compensación de su seco mecanicismo dominante, Lovecraft tuvo sueños maravillosos y terribles que supo describir con arte. En sus relatos encontró expresión mítica la vida reprimida de sus sentimientos. En ellos supo sublimar las fantasías que rechazaba su intelecto formalista.
Él sentía con enorme intensidad el misterio numinoso del mundo, pero precisamente su racionalismo le impedía caer en la creencia. En sus relatos inventó, pues, una mitología fantástica que le permitió expresar sus emociones más complejas y extrañas en un plano estético donde no turbaban la visión del mundo que le exigía su razón, no por estrecha menos pura. De haber nacido hace milenios, acaso Lovecraft hubiera sido un profeta o un visionario. En el siglo XX y con su escepticismo radical, fue sólo —pero nada menos— que un creador de arte. Como Poe —otro hombre desgarrado entre una lógica inflexible y los terrores fantásticos del alma— supo transmutar sus dolores en arte. Su obra contiene, pues, el germen de una religión. Pero este germen, en vez de orientarse hacia la creencia, creció en un plano puramente estético de ficción sabida y aceptada. Los Mitos de Cthulhu constituyen una religión, con sus profetas y sus libros canónicos, con sus lugares sagrados, su hagiografía, su dogma, su culto y su ética. Pero en ella no creyó ni su propio creador.
Génesis y estructura de los Mitos
El elemento fundamental de los Mitos, su materia prima —tanto desde un punto de vista genético como estructural— es la angustia cósmica del ateo Lovecraft y su expresión simbólica onírica. Es evidente —dice George W. Wetzel— «que detrás de la formación de los Mitos de Cthulhu había una profunda motivación psicológica. (…) Al descubrir que la religión era un absurdo, quedó en él un vacío que intentó llenar con un mundo místico imaginario». Este ansia religiosa frustrada, determinada por las circunstancias de su vida real, prolongada durante toda ella y manifestada en pesadillas especialmente vívidas, actúa como proyecto totalizador en torno al cual se van a ir estructurando elementos diversos y hasta contradictorios para dar origen a los Mitos. Cada uno de dichos elementos no se superpone mecánicamente a los anteriores, sino que se integra con ellos en un conjunto cada vez más amplio. Por otra parte, cada elemento de la estructura de los Mitos es, a su vez, otra estructura que había tenido su propia génesis anterior.
Desde niño sufrió Lovecraft pesadillas terribles, pesadillas numinosas en que el terror adoptaba vagas formas arquetípicas, que él siempre quiso sublimar en obras de arte. Los primeros intentos de Lovecraft adolescente por dar forma estética a sus sueños se encuadran en la tradición del cuento de miedo anglosajón. Imitó los cuentos góticos prerrománticos, pero en seguida se sintió atraído por Edgar Poe, cuya influencia es, a mi juicio, la primera que sufrió Lovecraft.
Es muy interesante recalcar que Lovecraft, desde sus comienzos, se situó en la línea del cuento de miedo, más aun, del cuento de miedo americano. La novela gótica inglesa —Ana Radcliffe, M. G. Lewis— había cambiado de estilo arquitectónico al trasplantarse a los Estados Unidos. En América no había castillos góticos ni ruinas medievales. Las únicas ruinas eran las de su pasado colonial. Y los cuentos de miedo americanos —Brockden Brown, Hawhorne, Poe— tomaron por escenario esos caserones llenos de columnas, de escalinatas, de tejadillos y de porches que habían quedado en el país como memoria física de la dominación inglesa. «Mis terrores no son de Alemania —decía Poe— sino del alma» y Harry Levin, refiriéndose a Poe, escribió: «El castillo en ruinas no era sino el palacio encantado de su propia mente, que aparece así terriblemente desintegrada en La Caída de la Casa Usher». Lo mismo sucede con Lovecraft. Su amor por el siglo XVIII colonial sólo sirvió para poner de manifiesto que aquella época había muerto irrevocablemente. El palacete, símbolo de los tiempos coloniales, estaba en ruinas. No importaba. Lovecraft —como cualquier romántico— amó antes las ruinas del pasado querido que las construcciones nuevas de un presente odiado; pero, al amarlas, amó la muerte. También en él la casa en ruinas era símbolo de su desolación interior. De ahí que su primera influencia —nunca desechada posteriormente— fuera la de Poe, tanto la del Poe macabro de Valdemar como la del Poe lírico y misterioso de Silencio.
Por otra parte, ya hemos visto cómo el niño Lovecraft se había sentido muy atraído por el paganismo clásico. Pues bien, Lovecraft adolescente fue un lector infatigable de religiones comparadas o sin comparar y llegó a conocer a fondo los mitos y los ritos de los salvajes y los cultos terribles de Egipto, de Babilonia y de la América precolombina. Su mismo amor por el siglo XVIII también le había llevado a leer los poemas cosmogónicos y numinosos de William Blake[10] y todas estas lecturas abrieron ante él un inmenso mundo de fábula espantosa, de verdadero terror cósmico, que armonizaba perfectamente con el de sus eternas pesadillas. Lovecraft fascinado por el vértigo de las profundidades, abandonó el macabro terror gótico y se dejó caer en el abismo de los sueños. Y así, en el joven Lovecraft, el Poe de Silencio o de Sombra[11] prevaleció sobre el Poe macabro e, integrándolo, se continuó, muy naturalmente, con la pura fantasía de lord Dunsany. En efecto, es indudable que entre el Poe de Silencio y los Cuentos de un Soñador de Dunsany existe un común denominador: el estilo bíblico, los nombres sonoros y exóticos, el irrealismo onírico, el fondo numinoso de religión arcaica. Sin embargo, en Dunsany no suele haber ecos terroríficos, como en Poe. Al contrario, en él se advierte cierto impulso triunfalista y épico de sagas nórdicas y mitos célticos. Era, no obstante, muy fácil integrar el terror en la estructura del mundo dunsaniano y Lovecraft lo hizo con toda naturalidad.
La fase dunsaniana de Lovecraft —a la que pertenecen sus primeros cuentos publicados— corresponde a su punto culminante de irrealismo y evasión, a la época en que vivía encerrado con su madre y sus dos tías y aún no había pasado una noche fuera de su casa. Su ansia de misterio numinoso, estimulada por las mitologías leídas y por las pesadillas soñadas, encontró un medio de expresión adecuado en el estilo dunsaniano, propio del libro maravilloso y sagrado, en los nombres sonoros de dioses olvidados, en la descripción de templos sepultados y de civilizaciones perdidas, en las cúpulas resplandecientes y en las inmensas torres de los cuentos de Dunsany. El camino para llegar a este mundo místico y fantástico era también dunsaniano y el único que podía seguir un joven tímido y solitario: los sueños. Además, Lovecraft era un soñador. Según él mismo refiere, sus pesadillas eran terribles y grandiosas, sorprendentemente vívidas y conexas. Con estos materiales, creó un vasto mundo onírico que no fue sólo épico y legendario, sino terrorífico también, porque en los sueños de Lovecraft el terror era elemento imprescindible.
Este escalón dunsaniano —que no es exclusivamente dunsaniano porque en él estaban también integrados Poe, Blake y muchos elementos tomados de religiones orientales o primitivas— es un escalón muy importante en la génesis de la estructura de los Mitos. El propio Lovecraft decía que sus Mitos se inspiraban principalmente en la obra de Dunsany. Sin embargo, es ésta, a mi juicio, una verdad a medias. Aún admitiendo que haya estado presidida fundamentalmente por la figura de Dunsany, su llamada fase dunsaniana es en sí una estructura —relativamente acabada, eso sí— que sólo corresponde a determinada situación de su vida. Pero, al ir modificándose ésta, dicha estructura fue integrando en sí nuevos elementos que la modificaron a su vez, hasta producir en ella por fin una mutación cualitativa. El dunsanismo persistió en ella, pero ya como un elemento más, subordinado a la estructura de la nueva totalidad y, por tanto, transmutado.
Naturalmente, Lovecraft continuó soñando y sus relatos siguieron conteniendo una base onírica. Sin embargo, cuando, fallecida su madre, Lovecraft se abrió un poco al mundo y empezó a trabajar y a mantener correspondencia, comenzaron a entrar en su vida nuevos elementos, nuevos horizontes, nuevas lecturas y nuevos modos de considerar sus viejas lecturas. El estilo maravilloso y poético de Dunsany empezó a revelarse insuficiente. Para expresar ante el mundo sus sueños, Lovecraft necesitaba instrumentos más mundanos. La vía puramente onírica de Dunsany no le bastaba ya para dar a sus sueños una estructura más verosímil, Lovecraft necesitaba el apoyo de la razón, de la ciencia, de la realidad, de las nuevas tendencias de la literatura fantástica. Lo que he llamado estructura dunsaniana fue asimilando estos elementos nuevos o renovados hasta que, colmada su medida de evolución cuantitativa, se produjo el salto dialéctico a su fase madura, a la de los Mitos de Cthulhu.
Los primeros elementos que adoptó fueron los que le proporcionaba la nueva tendencia del cuento de miedo iniciada por Machen. Es muy posible que Lovecraft conociese ya de antes este estilo de cuentos, pero es significativo que fuese entonces cuando lo adoptase para sí. En efecto, desde Dunsany como punto de partida, los cuentos de miedo de la nueva escuela representaban un paso de gigante hacia el realismo y hacia la asimilación de las nuevas conquistas de la ciencia y de la filosofía.
El mundo onírico-dunsaniano se fue enriqueciendo. De Machen integró en él los cultos de la antigüedad clásica, los afanes arqueológicos, la desintegración de la figura humana en un magma amorfo, los símbolos resplandecientes y tetradimensionales, las doctrinas esotéricas de ciertas sociedades secretas, el materialismo de explicar lo sobrenatural mediante secretos científicos hoy olvidados. De él tomó también tres detalles concretos: el arcaico e imaginario lenguaje aklo, los misteriosos Dôls[12] (seres jamás descritos que aparecen en los Mitos con el nombre de Dholes o Doels) y el Gran Dios Nodens, señor de los abismos[13]. De Algernon Blackwood tomó la existencia de seres primordiales que han sobrevivido hasta nuestros días y la fascinación por la naturaleza virgen personificada en vagas divinidades incorpóreas, elementales y terribles, aterradoras por su misma grandiosidad. Uno de esos dioses naturales y prehumanos, el Wendigo, ingresó más tarde en los Mitos por la pluma de Derleth y con el nombre de Ithaqua, El Que Camina En El Viento[14]. En homenaje a Blackwood, Lovecraft utiliza, como lema de La llamada de Cthulhu[15], esta frase de aquel autor: «Es concebible que tales potencias o seres hayan sobrevivido desde una época infinitamente remota en que la conciencia se manifestaba quizá a través de cuerpos y formas que ya hace tiempo se retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad, formas de las que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo bajo el nombre de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie». Júzguese, por esta frase, lo mucho que a Blackwood debe Lovecraft.
Esta idea, sin embargo, no era sólo de Blackwood. También se encontraba en La guarida del gusano blanco última novela de Bram Stoker, y en el fabuloso Moon Pool[16] de Abraham Merritt que también influyeron en la obra de Lovecraft. En la novela de Meritt sale cierto Morador del Estanque que parece tomado de un cuento de Lovecraft. Se trata de un ser ultraterreno y andrógino que brota, cuando hay luna llena, de ciertas arcaicas ruinas polinesias y se manifiesta, entre cánticos lejanos y campanas cristalinas, como un conglomerado de luces resplandecientes. Su presencia produce éxtasis y terror. Un personaje que se salva de ser arrastrado por el Morador a su mundo incógnito, dice que, ante su presencia, sintió «como si el alma helada del Mal y el alma radiante del Bien hubiesen penetrado juntas en mí».
De La casa en el confín de la tierra, de Hodgson, tomó la existencia de larvas espirituales en dimensiones paralelas y de puertas místicas que permiten su acceso, y, sobre todo, el horror cósmico, el frío infinito de los espacios interestelares. En su Nube Purpúrea, M. P. Shiel habla de «una acumulación de columnas basálticas, semejantes a un destrozado templo antediluviano». De él tomó Lovecraft ciertos paisajes, ciertas formas grandiosas de la naturaleza que parecen sugerir una mano prehumana y la desolación de los desiertos polares [17]. Del Gordon Pym de Poe[18] —releído o repensado o resentido— tomó este mismo sentimiento de horror cósmico y hasta un detalle muy concreto: el misterioso grito «¡Tekeli-li!» que resuena en el aire quieto, en la infinita soledad blanca de la Antártida de Poe. El pacífico dios Hastur —dios de los pastores en Ambrose Bierce, que también fue utilizado por Chambers— se convirtió en una deidad terrorífica en Lovecraft. La mítica ciudad de Carcosa —que Chambers también había tomado de Bierce— se convirtió en uno de los centros místicos de la nueva religión lovecraftiana.
The King in Yellow, de R. W. Chambers produjo una gran impresión en Lovecraft. Se trata —según este último— de una serie de relatos breves vagamente relacionados entre sí en torno a cierto libro monstruoso y prohibido, cuya lectura origina terror, locura y tragedia. En ese libro maldito —que precisamente se llama The King in Yellow— no es difícil ver un antepasado directo del lovecraftiano Necronomicon. En los cuentos de Chambers también se habla de Carcosa, de Hastur, del lago de Hali y de las Híadas[19].
Sería interminable la lista de los elementos que se fueron integrando en los Mitos. A partir de la creación del Círculo de Lovecraft, sus amigos empezaron a aportar ideas nuevas, a sugerir lecturas de libros, a añadir dioses al panteón lovecraftiano y volúmenes a su mística biblioteca imaginaria. Frank Belknap Long concibió sus atroces Perros de Tíndalos. Clark Ashton Smith inventó al dios Ubbo-Sathla, fuente de toda vida terrena, que luego Derleth convirtió en Padre de los Primigenios. Derleth y Schorer[20] inventaron los Dioses Arquetípicos, rivales de los Primordiales. El Libro de Eibon es invención de Clark Ashton Smith[21]; la Cábala de Saboth, el Daemonolorum y De Vermis Mysteriis, de Bloch; los Cantos de Dhol y las Invocaciones a Dagon, de Darleth[22]. Este último intentó con ahínco sistematizar los Mitos, que, para él, son «una distorsión de antiguas leyendas cristianas reducidas a sus elementos más simples: una interacción de la lucha cósmica entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal» (lo cual acaso sea cierto en los relatos de Derleth, pero no en los de Lovecraft).
Wandrei y Belknap Long aportaron elementos de science-fiction que sería prolijo enumerar e instaron a Lovecraft para que leyera este tipo de literatura. Se podría hablar extensamente de la fantasía científica —la teoría de la relatividad, los viajes en el tiempo, llegada de seres extraterrestres en la prehistoria de la humanidad—, de las esculturas fantásticas de Clark Ashton Smith —que a Lovecraft le parecían cinceladas por manos no humanas— y del Libro de los Malditos de Charles Fort —tan caro a la revista Planeta—, del cual tomó Lovecraft la técnica de explicar fenómenos diversos, pero simultáneos, de todo el mundo por una sola causa común: el monstruo del Loch Ness, la serpiente de mar, el yeti son sólo eslabones aislados de una cadena que aún está por reconstruir, trasuntos muy humanizados ya de las atroces entidades primigenias.
A partir de la muerte de su madre, Lovecraft empezó a viajar. A. E. Rothovius nos cuenta la impresión que en aquél produjo la contemplación de ciertos megalitos prehistóricos existentes en Nueva Inglaterra. El propio Lovecraft relata el horror que le produjeron los míseros inmigrantes «ítalo-semítico-mongoloides» de Nueva York. También entonces leyó libros de ocultismo y religiones esotéricas, que abrieron ante él mundos fantásticos de figuras mágicas de frases cabalísticas y de gestos dotados de poder. Su adición por los viejos volúmenes de nombres místicos, por los pentáculos mágicos, por los dioses olvidados, se vio muy alentada por estas lecturas.
Todos estos elementos, diversos y algunos contradictorios, se integraron en el mundo dunsaniano de Lovecraft, reventándolo desde dentro. La totalidad rota tuvo que estructurarse en una forma nueva, en la que los mismos elementos de antes cambiaron de función. El mundo onírico, vagamente oriental, de su primera época se convirtió en la Nueva Inglaterra realista de los Mitos y de otros relatos de su madurez. El puro espíritu tuvo que apoyarse en la nueva física relativista para poderse manifestar. A este respecto, escribe Wetzel: «A través de su sobrenaturalismo mecanicista, Lovecraft transmutó los tres elementos fundamentales del cuento de miedo (fantasmas, demonios, magia) en algo casi enteramente nuevo»: los símbolos mágicos, en fórmulas geométricas no euclidianas hoy olvidadas por la ciencia; los diablos, en híbridos de razas no humanas ni terrenas; los fantasmas, en confusas manifestaciones, nunca antropomórficas, permitidas en virtud de ciertas leyes cósmicas desconocidas. En suma, la estructura que he llamado dunsaniana, caracterizada por el onirismo, se transmutó en otra estructura, la de los Mitos, que se caracteriza, al contrario, por su realismo formal. En ella, el elemento onírico subsiste, pero subordinado como un elemento más a la nueva totalidad. Así, un mismo tema: el descensus ad inferos[23], la entrada en un mundo puramente onírico (por ejemplo, en The dream-quest of unknown Kadath) se racionaliza (por ejemplo, en En la Noche de los Tiempos) por medio de viajes en el tiempo, de técnicas adelantadísimas y de otros elementos tomados de la fantasía científica.
También es curioso señalar que, al adoptar su nuevo estilo realista, Lovecraft retornó al Poe macabro de su adolescencia. El Poe de Valdemar y Berenice, negado en el ámbito cultural por el nuevo cuento de Machen y, en la evolución individual de Lovecraft, por su fase dunsaniana retorna dialécticamente y se integra de modo definitivo en los Mitos de Cthulhu. Era lógico que sucediera así, pues, al dirigir su atención al espacio geográfico en que vivía, Lovecraft tuvo que sentir un renovado interés por su historia y sus tradiciones. Y, aun amada, esta historia muerta exhalaba un inequívoco hedor de corrupción que horrorizaba a Lovecraft. ¡Terrible contradicción, romántica contradicción entre la huida al pasado y el horror de ese mismo pasado, entre la fascinación y la repulsión de la muerte! La necrofilia de Lovecraft —como la de Poe— es, a la vez, necrofobia porque en verdad nunca se puede amar la muerte. Y por eso, al volver Lovecraft al pasado de su tierra, al sentir la contradicción entre la vida que siempre va hacia delante y su deseo de un pasado que ya es muerte, entraron de nuevo en la literatura la casa en ruinas y el muerto putrefacto de la tradición gótica.
Ahora bien, al leer esta relación de influencias asimiladas por los Mitos, el lector se preguntará, asombrado, dónde radica la originalidad de la obra lovecraftiana. Pues bien, su originalidad no radica en ninguno de sus elementos aislados, sino en su totalidad, en su estructura, en su Gestalt, que es algo más que la suma de los elementos que la integran. Esta forma está en función del contenido que, como dije desde un principio, queda constituido por la angustia cósmica de Lovecraft y por su manifestación onírica simbólica. Para expresarla a lo largo de las vicisitudes de su existencia, Lovecraft tuvo que ir utilizando —y descartando— elementos tomados de ámbitos diversos. Los Mitos constituyen la última de tales estructuras, pero no sabemos si habría sido definitiva en caso de que Lovecraft hubiera seguido con vida varios años más.
Por otra parte, los Mitos de Cthulhu, una vez estructurados han pasado también a convertirse en nuevos elementos constitutivos de otras estructuras más modernas. Como todo ciclo mitológico —real o fingido—, el de Cthulhu se ha hecho, ha alcanzado su apogeo y ahora se halla en plena decadencia, a pesar de su tardío éxito popular y a pesar también de la inyección de savia juvenil que representa J. Ramsey Campbell. No sé cuánto durará la agonía, pero creo que, cuando termine de morir, su cadáver va a fertilizar toda la literatura fantástica, en especial el terreno de la science-fiction. Su influencia en ésta es ya evidente hoy como en la obra de Tolkien y en la llamada fantasía heroica de relatos de «espada y brujería» (que arranca, no sólo de las sagas nordicas, de Beowulf y del falso Ossian, sino de Dunsany, del primer Lovecraft, de Eddison, del propio Tolkien, de E. R. Borroughs y de Robert Howard), en las elucubraciones más o menos paracientíficas de Pauwels y Bergier, en ciertas fantasías humorísticas del catalán Perucho y hasta en algunos relatos crípticos de Borges. Acaso los propios Mitos se transmuten para sobrevivir y den origen a un nuevo tipo de relato. No lo sé. Pero, por lo pronto, como dice precisamente Jacques Bergier, «Lovecraft inventó un género nuevo: el cuento materialista de terror». Después de él, el cuento de miedo no volverá a ser nunca el mismo. Yo personalmente opino que el río del cuento de miedo, antaño caudaloso hoy desangrado después de muchas bifurcaciones, irá a parar, como mero afluente, a la corriente de la fantasía científica, pues hoy estamos lejos del cientificismo de Verne o de Wells. Para Bradbury, para el último Kuttner, para Matheson, Harlan Ellison o Sloane, la ciencia es —como para Lovecraft— el vehículo que permite admitir lo fantástico. La explicación meramente sobrenatural cada vez convence menos, aún en un plano estético nuestra civilización se aleja de lo sobrenatural. Para conseguir el «ligero estremecimiento» que, según Walter Scott, permite «gozar de la agradable sensación del terror» se necesita infundir nuevos y renovados visos de verosimilitud al relato fantástico. No se trata naturalmente, de hacerlo pasar por verdad científica objetiva, pero sí de darle un tinte de verdad que lo haga aceptable en un nivel científico, impidiendo el excesivo escándalo de la razón. La ciencia nos da cada vez más sorpresas y el misterio —núcleo de toda literatura fantástica— ya hoy empieza a no radicar en lo sobrenatural sino en lo natural, no en el pasado sino en el futuro (incluido lo que sobre el pasado se averigüe en el futuro). En este sentido, los Mitos de Cthulhu —el «cuento materialista de horror» que dice Bergier— señala una transición entre el cuento de miedo de antaño y la fantasía científica del porvenir.
Pero volvamos al contenido, a ese contenido definitivo (o, por lo menos, último) de los Mitos que ya se hallaba como potencia en las ansias místicas del feo niño Lovecraft y que se fue haciendo a través de los azares de la forma.
«Todos mis relatos, por muy distintos que sean entre sí —dice Lovecraft—, se basan en la idea central de que antaño nuestro mundo fue poblado por otras razas que, por practicar la magia negra, perdieron sus conquistas y fueron expulsados, pero viven aún en el Exterior, dispuestas en todo momento a volver a apoderarse de la Tierra»
Este es el eje principal de los Mitos. En él distinguimos en seguida dos factores contradictorios (como es de rigor en toda verdadera estructura): el racionalismo materialista y el anhelo religioso. Del maridaje de estos opuestos nace el elemento fundamental del contenido de los Mitos: el horror arquetípico.
El materialismo de Lovecraft fue precisamente el que le llevó a encarnar sus horrores arquetípicos, no en puros dioses, tampoco en figuras meramente oníricas, sino en seres materiales —si bien de una materia distinta y ajena a nuestros cánones—, que habían venido a la Tierra mucho antes de que apareciese el hombre y que, por supuesto, luego han sido a menudo adorados como dioses y manifestando una gran facilidad para inmiscuirse en los sueños de los hombres. Pero estos seres, por muy materiales y racionalizados que nos los quiera representar, son indudablemente símbolos arquetípicos, «supervivencias latentes en el inconsciente colectivo: el recuerdo inconsciente de arcaicas fases filogenéticas» (Alfonso Sastre). En este sentido, los Primordiales son personificaciones de los arquetipos más aterradores y primitivos, de los monstruos más antiguos de nuestro abismo interior. Estos monstruos, nunca domesticados, se manifiestan de nuevo con todo su poder cuando, en el sueño, descendemos a las profundidades del alma donde habitan. Y Lovecraft descendió a menudo en sus pesadillas.
Anteriores a la especie humana y aletargados por la hegemonía del hombre, los Primitivos —enormes masas amorfas— esperan y sueñan con volver a dominar la tierra. El Gran Dios Cthulhu, el más maligno e importante de ellos, yace en el fondo del mar. Desde un punto de vista simbólico, todo esto es rigurosamente cierto. En el fondo del mar —que es cuna de la vida y símbolo de nuestro propio inconsciente prehumano— o en las entrañas de la tierra, en estratos geológicos arcaicos que simbolizan arcaicos niveles de la mente, yacen nuestros terrores y deseos más ancestrales, los que heredamos de nuestros antepasados no humanos, junto con nuestra estructura cerebral y como memoria de un mundo entonces percibido a través de su mente irracional. Antes de ser hombres, hubo en nuestra vida una época de terrores sin nombre y de caos sin forma. Entonces ciertamente eran los Primordiales señores del mundo. Al alborear lo específicamente humano —la razón, el verbo— esa zona de nuestra psique quedó rehusada, hundida en lo subconsciente, y se convirtió en un estrato funcional inferior. Pero ahí sigue, amando, odiando y tañendo con impulsos infinitos aún no domeñados por la palabra, envuelto en el aura numinosa de los terrores primitivos. Para esta zona de nuestra alma, que no conoce el verbo, lo racional es un carcelero despiadado, y lo odia. Sueña así con recuperar su hegemonía e invadir el mundo humano consciente.
En este horror arquetípico se manifiesta plenamente la básica contradicción lovecraftiana entre su racionalismo mecanicista y ese anhelo de sueños numinosos que en él estaba íntimamente ligado su imagen fabulosa del pasado. Porque el horror arquetípico de Lovecraft deriva también, y sin ninguna duda, del juego dialéctico entre la fascinación que en él ejercía todo lo arcaico y su horror racionalista a la regresión. Para su razón hiperlógica, el caos del abismo representaba un peligro mortal, tanto más amenazador cuanto más rígida era aquélla. Pero, a la vez, Lovecraft amaba el pasado legendario, los mitos arcaicos, los grandes sueños numinosos, es decir, lo irracional. Otra vez hay que repetir su lamento: «¡Idealismo y materialismo, ilusión y verdad!». Lo irracional acaba con lo racional y, de ese choque y de la represión subsiguiente, el deseo se volvía horror. Lo numinoso, reprimido por un aro rígido y atemorizado, se tornaba negativo, esto es, diabólico. Por eso en Lovecraft, los arquetipos —a pesar de desearlos secretamente— tienen ese cariz terrorífico y brutal, siempre amenazador, de primitivas fuerzas del Mal.
De esta contradicción fundamental nacieron —repito— los Mitos de Cthulhu. Lovecraft, para expresar su horror en forma literaria, recurrió a sus sueños (que ya eran ilustración e imagen, personificación de ese mismo horror). Y, al recurrir a ellos, utilizó símbolos que perviven en nuestro subconsciente y supo despertar «ese terror ancestral que yace en todos nosotros como denominador común». A este respecto, la angustia de Lovecraft —el terror a la disolución del Yo, islita perdida en un mar embravecido psicológico y social— pertenece de lleno a nuestro siglo XX buceador de honduras, portador de luz a las profundidades. Para Lovecraft —que, como he dicho, fue un terrible pesimista— no hay modo de defenderse de los Primordiales salvo, si acaso por el azar. Los benévolos Dioses Arquetípicos, enemigos de los Primordiales a los que mantienen reprimidos mediante signos místicos, son en realidad creación de Derleth. Sólo al final de sus días e influido por éste, aceptó Lovecraft en sus últimos cuentos la posibilidad de defenderse del Mal, aunque sin especificar los métodos.
Junto a estos horrores arquetípicos y colectivos, apa
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