Tantra, el culto de lo femenino 4/11
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Muy bien, pero entonces, en lugar de escuchar a un tántrico, escuchemos a un occidental, a uno de los grandes del psicoanálisis, el suizo Carl-Gustav Jung (1875-1961). ¡Familia rara los Jung! El joven Carl-Gustav pasó su infancia y su juventud en un presbiterio de campo, pues su padre, Paul-Achille, era pastor protestante. Su madre era fea, obesa, autoritaria y altanera, al contrario de la madre de Freud, que era joven y bella. Sin duda por eso Jung encontraba absurda la afirmación de Freud según la cual cada niño está enamorado de su madre. Sin embargo esto no impedirá que Jung escriba: «Todo lo que hay de original en el niño está por así decirlo indisolublemente confundido en la imagen de la madre... Es el acontecimiento absoluto de la serie de los ancestros, una verdad orgánica como la relación de los sexos entre sí» (Jung, p. 37). Su abuelo materno, Samuel Preiswerk, teólogo hebraísta, se casó en segundas nupcias con Augusta Faber, a la que hizo trece (!) hijos. Este abuelo estaba, o creía estar, en relación con los espíritus de los difuntos: así, en su gabinete de trabajo, un asiento vacío estaba exclusivamente reservado al espíritu de su primera mujer que, según él, lo visitaba cada semana, lo que apenaba mucho a su segunda esposa, que le había dado trece hijos, mientras que la primera sólo le había dado uno. En cuanto a su abuelo paterno, que se llamaba también Carl-Gustav, era una figura legendaria en Basilea: fue uno de los médicos de moda, rector de la universidad y Gran Maestro de la Masonería suiza. Aunque nunca lo conoció, con él se identificó el joven Carl-Gustav, que se hizo médico y no pastor como su padre. En esta extraña familia, su prima Hélène Preiswerk era médium espiritista. Jung hizo experiencias con ella hasta el punto de convertirla en el tema de su tesis de medicina. Confesemos que el conjunto forma un cóctel bastante sorprendente... Esta digresión biográfica es instructiva antes de abordar uno de los conceptos junguianos más conocidos, pero tal vez el menos comprendido, el del inconsciente colectivo. Entre nosotros, habría hecho mejor en llamarlo «supraconsciente colectivo», como lo veremos, reflexionando acerca de los siguientes extractos de sus obras. Subrayo aquí --es importante-- que Jung era racionalista, pragmático, lo cual, sobre todo en este terreno, es una cualidad preciosa... Decía: «No puedo creer en lo que no conozco, y no tengo necesidad de creer en lo que conozco». O bien: «Sabéis que no soy un filósofo, sino un empírico. De modo que mi noción del inconsciente colectivo no es un concepto filosófico, sino empírico» (Jung, p. 32). Ahora bien, su inconsciente colectivo y el overmind del tantra ¡se parecen como dos gotas de agua! «El inconsciente colectivo se me presenta como un continuurn omnipresente, un# presencia universal sin extensión. [...] Encierra uno al lado del otro, de manera paradójica, los elementos más heteróclitos, disponiendo además de una masa indeterminable de percepciones subliminales, estratificaciones depositadas en el curso de la vida de los ancestros que, por su sola existencia, ha contribuido a la diferenciación de la especie» (Jung, p. 6). «Si el inconsciente pudiera ser personificado, tomaría los rasgos de un ser humano colectivo viviente al margen de la especificación de los sexos, de la juventud y de la vejez, del nacimiento y de la muerte, compuesto por la experiencia humana casi inmortal de uno o dos millones de años. Este ser planearía sin duda por encima de las vicisitudes de los tiempos. El presente tendría tanto significado para él como un año cualquiera del centésimo milenio antes de Cristo; sería un soñador de sueños seculares y, gracias a su experiencia desmesurada, un oráculo de pronósticos incomparables. Porque habría vivido la vida del individuo, de la familia, de las tribus, de los pueblos un número considerable de veces y conocería --como un sentimiento viviente-- el ritmo del devenir, de la expansión y de la decadencia. »[...] Este ser colectivo no parece una persona, sino más bien una especie de onda infinita, un océano de imágenes y de formas que emergen a la conciencia en ocasión de ls sueños o de estados mentales anormales. »Sería equivocado querer tratar de ilusorio este sistema inmenso de experiencias de la psique inconsciente; nuestro cuerpo visible y tangible es también un sistema de experiencias totalmente
comparable que oculta todavía las huellas de los desarrollos datados en las primeras edades...» (Jung, p. 6). El tantra personifica este ser bajo la forma de Shiva-Shakti y se corresponde, en general, con el Animus-Anima de Jung. Y sigamos con un texto admirable: «No puedo sino llenarme del más profundo asombro y de la mayor veneración cuando me mantengo en silencio ante los abismos y las alturas de la naturaleza psíquica, mundo sin espacio y que oculta una abundancia inconmensurable de imágenes amontonadas y condensadas orgánicamente durante los millones de años que hace que dura la evolución viviente. [...] Y estas imágenes no son sombras laxas, son condiciones psíquicas cuya acción es poderosa, que desconocemos, pero a las que no podemos privar de su potencia por mucho que las neguemos» (Jung, p. 10). O todavía: «El inconsciente supranatural que está repartido en toda la estructura del encéfalo es una especie de espíritu omnisciente y omnipresente que se expande por todas partes. Conoce al hombre tal como ha sido siempre y no como es actualmente. Lo conoce como un mito. Por esta razón, la conexión con el inconsciente suprapersonal o colectivo significa una extensión del nombre más allá de sí mismo; esto significa la muerte de su ser personal y su renacimiento en una nueva dimensión, como era exactamente representado por algunos misterios antiguos» (Jung, p. 59). Para el tantra, lo importante no es saber que el su-praconsciente colectivo existe, sino abrevar directamente en esa fuente de creatividad, de verdadero saber, de potencia. Por otra parte, Jung conocía el tantra, que le hizo comprender toda la riqueza inicia-tica de los símbolos tántricos y le hizo descubrir el mándala y los arquetipos, otro concepto central de la psicología junguiana. El impacto de Oriente Jung presintió también el impacto del Oriente en nuestro mundo moderno: «La intrusión del Oriente es más bien un hecho psicológico preparado históricamente desde hace mucho tiempo, pero no se trata en absoluto del Oriente real, sino del hecho del inconsciente colectivo, que es omnipresente. »[...] Las verdades del inconsciente nunca se inventan, sino que se alcanzan siguiendo un recorrido que todas las culturas anteriores, remontándose hasta las más primitivas, han descrito como el camino de la iniciación» (Jung, p. 7). Así el overmind no es exclusivo del tantra, aunque sea uno de sus ejes. El overmind nos da acceso a ciertas nociones, poco comprensibles de otra forma. La Iglesia católica no lo ignora. En el catecismo, cuando el vicario de la parroquia, cuya sotana olía a tabaco, nos hablaba al pasar del «cuerpo místico de Cristo», nos decía que cada católico, cada miembro de la Iglesia, es una célula viviente en este cuerpo místico. Luego no lo mencionaba más. ¿Tal vez suponía con alguna razón, sin duda, que los niños no podríamos captar de qué se trataba realmente? ¿Pero había comprendido él mismo esta noción esencial? En efecto, todos los católicos, desde el origen de la Iglesia hasta nuestros días y por todo el tiempo que haya creyentes, están englobados en ese supraconsciente colectivo extraordinario, donde se zambullen y se fortifican cada vez que asisten a un oficio religioso; de ahí la importancia otorgada --justamente-- a la presencia física de los fieles en la misa dominical. Ese cuerpo místico se habría constituido incluso si Jesús no hubiera existido, incluso si hubiera sido «inventado» totalmente. Por otra parte, ¿sabemos quién era realmente? ¿Y acaso tiene importancia? Otra vez Jung: «Muy pronto, el verdadero Jesús, el hombre, desapareció detrás de las emociones y proyecciones que se arremolinaban en torno a él, venidas de todas partes; de inmediato y prácticamente sin dejar
huellas, fue absorbido por los sistemas religiosos circundantes y modelado como su intérprete arquetípico. Se convirtió en la figura colectivo que el inconsciente de sus contemporáneos quería ver aparecer y, por esa razón, no nos interesa saber quién fue realmente» (Jung, p. 57). Con el correr de los siglos, ese cuerpo místico, ese overmind, se impregnó con el ritual de los oficios, pues tiene una memoria que encabalga los siglos. Entonces, ¿ha tenido razón la Iglesia al renunciar abruptamente al canto gregoriano que ha resonado durante tantos siglos bajo las bóvedas de las catedrales y en las almas de los fieles y que impregna todavía la memoria de ese gigantesco overmind? Eso explica también la inercia, debida a los siglos, de la Iglesia frente a ciertos problemas modernos. No se cambia fácilmente, ni impunemente, un overmind tan formidable... ¿Qué relación hay entre todo lo que precede y el tantra que no sea en teoría? Dejo que se exprese la pareja tántrica formada por Arvind y Shanta Kale: «De esa fuente oscura el poeta saca su inspiración, el jugador su instinto, y la telepatía su extraño contacto con otros minds, otras mentes». Parece que todos los humanos están telepáticamente conectados y, en este nivel, la relación es tan cercana como la que existe entre las células que forman el cuerpo. »Según el esoterismo tántrico, ese overmind es el depositario y el receptáculo de toda la memoria de la humanidad, y quien llegue a contactar con ese overmind conocerá la totalidad de la experiencia y del saber humanos, así como de los sentidos, los pensamientos y las capacidades de todo hombre y toda mujer que vive hoy y que ha vivido en el pasado. »Porque este overmind es racial, no es individual. Forma un único Nosotros que incluye al Macho y a la Hembra cósmica de los orígenes. El tantra dice que durante esos instantes en que el ego se disuelve, justo antes del orgasmo, los minds, las mentes de la pareja entran en contacto fugaz con ese overmind. Entonces, todo hombre se convierte en el Macho no inhibido de los orígenes, y la mujer en la Hembra de los orígenes. Los dos se funden en un éxtasis que se autoperpetúa y, en ese momento, su ego se pierde en el gran Todo, lo cual es el objetivo de todas las grandes religiones. »Por eso el tantra se sirve del encantamiento sexual para atravesar la cascara protectora del ego, disolver las inhibiciones y beber en la fuente de los poderes oscuros de ese Overmind omnipresente.» Más allá de la experiencia de la pareja, la chakra pj, la adoración en círculo, crea un potente overmind en los dieciséis participantes que disuelve más certeramente la cubierta impenetrable del ego despertando al mismo tiempo las potencias extraordinarias de la Kundalin.
Mi cuerpo, un universo desconocido
El cuerpo es la piedra angular de la catedral tántrica. Para el tantra, no es el humilde servidor, ni la «temblorosa carcasa» a la que Turenne se dirigía durante la batalla, ni la antítesis de lo espiritual, sede de apetitos groseros, miseria a la que habría que someter y mortificar para salvar el alma. Para el tantra, el cuerpo es mucho más que un maravilloso instrumento de manifestación, o un admirable mecanismo biológico, es divino. ¿Divino mi cuerpo? Como mucho, de acuerdo con «divinizar» el cerebro, sede de la conciencia, pero las tripas: ¡no exageremos! Y sin embargo... Para captar la clave del tantra, hay que comprender que: ·mi cuerpo real es, de hecho, un universo de una complejidad extraordinaria, cuya vida secreta desconozco; ·mi cuerpo vivido es una simple imagen, un esquema, una construcción mental, y es el único aspecto que conozco; ·mi cuerpo es producido y animado por una Inteligencia creadora, la misma que suscita y
preserva el universo, desde la más ínfima partícula subatómica a la más gigantesca de las innumerables galaxias; ·mi cuerpo guarda, en sus profundidades ocultas, potencialidades insospechadas, energías extraordinarias, que en su mayoría quedan sin cultivar en el hombre común, pero que la práctica tántrica despierta y desarrolla. Objeción: ¿Desconocido, ese cuerpo que siento vivir y palpitar, del que sé si tiene hambre o sed, si sufre o goza? ¿Cómo puede pretender el tantra que no lo conozco? Respuesta: el cuerpo vivido, percibido, es una simple representación mental que no tiene mucho que ver con la grandiosidad del cuerpo real. Razonemos. Me quito mi reloj de pulsera y lo pongo sobre la mesa. Sin dudarlo, estoy en presencia de dos relojes: el reloj-objeto (exterior) y el reloj-imagen (interior) que observo en mi mente. El reloj-objeto, el de los físicos, el verdadero, se compone de átomos que se resuelven en ínfimos granos de energía. Desde Einstein se sabe que la materia, que nos parece tan tangible y concreta, es energía, pero sobre todo vacío, pues, como escribí anteriormente, suprimiendo el espacio que hay entre las partículas atómicas, nuestro planeta cabría, parece ser, en un dedal, manteniendo la misma masa. Mi reloj-objeto real, por lo tanto es vacío, un campo de fuerzas turbulentas que mi intelecto renuncia a representarse. Aun sabiendo todo eso experimentalmente, el físico nuclear no es un privilegiado: sólo «ve», igual que yo, su reloj-imagen interior, tranquilizador, compacto, que sólo existe en su cerebro, o mejor dicho en su mente, según el pensamiento indio. El reloj-imagen oculta tras un velo el reloj-objeto, y ese velo es la maya del vedanta. Y llego a un punto crucial concerniente a mi cuerpo, ¡pues yo también tengo dos cuerpos! Un cuerpo-objeto (desconocido) y un cuerpo-imagen (vivido) y los confundo a los dos. O más bien, ignoro completamente el primero. Es menos difícil captar esta sutileza --perdón, esta verdad fundamental-- observando a otra persona. Entonces, lector, obsérveme a mí contemplando mi reloj de pulsera, que he dejado sobre la mesa. ¿Cómo se opera la percepción? Es simple, al menos en apariencia: la luz rebota sobre el objeto y golpea en mi retina, que envía el mensaje, bajo la forma de impulsos eléctricos, a través del nervio óptico, hasta la corteza cerebral. Así surge el relojimagen que yo miro, en alguna parte de mi cabeza, desde mi mente. Pasmosa comprobación: toda mi vida contemplo las imágenes del mundo exterior en mi mente creyendo que veo el mundo exterior; es sorprendente y sin embargo cierto. Se objetará que esto no constituye diferencia alguna porque creemos que uno es el reflejo exacto del otro, así como la imagen del paisaje reflejado en el espejo es idéntica al paisaje real. Y se supone que lo mismo sucede con las imágenes del mundo exterior que surgen en mi mente. Es un tremendo error. En efecto, estas imágenes se corresponden tan poco --o tanto-- con la realidad exterior como el plano de una ciudad con la ciudad misma y sus habitantes: es un simple esquema utilitario. ¡Ahora hay que prestar atención! Doy un paso más y me coloco el reloj en la muñeca. ¿Qué sucede? Nada ha cambiado: sigue siendo una imagen en mi mente. Pero, ¿y la muñeca? Aquí también he de hacer una distinción entre mi muñeca-objeto, material, compuesta de energía y de vacío, y mi muñeca-imagen, la que está en mi mente. En este estadio del razonamiento, muchas personas se inquietan, y las comprendo, pues yo he necesitado meses para poder distinguir verdaderamente los objetos exteriores de su imagen interior, para comprender que se trata de dos fenómenos totalmente distintos aunque imbricados. ¡Y aquí reside la dificultad! De acuerdo, pensamos, el reloj-objeto real, exterior, es una cosa, el reloj-imagen interior es otra, y en realidad, la única que «conozco». Para la vida práctica me basta: no hay necesidad de sutiles distinciones entre reloj-objeto y reloj-imagen, puesto que eso no me impide mirar la hora. En cuanto a mi cuerpo, es diferente: lo siento, por tanto soy «yo», ¿no? Eso es lo que se piensa habitualmente, pues es normal y natural extraer, en cierto modo, el cuerpo del mundo exterior: por una parte, están mi mente y mi «yo» asociados al cuerpo, y por otra, «afuera», todo el resto, la multitud de seres y de cosas. En el pensamiento, artificialmente, aíslo así mi cuerpo
del resto del mundo, cuando no es más que un agregado de átomos tan materiales y comunes como los de todos los objetos del mundo exterior con los que estoy en continua relación de intercambio: día y noche, absorbo moléoslas de aire y de alimento y expulso otras tantas. Mi cuerpo es un edificio que conserva su forma a la par que, sin cesar, va reemplazando los ladrillos. Es una evidencia mal conocida: mi cuerpo forma parte del mundo material, del que es indisociable, es un engranaje en la inmensidad cósmica. Por supuesto, mi relación con la materia de mi cuerpo es particular. Mi cuerpo, aunque material, es ese lugar privilegiado del espacio donde el «yo» estructura la materia, donde el «yo» construye ese cuerpo humano. «Yo» entre comillas, pues, hay que decirlo, no se trata de mi pequeño propio yo, sino más bien de la Inteligencia superior del cuerpo que lo suscita y lo mantiene. Sin embargo, soy «yo mismo» y no algún agente externo o metafísico quien lo hace. Independientemente de toda religión o filosofía, es innegable que mis planos de existencia, cualesquiera que sean, se integran en mi cuerpo, aunque mi fe me lo haga considerar como algo más que simple carne mortal. Ese cuerpo real, lo repito, es un universo desconocido, gigantesco a escala celular, que sobre todo no hay que confundir con el cuerpo-imagen de la mente. Seguramente, al principio, es difícil digerir esto, pues parece contradecir la experiencia de todos los días. El plano de la ciudad, simple esquema, tiene cierta relación con la ciudad --el plano de París no es el de Londres--, ¡pero nadie confunde una ciudad con su plano! Sin embargo es lo que se hace en el nivel de la imagen del cuerpo en la mente. Mi cuerpo vivido es un plano, un esquema, muy pertinentemente llamado «esquema corporal», distinto del cuerpo-objeto real. ¡Demos un paso más! Torpe: en lugar de dar en la cabeza del clavo, me doy con el martillo en el dedo. ¡Ay! No me diga ahora que este dolor sólo es una imagen en mi mente y que un martillo hecho de vacío me ha golpeado el dedo, también vacío. ¡Sin embargo es así! En realidad, siento dolor en la imagen de mi dedo dentro de la imagen de mi cuerpo, ¡en alguna parte de mi mente! Pues, fisiológicamente, mi dedo «real» no experimenta ningún dolor. Los nervios tocados envían el mensaje hacia el cerebro, que lo traduce en dolor. Así, en alguna parte de mi mente --y sólo allí-- nace la imagen del dolor dentro de la imagen del dedo, en la imagen de mi cuerpo. Nueva objeción: ¡pero a mí me duele! Cierto. ¡Sin embargo, algunas sectas --y conozco adeptos-- enseñan técnicas que permiten transformar el mensaje «dolor» en goce! Se clavan ganchos en el cuerpo con deleite... (Preste atención, eso no es el tantra.) Bajo hipnosis, es elemental invertir las percepciones del sujeto, por ejemplo insensibilizarle totalmente un brazo y clavarle agujas sin que el hipnotizado experimente ningún dolor. Que el dolor nos parezca un hecho de experiencia ineluctable no impide que sea un hecho mental puro, lo que no es sinónimo de irreal en absoluto. En la Biblia (Gen., III, 16) Dios maldijo a la mujer: «Multiplicaré tus sufrimientos, sobre todo los del embarazo, y parirás con dolor». Los dolores del parto tienen la reputación de estar en el límite de lo soportable. Y sin embargo, un obstetra inglés, el doctor Carold Reed, llega a reducirlos y hasta a suprimirlos pidiendo a la mujer --paradójicamente-- que se concentre en las contracciones uterinas. Durante todo el tiempo que la mujer hace abstracción de las ideas socialmente implantadas de sufrimiento asociado al parto, no experimenta un dolor verdadero. Si, por el contrario, pensara en el dolor, para resistir se contraería y sufriría. Capaz, gracias a los ejercicios prenatales, de sentir las contracciones del útero como contracciones musculares normales, las acepta, se abandona a ellas y no sufre realmente. La Shakti tántrica va aún más lejos. Vive intensamente su embarazo, participa conscientemente en el desarrollo de la nueva vida dentro de su vientre, sabiendo que en el momento del parto, confiando y dejando actuar a la Inteligencia superior del cuerpo, escapará a la maldición bíblica. Esto nos lleva a esa Sabiduría suprema del cuerpo. Hombre o mujer, debo tomar conciencia de que mi cuerpo es un agregado de miles de millones de células, todas vivas, todas conscientes, todas inteligentes, cuya vida profunda, secreta, siempre ignoraré... Vuelve, pues, la pregunta.'"¿por qué preocuparse entonces puesto que la cosa funciona? (¿Es que siempre marcha tan bien?) ¿Por qué preocuparme de ese cuerpo real diferente del cuerpo vivido? ¿Y si dejáramos todo esto a los filósofos? Sería una pena, pues ese cuerpo real desconocido es un mosaico extraordinario de poderes inexplorados, ¡y esto desemboca directamente en la práctica
tántrica! La sabiduría del cuerpo ¿Qué es, pues, esta Inteligencia superior, esta Sabiduría suprema que habita mi cuerpo real, que ES mi cuerpo real? No es una abstracción intelectual, no es una fría especulación filosófica, sino más bien una realidad viviente. Para acercarnos a ella concretamente, propongo al lector dos experiencias impresionantes. La primera es enfocar un telescopio, incluso de aficionado, en una noche tibia de verano, en el cielo sembrado de miríadas de estrellas, y tomar conciencia de que cada punto luminoso es un Sol, un Sol cuya luz ha viajado durante miles o millones de años luz antes de llegar a nosotros. En resumen, esta imagen del cielo es más antigua que la raza humana sobre nuestro planeta, ínfimo polvo cósmico que gravita alrededor del Sol, estrella más bien modesta. Tal vez centenares, incluso miles de planetas desconocidos gravitan alrededor de otros soles. Tal vez están poblados por especies vivientes que siempre nos serán desconocidas, y viceversa. Si nuestro Sol ahora explosionara --cataclismo ridículo a escala cósmica-- pasarían milenios antes de que la información alcanzara a algún otro planeta desconocido que está girando alrededor de una estrella lejana. Por lo demás, algunas estrellas que vemos hoy han dejado de existir hace mucho tiempo y lo ignoramos. Así, nuestro «presente» está hecho de innumerables «pasados»... La segunda experiencia, aunque más cercana a nosotros, no es menos fantástica: observar una gotita de esperma --el propio, preferentemente-- con el microscopio. Pídale prestado a su hijo ese pequeño microscopio que usted le ha regalado, ponga la gotita sobre una lámina de vidrio, ilumine, pegue el ojo al ocular y... sorpréndase. Sorpréndase ante el espectáculo de millares de renacuajos genéticos que se agitan frenéticamente a la búsqueda de un óvulo inhallable. El esperma, tan simple de aspecto, es en verdad un fluido mágico: piense que cada «renacuajo» lleva en sí toda la herencia del lector, toda su historia y la de todos sus antepasados, sin duda incluso la de la vida desde sus orígenes. Piense también el lector que cada espermatozoide podría fecundar un óvulo y engendrar un bebé. Por último, piense que, además de ese pasado immemorial, cada minúsculo renacuajo lleva en potencia el porvenir de la humanidad, la suerte de las generaciones futuras. Y ahora, ¿encuentra el lector palabras para calificar esta grandiosa realidad? Si algún día, un superhombre emerge del hombre actual, tan diferente de nosotros como nosotros lo somos respecto de nuestro antepasado de Cro-Magnon, evolucionará forzosamente a partir del potencial genético actual, incluido en cada espermatozoide. Insisto: el «cada» es esencial. Ahora, tomemos uno de esos gametos, luego convoquemos a todos los premios Nobel del planeta, démosles crédito ilimitado, construyamos para ellos un laboratorio complejísimo y desafiémosles a fabricar un solo espermatozoide idéntico al que hemos extraído. ¿Podrían hacerlo? En el estado actual de la ciencia y de la tecnología la respuesta es no, y dudo que suceda otra cosa en el futuro. Pero, durante decenas de años, dos modestos órganos, de mal aspecto, los testículos, producen noche y día a razón de treinta mil o mis por segundo: ¡una eyaculación libera hasta quinientos millones! ¡Sí, quinientas veces un millón! ¡Como para inseminar artificialmente a millones de mujeres! Fantástica carrera de la vida, increíble maratón donde el único vencedor, absorbido por el óvulo, inmortaliza a su vez a todos los demás y a la república celular de donde ha salido... Pero aquí están, ante su vista, estos espermatozoides. Advierta el lector que su, perdón, nuestra historia personal ha comenzado por el encuentro de uno de esos microscópicos renacuajos con un óvulo de una décima de milímetro de diámetro, en el útero materno... Ahora bien, los testículos no son robots, son órganos vivientes cuyo trabajo inteligente supera tanto el entendimiento como la imaginación. Es ella, la Inteligencia suprema del cuerpo, del cuerpo desconocido, quien trabaja en silencio, sin jactarse, sin laboratorio, a la temperatura del cuerpo, a presión atmosférica normal. Tan discreta que hasta muy recientemente el hombre, el macho, ha ignorado su función exacta en la
procreación mientras que el cuerpo la conocía desde siempre, pues si no estaríamos aquí. ¡Y todo eso sucede tanto en los testículos del idiota del pueblo como en los de Einstein, tanto en los del criminal como en los del santo! Ahora habría que evocar el trabajo sumamente complejo de cada órgano. Me limitaré a los increíbles logros bioquímicos de cada célula hepática, que realiza simultáneamente centenares de operaciones de química orgánica ultracomplejas, sin que nos demos cuenta en el nivel consciente. He evocado la espermatogénesis porque en ella la Inteligencia cósmica actúa en el nivel más creador, puesto que se trata de la procreación. Esta energía colosal, con sede en el polo de la especie, es sexual: es la Kundalin, o al menos una parte de ese concepto central común al tantrismo y al yoga. ¡Podemos ver así la magnitud del abismo que separa la conciencia cerebral discursiva, empírica, la misma que realiza todos estos hermosos razonamientos, de la Sabiduría última del cuerpo, infalible, cuya ciencia infusa ignora sin embargo la menor fórmula química! Tomemos a un biólogo, especializado en el páncreas. A pesar de sus largas y pacientes investigaciones, a pesar de sus estudios, en su espíritu muchas preguntas quedan sin respuesta. Ahora bien, durante ese tiempo, la Inteligencia de su propio páncreas cumple todas las funciones, infaliblemente, como quien juega. Uno de los objetivos del tantra consiste en poner al yo empírico en contacto consciente y confiado con la Inteligencia superior del cuerpo. Es una clave secreta del hatha yoga. El cuerpo-universo es sagrado Nueva paradoja: para acercarme más a esta Sabiduría última del cuerpo real, debo desarrollar mi cuerpo vivido, enriquecer mi esquema corporal. Al comparar a este último con el plano de una ciudad, hubiera debido precisar que, mientras que el plano es estático, existe una relación dinámica recíproca entre el esquema corporal y el cuerpo real. Yo manipulo mi cuerpo-objeto a partir del cuerpo-imagen, y viceversa. ¿Cómo desarrollar esta relación? Es muy simple: durante las sanas, por ejemplo, basta con interiorizarse, estar a la escucha del cuerpo, recoger un máximo de sensaciones para volverse cada vez más consciente de ellas. Así armonizo mi yo consciente con el trabajo genial de la Inteligencia superior del cuerpo, que es cósmica y divina. Para el tántrico, el cuerpo está habitado por Shakti, la Energía personificada, la Inteligencia cósmica suprema. Incluso en sus más humildes necesidades fisiológicas el tántrico percibe su obra; no goza por sí mismo, por su ego; siente y sabe que Shakti goza a través de él, se encarna en él, aunque él sea un hombre. Al proponer el esperma a la observación del lector, parece que favoreciera a los gametos masculinos... He sugerido el esperma en primer lugar porque es mucho más fácil que tomar un óvulo, y en segundo lugar porque ver hormiguear un charco de renacuajos es mucho más espectacular que observar un solo óvulo... En el ritual tántrico, la primera etapa consiste en meditar sobre la «divinidad» corporal de mi pareja y de mí mismo. En el maithuna, cuando los sexos se unen, esa relación es vivida como un acontecimiento prodigioso, sagrado, que implica al conjunto de las dos repúblicas celulares con sus innumerables millones de sujetos. Cuando más se prolonga y se intensifica la unión, más profunda es la participación de cada célula en el acontecimiento. El maithuna tántrico integra los dos conjuntos celulares en uno solo, reconstituyendo así el andrógino primitivo, el Adán bíblico, macho y hembra a la vez. Mejorar la relación entre la Inteligencia superior del cuerpo y el yo consciente desarrolla mi confianza en ella, y adquiero así poco a poco una intuición certera que me guía en la vida. Esto se admite sin demasiadas reticencias. Por el contrario, ¿cuál es la utilidad de comprender que el cuerpo-objeto real forma parte del mundo exterior, que es un vasto conglomerado de energía, un universo desconocido distinto del
cuerpo-imagen? Retrocedamos un poco: admito, en rigor, que no «conozco» de mi cuerpo más que su imagen en mi mente; pero, ¿no hay una última correspondencia entre el cuerpo-imagen y el cuerpo-objeto? Cuando levanto mi brazo «mental», ¿mi brazo «real» no hace lo mismo? ¿Qué interés tiene distinguirlos? Este interés es enorme. Evidentemente el movimiento imaginado, vivido, y el movimiento real del cuerpo concuerdan. Sé también que un acto tan simple como levantar un objeto implica una coordinación neuromuscular muy compleja, pero puesto que «la cosa funciona», ¿para qué romperse la cabeza con el tema? Para comprender mejor esta utilidad, retomo mi razonamiento y vuelvo a partir del mundo exterior mirando a mi alrededor. En la habitación donde escribo este texto, los diversos objetos -- escritorio, silla, teléfono, libros, carpetas, etc.-- son para mí otras tantas entidades distintas, estáticas, pero sobre todo las sitúo «fuera» de mí. En realidad, «yo» veo en alguna parte de mi cerebro, o más bien en mi mente, la imagen de esta habitación y de su contenido y proyecto ahí, además, la imagen de mi cuerpo. Pero afuera, verdaderamente «afuera», ¿qué hay? Veamos en primer lugar lo que no hay. Afuera, no hay ni luz, ni colores, ni sonidos, ni olores, ni calor, ni frío. No es fácil de admitir, de acuerdo, y en este punto del razonamiento se objeta con frecuencia que «puesto que todo el mundo ve lo mismo, por tanto se trata del mundo exterior concreto». ¿Seguro? Ciertamente es muy probable que todos los seres humanos creen en su mente, a partir de los mismos objetos exteriores, imágenes bastante semejantes. Pero, ¿en qué se convierte ese mismo universo exterior, visto «a través» de un organismo dotado de órganos de los sentidos diferentes, por ejemplo a través de un perro, un gato o una abeja? ¿En qué se convierte esta taza en la mente de una abeja, cuyos ojos, de cientos de facetas, perciben el ultravioleta? Nadie lo sabrá jamás, a menos que se convierta en abeja. Por supuesto, fuera, hay muchos fotones, granos de luz guiados por ondas, pero la claridad, los colores, son fenómenos interiores, mentales. Afuera, el aire vibra, pero los sonidos sólo nacen y existen en la mente. Afuera hay sustancias odoríferas, pero el perfume es mental. A esto suele replicarse: «Sin embargo, cada uno huele el mismo aroma de la sopa que bulle en la marmita y a cada uno se le hace la boca agua. ¿Cómo creer entonces que sólo existe en la mente?» Lo he comprendido particularmente observando, en la India, los buitres de cuello descarnado desmenuzando una carroña con su pico ganchudo. Para nosotros eso es un asco. ¿Pero pasa lo mismo en la mente del buitre? Ciertamente no. Para él, la carroña emite un aroma delicioso y debe asombrarse de esos extraños bípedos que se apartan de ella con horror en lugar de deleitarse. Por tanto, las mismas moléculas exteriores, bien reales, se convierten en mal olor en la mente humana, y en delicioso aroma en las aves carroñeras. ¡Lo mismo pasa con el gusto! Al tragarse un bocado de carroña, sin duda el buitre considera, como nosotros de un queso, que está en su punto. El mismo razonamiento vale para todos los otros sentidos. Un extraño universo viviente La idea de que el mundo exterior, aunque bien real, está desprovisto de colores, es silencioso y no tiene aromas al principio desconcierta, es verdad. Resulta extraño pensar que, afuera, no reina ni siquiera la oscuridad sino la ausencia de luz, eso es todo. Además, desde que se comprende realmente que el menor objeto real exterior es de una formidable complejidad, que es un potente campo de fuerzas (liberada, la energía atómica incluida en un grano de arena equivaldría a la explosión de una carga de plástico), de golpe la visión del mundo y la relación con él se tambalean, lis fronteras entre los seres y los objetos se disuelven, se convierten en nubes de energía, campos de fuerza. Advierto entonces que este libro, lejos de ser un objeto inerte, es en realidad un proceso dinámico en relación permanente con el entorno, con el cosmos. Esta visión es crucial. Todo objeto material es dinámico, todo evoluciona, todo está relacionado con todo, todo influye en todo. ¡Qué decir entonces de los seres vivos! Mi cuerpo también, detrás de una aparente inmutabilidad
relativa, encierra un proceso, un acontecimiento importante. Parcela del cosmos en movimiento, cambia a cada instante. Su esencia es un dinamismo inteligente vinculado con el todo. El mundo de los objetos y de los seres no está hecho de unidades aisladas, sino más bien de procesos dinámicos en perpetuo cambio unitario. El árbol es un campo de fuerzas que entra inmediatamente en relación de intercambio conmigo, otro cambio de fuerzas. Un paseo por el bosque se convierte en una experiencia nueva, pues siento que mi cuerpo forma parte del bosque. Dentro de esta perspectiva, el acto sexual tántrico es vivido de manera muy diferente al ordinario, el profano. En el tantra, no es el hombre el que «hace» el amor --más o menos bien-- con la mujer, sino que dos repúblicas celulares, dos universos, se unen. El hombre y la mujer están conectados entre sí, los intercambios se hacen en todos los planos. Gozar es entonces un subproducto no esencial. En lugar de estar centrado en su placer egoísta, cada uno se abre al universo corporal del otro como al suyo propio. El orgasmo no se rechaza, pero no tiene importancia real, ni para Shakti, ni para Shiva. El maithuna tántrico, ritualizado, sacralizado, crea así una relación muy diferente al contacto profano, gracias a esta actitud contemplativa del otro y del acontecimiento que constituye la unión. Entre los occidentales, Alan Watts ha captado bien esta actitud alternativa. Traduzco los extractos siguientes de su Nature, Man and Woman (p. 165) en lugar de citar la edición francesa, Amour et connais-sanee, que no corresponde al original: «Vivido en total apertura de espíritu y de sentidos, el amor sexual se convierte en una revelación. Mucho tiempo antes de que se produzca el orgasmo masculino, la pulsión sexual se convierte en lo que podría describirse, psicológicamente, como una cálida fusión de la pareja: él y ella parecen fundirse verdaderamente uno dentro del otro. [...] Nada se hace para que las cosas se produzcan. Sólo hay un hombre y una mujer que exploran sus sensaciones espontáneas, sin idea preconcebida en cuanto a lo que debería pasar, pues la contemplación no concierne a lo que debería suceder sino a lo que es. En nuestro universo de relojes y de horarios, el único elemento técnico verdaderamente importante es tener tiempo. No se trata tanto de "tiempo de relojes" como de "duración psicológica", es decir, una actitud donde se deja que las cosas se produzcan a su tiempo. Se trata de establecer una corriente de intercambios entre los sentidos y su objeto, sin prisa, sin ningún deseo de posesión. En nuestra cultura, donde falta esta actitud, el contacto es breve, el orgasmo femenino raro, el del hombre demasiado precoz, "forzado" por movimientos prematuros. »La relación contemplativa inmóvil prolonga los intercambios casi indefinidamente, frena el orgasmo masculino sin molestias, no obliga al hombre a apartar forzadamente su atención del acto. Además, una vez habituado a este enfoque, se podrá ser muy activo, durante mucho tiempo, gratificando así a la mujer con un máximo de estimulación.» Aunque esto no sea el tantra, donde este intercambio contemplativo es un simple preliminar, su mérito esencial es otorgar tiempo a la experiencia, lo que resulta indispensable para la participación total de cada célula. ¡Implicar a cada fibra del cuerpo de cada uno de los miembros de la pareja lleva más de cinco o diez minutos! Según el sexólogo Kinsey, el coito de la pareja norteamericana mecha dura menos de 10 minutos en el 74 % de los casos, y menos de 20 minutos en el 91 % de los casos. ¡Más bien pobre para una fusión cósmica! ¿Es mejor en Europa? Me permito dudarlo. Durante ese contacto prolongado, la relación sexual evoluciona en tres planos: ·el mental empírico, que participa en el juego y experimenta placer; ·el habitualmente inconsciente, de las profundidades del cuerpo, que toda experiencia lograda marca con un sello indeleble; plano psíquico, donde la contemplación establece una fusión íntima en las profundidades del inconsciente (manomaya kosha).
·el
¿La diferencia? Para juzgarla, hay que comparar la unión tántrica con la unión profana, ese galope hacia el orgasmo obligatorio, hacia la eyaculación, espasmo reflejo sin interés tántrico. Qué
poco interesante resulta ese breve «estornudo de los riñones», comparado con la extática contemplación sacralizada, palabras que utilizo con reticencia porque hoy están teñidas de resabios místicos. Ahora bien, todo éxtasis místico es sexual, incluso los de santa Teresa de Ávila. Es significativo que, con mucha frecuencia, el místico describa su éxtasis en términos eróticos, lo que es incongruente dentro de nuestro contexto cultural, obsesionado por la antinomia (ficticia) entre el sexo y el espíritu. Molestos, nos explican que ese lenguaje es simbólico. Sonrisa de entendimiento de los tántricos... Sin embargo, algunas visiones místicas son verdaderamente simbólicas. Cuando santa Teresa dice: «Un ángel de gran belleza, con su lanza de punta inflamada, me ha atravesado hasta el corazón», ¡es innecesario llamar a Freud en nuestra ayuda para descifrarlo! Reflexionando, es injusto dar por sentado que Alan Watts no es verdaderamente tántrico. Es relativamente cierto, porque excluye todo ritual tántrico, pero, tal cual, su enfoque es cósmico. Leamos este otro extracto de su misma obra: «Sin pretender dar reglas para el más libre de todos los contactos humanos, vale más abordarlos en un espíritu de no actuar. Cuando la pareja se ha acercado lo suficiente como para que los sexos se toquen, basta con permanecer tranquilo, excluir toda prisa, a fin de que en el momento deseado la mujer absorba al hombre en ella sin ser activamente penetrada. »En este estadio, la simple espera aporta su más bella recompensa. Cuando no se trata de provocar el orgasmo por medio de los movimientos del cuerpo, los centros sexuales imbricados se convierten en un canal de intercambios psíquicos muy ricos. Ni el hombre ni la mujer hacen nada para producir las cosas, se abandonan a todo lo que el proceso trae por sí mismo. La identificación con el otro se hace más intensa, pero todo sucede como si una nueva entidad emanara de la pareja, dotada de una vida propia. Esta vida --que uno podría llamar Tao-- los eleva por encima de sí mismos y los lleva unidos en un flujo de vitalidad cósmica donde ya no funcionan el "tú" y el "y0"El hombre, que no hace nada para retener su clímax, puede conseguir este intercambio durante una hora o más. Mientras tanto, el orgasmo femenino puede producirse varías veces en respuesta a una estimulación activa mínima, lo cual depende de la receptividad de la mujer a la experiencia en tanto proceso que se apodera de ella. [...] Cuando la experiencia estalla en toda su amplitud, explota en un haz de chispas que llega hasta las estrellas». Aquí verdaderamente Alan Watts alcanza lo cósmico, y esta última frase no es una simple elevación lírica, una figura estilística. El tantra la toma en el sentido literal, pues no percibe ninguna frontera entre el psiquismo humano y el psiquismo cósmico que engloba las estrellas. Alan Watts evoca también el hecho de que la pareja se convierte en una entidad nueva, distinta de cada uno de sus miembros (véase el capítulo dedicado al overmind). Esta percepción de los demás como otros tantos campos de fuerzas prodigiosos no está limitada a la relación sexual evocada en tanto relación privilegiada, sino que se extiende a todo contacto, por trivial que pueda parecer. Los otros seres vivos, humanos o animales, no son fantasmas, robots con una vaga conciencia, sino procesos arraigados en el infinito cuyas dimensiones superan su individualidad. El ser no está limitado al presente: se inserta en un proceso eterno. El tántrico es muy consciente de esta noción de proceso. En presencia de un ser humano, cualquiera que sea, el tántrico percibe todas las dimensiones, especialmente su pasado vertiginoso. Así como cada primavera está inscrita y presente en el árbol, «yo» soy todo mi pasado desde mi nacimiento, desde la concepción e incluso desde antes. El espermatozoide --¡otra vez!-- que me ha engendrado es la culminación de un proceso inconmensurable, lo hemos visto (aquí habría que leer o releer el capítulo dedicado al tiempo sagrado). La vida que me sostiene es frágil, móvil y sin embargo permanente, indestructible. No me canso de repetir que la Vida, de la que «yo» soy una expresión limitada pero integral, la Vida que me sostiene y me impregna, me ha sido transmitida por mi madre, que la recibió evidentemente de la suya, y así sucesivamente. Remontando el linaje ininterrumpido de las generaciones, llego hasta la
Eva de los orígenes, y, más allá de ella, sin ninguna interrupción ni siquiera breve, atravieso toda la evolución hasta las primeras células vivientes en el océano tibio en que nació la vida. Mi vida es tan antigua y tan nueva como en el instante de su creación. La Vida es un gigantesco proceso continuo que evoluciona desde hace miles de millones de años y proseguirá durante otros tantos miles de millones. Es verdad para todos los seres: virus, plantas, insectos, animales... Los nombres y las formas (nama y rupa) difieren y cambian, la esencia única está fuera del tiempo. La Vida terrestre es un proceso unitario que se autodevora y se autonutre permanentemente, en el que todo actúa sobre todo. El tantra percibe la Tierra con su biosfera como un organismo viviente único, dotado de un psiquismo colectivo autónomo, inseparable del cosmos total. ¡Volvemos a encontrar así el mito griego de Gaia, que algunos científicos están redescubriendo! ¡Los cambios de humor del Sol no se contentan con perturbar las radiocomunicaciones, influyen también en toda la vida terrestre! La noción de proceso, cuando se la aplica a todo nuestro entorno, es muy fecunda: cada objetoacontecimiento adquiere entonces una dimensión cósmica. Me permito retomar aquí, para completarlo, el ejemplo del Ganges en Benarés, con sus enormes escaleras, las ghats, que descienden hacia el río, ghats atestadas de hindúes que hacen sus abluciones rituales en el agua sagrada de la Madre Ganga --jorque «el» Ganges en la India es femenino...--. El río sagrado De pie en el río, rodeado de esa multitud abigarrada 'y recogida, en mis palmas que forman una copa ofrezco al Sol naciente el agua que he cogido y que corre entre mis dedos. Ella regresa así a Ganga, que yo percibo en su totalidad, en tanto proceso. Ganga, más allá de aquí y ahora, más allá de las ghats y de la multitud, se funde en la inmensidad del tiempo y del espacio. Ganga es una unidad cambiante: río arriba hasta sus fuentes, a dos mil kilómetros de aquí, en el Himalaya helado, río abajo hasta su desembocadura, en Calcuta, donde Ganga se une al océano. Océano del cual proviene, donde el agua se evapora, se hace nube, nieve o lluvia de monzón, para alimentar algún otro río antes de retornar sin cesar en un ciclo eterno. Ganga existe a la vez aquí y ahora, ayer y mañana: sus riberas han visto nacer y morir muchas generaciones. En sus orillas ha visto fundarse los primeros pueblos; ha dado de beber sin discriminación a los caballos de todos los invasores: bárbaros, arios, crueles mongoles, ingleses y otros. Los conquistadores vienen y se van, pero ella está y estará siempre ahí, Madre Ganga, la eterna, siempre semejante pero nunca idéntica: no nos bañamos dos veces en el mismo río, los griegos ya lo decían. Majestuosa y serena, nada ni nadie podrá detener su curso indolente. Ganga es así, y lo mismo sucede con todo objeto, con todo ser. Cada hombre es en sí mismo un río desde su concepción hasta su muerte, y sin embargo no es más que una gota, un instante fugaz, en el inmenso río humano de hoy, de ayer y de mañana. Pero lleva en él todo el cosmos, pues «no existe nada en este universo que no esté en el cuerpo humano [...]; "lo que está aquí está en todas partes y lo que no está aquí no está en ninguna parte" dice el Vishvasra Tantra. Y también: "En el cuerpo residen Shiva y Shakti, que penetran y animan todas las cosas. En el cuerpo está Prakriti-Shakti y todos sus productos. El cuerpo es un inmenso depósito de poderes (Shakti). El objetivo del rito tántrico es llevarlos a su plena expresión"» (Woodroffe, The Serpent Power, p. 49).
La muerte es la vida
Todo es viviente; lo que llamamos «muerte» es una abstracción. David Böhm. Apenas cumplidos los diez años ya conocía la idea de la muerte a causa de un amigo de la familia, profesor de «ciencias naturales», como se decía entonces. Para el chico que yo era, este hombre tenía la apariencia y el prestigio del sabio. Entomólogo por pasión, geólogo a veces, paleontólogo y prehistoriador por hobby, no dejaba de explorar la región. Entre otras cosas, así había descubierto en un valle boscoso, cerca de un arroyo, un «taller neolítico» de donde exhumaba decenas de útiles de piedra tallada. Como éramos vecinos, yo iba con frecuencia a su casa y mi curiosidad lo divertía. Con el tiempo se había construido un pequeño museo privado que me fascinaba, sobre todo su colección de mariposas de todos los tamaños y colores, pinchadas y bien ordenadas en marcos. Favor supremo, a veces me abría su vitrina de tesoros, la de los útiles de piedra tallada, y además tres cráneos humanos no demasiado antiguos, de color marrón oscuro, como si hubieran sido encerados. Un día sacó uno de esos cráneos anónimos y, dándole golpecitos en la frente, me dijo: «Mira, alguien ha vivido y pensado aquí dentro...». De repente, ese vulgar pedazo de hueso adquirió una dimensión humana extraña; me quedé pensativo, imaginaba que un día un desconocido podría sostener mi propio cráneo y decir: «Alguien ha vivido y pensado ahí dentro...». Eso no me asustó, sino que me hizo reflexionar y sin duda me hizo comprar un pisapapeles en forma de cráneo que siempre descansaba sobre mi escritorio de estudiante. Es uno de los raros objetos que todavía poseo; con el tiempo, se ha ido manchando y generaciones de moscas han dejado sobre su superficie multitud de puntos negros sin ninguna clase de miramientos... También desde esa época, y sin relación con el tan-tra, cuya existencia evidentemente ignoraba, el misterio de la muerte ha alimentado mis reflexiones, pues la guerra me puso, como a otros tantos millones de hombres, más de una vez y bien concretamente en su presencia. Para cambiar de registro, introducir y justificar el título, voy a explicar la historia de dos amigos que se encuentran. El primero dice: «¿Sabes que Fulano ha muerto?» El otro responde, alzándose de hombros: «Qué quieres, amigo, es la vida...» ¡Y sí! Para el tantra la muerte es un tema... vital que subyace en toda nuestra visión del mundo. El adepto tántrico vive, no obsesionado por la muerte, sino en una intimidad constante con ella. En Occidente, la muerte significa el fin o la ausencia de vida, mientras que para el tan-tra morir es lo contrario de nacer. Estas pocas palabras concretan el abismo que separa el pensamiento oriental y el occidental ante la muerte, que hasta una época reciente era un tema casi tan tabú como el sexo. Además, en la India, la muerte está vinculada con la reencarnación, tema complejo que no abordaré aquí. Me limitaré a iluminar el misterio de la muerte desde la óptica del tantra, para captar su sentido profundo. Ahora bien, paradójicamente, el tantra es ante todo el culto de la vida bajo sus formas; acepta todas sus implicaciones, sus servidumbres, sus alegrías, sus penas. La vida es una experiencia, todos sus aspectos deben ser asumidos, desde los más humildes hasta los más sublimes. El tantra sabe que no se puede ni comprender ni incluso gozar verdaderamente de la vida, a menos que se haya vencido a la muerte. Vencer a la muerte no es negar su existencia, ni evitar mirarla cara a cara, ni querer escapar de ella, lo cual es evidentemente imposible, sino quitarle su «aguijón». En efecto, en la raíz de todo sufrimiento, de todo temor, se encuentra la muerte, sea la propia, sea la de los seres queridos. Cuando era niño fue muy perturbador para mí comprender por primera vez que mi madre no era inmortal, y la idea de que algún día no estaría más conmigo me trastocaba. Su primer cabello gris me entristeció porque significaba que la vejez se había apoderado de ella también, y me negaba a que envejeciera o muriera. Para consolarme, de un tirón se arrancó su primer cabello gris, con una breve risa que sonaba un poco falsa...
A veces pensamos que sin la enfermedad y la muerte la vida sería muy bella. Pero, ¿es cierto? En primer lugar, morir siempre les sucede a los demás: cuando me llegue mi turno, ya no podré hablar de ello. Luego, la muerte sólo es temida por el individuo, cuya desaparición significa, mientras que para la especie es una bendición indispensable. Las religiones nos consuelan, nos tranquilizan, nos hablan de la vida inmortal después de la muerte, o incluso de reencarnación. ¿Están equivocadas? ¿Tienen razón? ¿Quién sabe? Cada cual tiene su opinión sobre este tema y por eso este capítulo se limitará a lo estrictamente biológico. La muerte, motor de la vida En pocas palabras, para el tantra la muerte es el motor mismo de la vida, que sin ella perdería todo encanto, todo sentido. Veamos esto más de cerca. Si yo («yo» es cada uno de nosotros) sigo con vida, es... porque «otros» están muertos, si no los dinosaurios todavía poblarían el planeta. ¿Qué digo? Ni siquiera habría dinosaurios, pues los mares del globo estarían superpoblados por los organismos unicelulares del comienzo de la vida, prácticamente inmortales: como se multiplican por división, esto da dos células rigurosamente idénticas, de las que no puede decirse que una sea la madre y otra la hija, sino que son hermanas gemelas y... ¡huérfanas de nacimiento! La «verdadera» muerte apareció con los organismos complejos, los pluricelulares, que permitieron el nacimiento y la evolución de una infinidad de especies. Pero la Vida otorga una prioridad absoluta a las especies que son (relativamente) inmortales en relación con los individuos, ante los cuales por una parte cada especie actúa de una manera particular. En efecto, por otra parte, implanta un instinto feroz de supervivencia; por otra parte, programa su desaparición. Y es lógico: compuesta de individuos inmortales, la especie no podría evolucionar. Gracias a la muerte, cada especie proporciona a cada una de sus generaciones su posibilidad de evolucionar. Suprímase la muerte y de súbito todas las especies quedarían fijadas. Lo mismo pasa con las especies que con los automóviles. Si los primeros Ford hubieran sido inmortales, indestructibles, llenarían siempre nuestras carreteras. Los fabricantes de automóviles programan, ellos también, la «muerte» de los coches: la duración está deliberadamente limitada, al igual que su kilometraje máximo, lo cual permite fabricar nuevos coches, más perfeccionados (¡o al menos se supone que lo son!). La vida hace lo mismo. Reemplazar a los individuos asegura a cada especie la capacidad indispensable para sobrevivir ante la competencia de las otras formas de vida y el desafío de un medio en perpetuo cambio. Así, para la especie, reemplazar a los individuos es una necesidad ineluctable. Razonemos por el método del absurdo y supongamos que la vida haya decretado inmortalidad para todos: ¿cuál sería la situación? Es simple: la vida quedaría bloqueada irremediablemente. Sin la muerte, no habría niños, ni viejos, sino exclusivamente adultos, inmutablemente iguales a sí mismos. En efecto, la muerte es un proceso permanente. Cada día, miles de millones de células mueren --empezando por las de la piel, que se renuevan constantemente a lo largo de toda mi existencia-- excepto, se dice, las células nerviosas. ¡Mi inmortalidad en tanto individuo implicaría también la de mis células y yo permanecería idéntico a mí mismo! Otro corolario de la inmortalidad: sin bebés, no tiene por qué haber sexos. Sin muerte (la ruina de las pompas fúnebres) imaginemos este mundo de adultos inamovibles, incambiables y asexuados... ¡Ni siquiera unisex, porque no habría ni órganos genitales femeninos ni masculinos! Siendo las flores el sexo de las plantas, en un universo donde todo fuera inmortal, las plantas no necesitarían semillas, y por lo tanto las flores no tendrían corolas ni pistilos. El aburrimiento nació un día de inmortalidad Si fuéramos inmortales, después de haber pasado algunos millones de años en un mundo inmutable, estaríamos verdaderamente aburridos. ¡Una idea! Para llenar nuestros ocios, hagamos el
amor. ¡Lástima, no hay sexo! No importa, preparemos unos buenos platos. ¡Tampoco! Los inmortales no tienen ninguna necesidad de comer, y además las ensaladas serían, ellas también, inmortales, como los conejos, los pollos, los bueyes, los peces, etc. Nada de bistecs ni de nada. Ni siquiera habría con qué hacerse una tortilla. Tampoco queso: para obtenerlo hay que disponer de leche, pero las vacas inmortales no tendrían terneros para amamantar. Y puesto que no se comería, nada de tubo digestivo. Ni sexo, ni estómago, ni intestino. Ventajas: tampoco indigestiones ni estreñimiento... Estaríamos todos juntos, inamovibles e inmutables, durante innumerables millones de años: ¡insoportable! ¡Y sólo sería el comienzo! La hipótesis absurda de un mundo poblado por inmortales obliga también como corolario a otorgarles la invulnerabilidad. Si fuéramos inmortales pero vulnerables, con el correr de los siglos, inevitablemente, coleccionaríamos heridas y cicatrices, incluso amputaciones. ¿En qué estado nos encontraríamos después de algunos miles de años «solamente»? Si fuéramos invulnerables, nos sería posible permitirnos todas las fantasías; por ejemplo, precipitarnos, para pasar el tiempo, desde lo alto de un acantilado, sobre las piedras, sin lastimarse. Seguir con este razonamiento nos llevaría a una catarata de absurdos. Admitir que la muerte es el motor de la vida, que sin ella la Vida sería impensable y absurda, y estaría desprovista de sus principales encantos, que la inmortalidad física sería insoportable, está muy bien, pero, en cuanto a nuestra propia muerte, ¿por qué preocuparnos por ella antes del momento de la gran despedida? ¿No es mejor olvidarlo, preocuparnos sólo de vivir? ¿Por qué dejar que la nube negra de la muerte ensombrezca el cielo de nuestra vida? Aparte de toda consideración religiosa, ¿por qué el culto de la vida tiene que ser incompatible con el pensamiento de nuestra muerte? Tratemos de comprender por qué los tántricos combinan el culto de la vida y la intimidad constante con la muerte. La anécdota siguiente aclara mi afirmación. Un día, una llamada telefónica nos avisó de que una pareja de amigos acababa de tener un accidente de coche: ella tenía la pelvis fracturada, él una conmoción cerebral. Al día siguiente, al llegar al hospital para visitarlos, pensábamos encontrarlos en un estado de shock, pero --¡sorpresa! -- los encontramos con una moral de acero y una sonrisa increíble. Mientras nuestra amiga, sentada en la cama, se comía una manzana, el marido nos contó el accidente y nos dijo cómo, justo antes del choque, se había dado perfecta cuenta de lo que le podía pasar. Luego el «agujero negro» antes de despertar en el hospital. Ella nos dijo: «¡La vida es formidable! No lo sabía. Comer una manzana, qué maravilla». Y él: «En el fondo, morir es fácil. Pero además, ayer tenía muchas preocupaciones y el accidente las ha borrado todas. Hoy todo es nuevo y sé lo que importa verdaderamente». Este caso no es único y sin duda el lector habrá conocido otros. La lección es clara: después de un cara a cara con la muerte, la vida toma un relieve cautivador. Otro ejemplo. Entre los innumerables dramas de la última guerra, estaban los arrestos, los juicios arbitrarios, las condenas a muerte. Miles de hombres han vivido así en la inminencia de la muerte. De manera casi general, en sus celdas, estos condenados tenían una visión lúcida y valerosa y demostraron un coraje formidable. Veían la vida de otra forma. Muchos de los que se libraron --¡y a posteriori, por supuesto!-- proclaman esta experiencia enriquecedora. Pues bien, los tántricos no esperan verse enfrentados al azar, accidentalmente, con la muerte, para comprender el verdadero sentido de la vida: veremos cómo. Como la muerte existe, hay que adecuarse a ella. Estar muerto no es temible: el drama es que antes hay que... ¡morir! La idea de no haber vivido en el tiempo de Napoleón me resulta indiferente y -- humor negro-- me deja frío saber que dentro de cien años estaré muerto. Entonces miremos el problema de frente. Comprobamos que en cada individuo la especie ha implantado el instinto de supervivencia, que hace que cada uno se esfuerce, por todos los medios, por escapar a la muerte y vivir el mayor tiempo posible. En el caso del suicidio, observamos que lo
que impide a mucha gente poner fin a sus días es precisamente ese «pasaje». Nos agarramos a la vida como la manzana al árbol, incluso durante la tempestad. Sin embargo, cuando sopla el viento de octubre y las hojas amarillean, la manzana madura se separa sola de la rama, sin pena, sin resistencia: esa «muerte» simple y fácil podría ser lo que la vida ha previsto normalmente en nuestros genes. La Inteligencia superior del cuerpo lucha hasta el fin para sobrevivir, pero si el desfallecimiento ineluctable de un órgano hace el fin ineludible, esta misma Inteligencia del cuerpo pone en marcha el «proceso de muerte», previsto y programado. Pues este proceso es más bien complejo y lento. En efecto, no se muere de golpe, ni siquiera bajo la guillotina, se empieza a morir. La cuchilla, al seccionar la cabeza del condenado, no hace más que poner en marcha el proceso de la muerte. En primer lugar muere el cerebro. Primero simplemente aturdido por el golpe, pronto sufre lesiones irreversibles: privadas de oxígeno, las células cerebrales mueren en pocos minutos. Por el contrario, la barba --que merecería el premio a la obstinación porque las innumerables afeitadas no han logrado desalentarla-- se toma su desquite; «sobrevivirá» y crecerá todavía durante varios días, así como las uñas y el pelo. Por tanto, es imposible precisar la hora exacta de la muerte. En las plantas el proceso es aún más lento e impreciso. Un jardinero plantó en nuestro jardín árboles sostenidos por tutores Dos de esos árboles no prendieron pero, en cambio, lo hicieron los tutores. Dieron retoños, echaron ramas y raíces y ahora son árboles vigorosos. Plantarlos en la tierra invirtió el proceso; si no, hubieran sido leña para el fuego. ¿A partir de qué momento hubieran estado verdaderamente «muertos»? Pregunta sin respuesta... Paralelamente al cuerpo denso, el cuerpo sutil, psíquico --materia también en la concepción tántrica--, se desintegra lentamente, sin duda durante semanas. Por eso los tántricos indios son enterrados, para dejar que el proceso se desarrolle normalmente, y no incinerados, según la costumbre aria. Otra pregunta: ¿la muerte es un fin? De todos modos, el ser humano sobrevive en sus hijos, sus nietos y, más allá de ellos, en sus genes eternos. Y si no tiene hijos, sobrevive en el proceso que es la humanidad. La dulce muerte natural Mi segundo encuentro con el hecho de la muerte, siempre hacia la edad de diez años, me reveló que la verdadera muerte, la muerte natural, la que debería ser la norma, no es temible ni penosa. En mi infancia, el jardín contiguo al de mis padres (vivíamos en el límite entre la ciudad y el campo) pertenecía a un albañil retirado, que tenía la pasión de la jardinería. Sus canteros eran impecables, bien alineados, sin malas hierbas. Cuando le parecía que todo estaba en orden, se sentaba en un banco de madera que él mismo había construido para contemplar su modesto dominio y admirar sus lechugas y sus rábanos. Un día que se había instalado en su banco, con las manos callosas apoyadas en las piernas, calentándose al sol de mayo, a través del cercado yo le hacía un montón de preguntas sobre «los buenos tiempos de antes», cuando él era joven. Cada tanto, manteníamos ese tipo de conversación. Aquel día lo escuchaba ávidamente evocar a su padre y la vida de entonces, acontecimientos de hacía más de medio siglo, lo cual, para un niño como yo, equivalía al diluvio... Ese viejo taciturno me contó detalladamente cómo su padre, que se levantaba con la aurora, iba a pie, en zuecos, con su almuerzo y su cantimplora de café en el morral, a trabajar a la cantera, a ocho kilómetros de allí. Durante diez a doce horas diarias, según la estación, cortaba la piedra con un martillo de 12 kg (sí, doce), hiciera el tiempo que hiciera, bajo un delgado techo de cañas. Por la noche, ya en casa, cuidaba sus animales o cultivaba el jardín. Nunca tenía vacaciones; sólo descansaba los domingos y las fiestas religiosas, y evidentemente desconocía hasta la palabra weekend. Una noche, el padre, que tenía entonces más de 90 años, dijo: «Estoy fatigado». Y subió a acostarse. Al día siguiente, lo encontraron muerto en la cama. ¿Había percibido el «pasaje»? Por lo demás ésa fue la única vez que mi vecino oyó a su padre --al que nunca había visto enfermo-- pronunciar esas palabras. ¿No es ésta la muerte natural, la que viene a su hora, cuando el organismo ha cumplido su ciclo, sin sufrimiento, como el sueño, su hermano? Pero raramente es así, incluso en la naturaleza, donde la muerte violenta con frecuencia es la regla, y sin embargo, incluso en ese caso, parece que morir, lejos de ser una experiencia aterrorizadora, sea, por el contrario, casi
exultante, interesante, luminosa. ¿Cómo saberlo, puesto que nadie regresa del más allá para contárnoslo? Sin embargo, ahora, gracias a las técnicas de reanimación, personas clínicamente muertas «resucitan» y disponemos hoy de miles de relatos de moribundos «devueltos» a la vida, que describen la experiencia de la premuerte como extática. También con frecuencia estos recuperados están furiosos por haber sido devueltos a la vida y muy decepcionados de encontrarse en una cama de hospital, con tubos por todas partes. Por tanto, hay buenas razones para pensar que el instante de la muerte, tan temido, es en realidad el punto final luminoso de la vida. Mi tercer encuentro con la muerte, esta vez hecho accidental, se produjo también en la misma época, cuando yo tenía diez o doce años aproximadamente. Mi padre, veterano de la primera guerra mundial, a pesar de mis preguntas, no hablaba nunca de su vida en las trincheras, pero uno de sus amigos, por el contrario, lo hacía con todo detalle. La muerte accidental Este amigo de mi padre me contó que estaba refugiado en una trinchera durante una salva de artillería, cuando un obús explosionó cerca de él y lo dejó enterrado. Me describió cómo, cada vez que vaciaba sus pulmones, la tierra blanda se hundía, le comprimía, le hacía imposible la inspiración. Sin poder respirar ni moverse, iba a morir asfixiado y a convertirse en un bello cadáver intacto, pues no estaba herido. A la ansiedad loca del comienzo sucedió una calma extraña y -- hecho clásico pero que yo entonces ignoraba-- revivió trozos enteros de su vida y, entre otras cosas, volvió a ver a su madre, muerta desde hacía tiempo, volviendo de la fuente con dos cántaros de agua. Durante ese tiempo, sus compañeros de armas se dieron prisa para liberarlo y lo salvaron in extremis de una muerte que parecía horrorosa. Esta experiencia lo marcó intensamente y su relato me conmovió hasta el punto que todavía hoy lo recuerdo muy bien. Tengo así la convicción de que la vida es caritativa con los que mueren... Comparo éste con otro relato, esta vez en el marco de la segunda guerra mundial. Es el de un «fusilado» que me contó la historia auténtica de su ejecución, pero para no herir susceptibilidades, como hechos semejantes se producen en todas las guerras, callaré el lugar y las circunstancias. Lo habían tomado como rehén y lo habían encerrado con otros en un granero. Durante toda la noche, los soldados que los vigilaban les rep
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