José María Rivera, Hilarión Frías y Soto. Los mexicanos pintados por sí mismos, “El poetastro” [fragmento]. Imprenta de M. Murgía y Comp., Portal del Águila de Oro. 1854 Podcast producido por Historiografía Mexicana A.C.; conduce, Pedro César Beas. EL POETASTRO Figúrese el lector que entre nuestra juventud descuella un chico coqueto, sentimental, relamido, jactancioso, y recortado como un cuello de camisa, y que tan selecta persona hace malos versos: pues esta cosa se llama poetastro. Veamos primero su origen. El hombre salió del lodo, la mujer de una costilla, un papa[1] de una zahúrda[2] de marranos, y un poeta, según confiesa él mismo, brotó. ¿Qué tiene de raro que un poetastro brote detrás de un mostrador? En efecto, un cajero es capaz de sentir, de enamorarse y de querer expresar su amor. Ha leído las variedades de nuestros periódicos, y tomó tanta afición al verso, que creyó que era el mejor órgano para expresar su pasión a Tulitas, la hija de un retirado, cuyo balcón, es decir, el de la casa en que vivía la niña, estaba frente a la vinatería que sirve de nido o larva a nuestro futuro poetastro. En efecto, un día de feliz memoria, después de haber permanecido nuestro hombre por algunas horas inclinado en el mostrador sobre un cuarterón[3] de papel, con la pluma en la mano, se levantó risueño, contento y henchido de satisfacción… Escribe en efecto el hijo de Apolo[4] diez o doce copias de su aborto literario; las reparte a guisa de circular, y enseña su composición a todos sus amigos, los cuales con sus lisonjas y adulaciones hacen se le hinche el corazón de orgullo. Desde aquel día, nuestro hombre trata de seguir la senda del Parnaso;[5] y como apenas comienza a hacer pininos en el arte, los robos y los plagios le sirven de andaderas. Desde entonces también, cuanto hay en la naturaleza, sea poético o prosaico, todo tiene que pagar su contribución a la musa de nuestro poetastro; y no hay para él en el mundo cosa que no sea digna de la trompa épica, o de la lira, guzla[6] o plectro[7], instrumentos que según él pulsa diariamente, aunque nunca los ha visto. Hasta aquí el vate[8] se ha formado con la lectura de novelas y periódicos: ellos son su principal estudio, el secreto de su ciencia, el busilis[9] de su fecundidad, la fuente de su charlatanería, y el jugo y sustancia de sus versos. Empero, un día cayeron las obras de Zorrilla en las manos del poetastro; las leyó con avidez, aprendió de memoria las composiciones A la Noche, y Gloria y orgullo, y después de todo esto sacó en limpio que el estro[10] del célebre poeta español era el mismo estro que inflamaba el prodigioso chirumen[11] de nuestro hombre. Desde entonces el poetastro se volvió romántico, y según él supo elevarse sobre la idiota muchedumbre, colectivo y epíteto que nos abraza a ti y a mí, paciente lector, por haber cometido el pecado enorme de no andar a revueltas con hadas y crespones,[12] sedas y huríes,[13] magas y vestiglos,[14] vampiros y querubes,[15] terremotos y cataclismos. A los ocho días de haberse vuelto romántico, nuestro prójimo se aburrió del mundo y de la raza de Adán, y tuvo la galantería de decírnoslo por medio de una composición publicada en cierto periódico, en la cual vieron muchos la revelación del genio, mientras nosotros, sólo vimos una boleta en regla para tener entrada franca en San Hipólito. […] He aquí al niño que nos llama brutos, sin andarse con rodeos […] Está visto, el poetastro al declarase romántico, adquiere sobre nosotros los mismos derechos que una mala suegra sobre su yerno, y puede impunemente ponernos de oro y azul, sin que podamos decir esta boca es nuestra. Al mismo tiempo, se convierte en el ser mas dichoso del universo, por más que él nos diga lo contrario. En efecto: según nuestro humilde concepto, el poestastro adquiere dones y privilegios que sólo a él le son concedidos. Examinemos si esto es verdad. Según sus composiciones la vista de nuestro hombre es mas que de lince,
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