La Virgen del Carmelo se bambolea en
la parte superior del escenario.
No es gran cosa, tal vez,
si la comparo con la Virgen de Lourdes,
tan serena, o con la pompa
de Nuestra Señora de París.
Sus ojos compasivos, sin embargo,
me llenan de consuelo.
Igual que las hileras de faroles
cuando el día se acaba
y la noche no llega.
Las luces amarillas de los postes
sobre el acantilado.
Sólo hay que ver
el modo en que sostiene al Niño Dios.
No como las madres primerizas,
siempre atribuladas, predispuestas
a dejarlo caer al primer empellón.
Ese rostro impasible, por el contrario,
de matrona, más que de madonna,
nos anuncia que detrás de la muerte,
donde cesan la gula y el afán,
hay un manto protector
para esta pobre almita,
ya libre de las carnes registradas
por las tomografías,
sin tiempo ni memoria y, sin embargo,
ardiendo como un chancho
entre el fogón.
Imposible, es verdad, imaginarse
todo ese sufrimiento
sin tener la certeza
de que la Santa Virgen del Carmelo,
rechoncha y bonachona,
va a extendernos sus brazos
una vez pasados miles de años
o millones tal vez
(en el purgatorio, total,
no existe el tiempo)
y enjugar nuestro llanto y despojarnos
de piojos y alimañas
con paciencia infinita.
Mientras en las alturas resuenan las trompetas
y en la tierra
nos festejan los nietos adorados
con ramas de algarrobo y un tambor.
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