Por Adriana Varillas
La semana pasada fueron asesinadas tres mujeres en Playa del Carmen y una estuvo a punto de ser víctima de feminicidio, en Chetumal, el dos de diciembre.
La noche del sábado pasado, una joven de 25 años desapareció en Cancún, luego de abordar un taxi, al que minutos después se subieron dos desconocidos. Nada se sabe de ella.
Ayer, se confirmó que los restos humanos encontrados dentro de una bolsa de basura, abandonada en la Región 101, en donde cada domingo se instala un famoso tianguis, corresponden a los de una mujer.
Ante tal escenario, el domingo pasado, una joven universitaria, me escribió que ser mujer le da miedo; recordé a un par de amigas que hace tres años decidieron irse de Cancún, cuando mataron a una estudiante, a una bailarina, a una empleada de hotel, a una adolescente, a una señora mayor de 50 años, y a una decena más de mujeres.
Anoche le conté esa anécdota a una influyente empresaria de la hotelería que incursiona activamente en la política. Para mi sorpresa, me dijo que a ella también le da miedo ser mujer. Después de todo, la violencia feminicida no distingue edades, condición social, estudios, religión, orientación sexual, posición económica o color de piel.
La violencia feminicida nos ataca a todas, nos lastima a todas, nos disminuye a todas, pero además de impactarnos a todas, afecta también a la sociedad en conjunto o al menos, a la mitad de la sociedad, conformada por hombres y mujeres.
Escribo esto, convencida de que el entendimiento del problema hoy, en el estado, es distinto a lo que ocurría en el pasado; que la voluntad de prevenir y erradicar la violencia en contra de las mujeres, existe en mayor proporción que antes y que se ha traducido en acciones diversas que han costado mucho esfuerzo, desde modificaciones al marco legal, pasando por el diseño de aplicaciones digitales, campañas de información, talleres de capacitación, juicios y sentencias.
Pero con esa misma convicción, sé y escribo que, aunque hay mayor comprensión del fenómeno de la violencia feminicida, la ignorancia dentro de las instituciones sigue siendo abismal, tanto como lo es la cultura del machismo y de los micromachismos, sutiles, pero latentes, que boicotean estrategias y generan resistencias, en hombres y mujeres por igual.
Estoy cierta de que las acciones pueden ser muchas, pero no sólo son insuficientes e ineficaces, sino que abundan los eventos para la foto, las capacitaciones para pasar lista en el papel y cumplir con formularios e indicadores.
En casos más graves, existen funcionarios y peor aún, funcionarias, que siguen culpando a las mujeres por ser víctimas de la violencia en cualquiera de sus modalidades; autoridades que minimizan la problemática o la descalifican. Hay quienes seguro se burlan.
Es evidente que la protección de niñas y mujeres sigue sin ser una prioridad en Quintana Roo, como lo es el turismo, lo cual es un grave error.
En buena medida, la decadencia de Cancún, el aumento de la violencia y de los crímenes de alto impacto que hoy nos escandalizan y empañan la cuasi sagrada imagen del destino turístico, nacen justo de la violencia feminicida, esa violencia que se vive dentro del hogar y que termina rebasando las paredes hasta explotar en las calles, en las escuelas, en las oficinas, en los espacios públicos.
Esa misma violencia que nos estalla en las manos y en la cara, a la cual no debemos acostumbrarnos.
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