Reflexión:
Comenzamos la reflexión de La Liturgia del dÃa de hoy, poniéndonos en El Nombre del Padre, etc.
Queridos hermanos y hermanas:
"Asà como el orÃn consume al hierro, asà destruye la envidia a los que llega a poseer. (S. Basilio, de invidia, sent. 7, adié., Trie. T. 3, p. 38!.)"
La corrosión del alma la puede producir de manera grave a aquél quien manifiesta envidia por su prójimo, pues, cuando se tiene llega a lograr el odio, que es la antipatÃa y aversión hacia un hermano, además de desearle el mal. La envidia encaja en el noveno mandamiento: No codiciarás la casa de tu prójimo, ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de tu prójimo (Ex 20, 17).
Tt. 1, 15: Todo es puro para los puros. En cambio, para los que están contaminados y para los incrédulos, nada es puro. Su espÃritu y su conciencia están manchados… La pureza, en efecto, es necesaria cultivarla para que el alma del hombre se mantenga en legitimidad con su estado de gracia en la que también se mantiene la pureza, pues, un alma que manifestó impureza ejerciendo el odio, mancha su alma y la retira de la gracia de Dios.
Debemos evitar todo tipo de ocasiones que nos acerquen a la provocación y a los altercados, porque en ellos, se es más propenso la discusión y el odio, de donde puede provenir la envidia, porque, cuando se sienten fastidios por una gresca, en ese momento de malas emociones encendidas, puede llegar la envidia, producto de que aquella persona pudo haber hecho o dicho algo que después brote de ti la envidia. Estas cuestiones si no tienen valor de discutirlas, es mejor dejarlas de paso, para que no entre al paso los malos sentimientos. Debemos ante todo tener un espÃritu de amabilidad para soportar con paciencia las pruebas que se nos manifiesten, aunque como dice el Apóstol: Se debe reprender con dulzura a los adversarios, teniendo en cuenta que Dios puede concederles la conversión y llevarlos al conocimiento de la verdad, haciéndolos reaccionar y librándolos de la trampa del demonio que los tiene cautivos al servicio de su voluntad. 2 Tim 2, 25-26.
(S. Greg. de Nisa, de cita moris, sent. 4, adic.. Trie. 4, 4, p. 357.): El envidioso no es infeliz por sus propios males, sino por los bienes ajenos: por el contrario, no cuenta por felicidad su propio bien, sino el ajeno mal.
La infelicidad y los propios males que causa la envidia tienen como origen el bien del prójimo. La felicidad que manifiesta el hombre, causa a otro esa desazón de ver que no ocurre lo mismo con él, en ocasiones puede ser el mismo complejo de inferioridad o el mal momento por el que pasa, que contrastado con la felicidad de alguien, desea ese bienestar pero con un apetito desordenado.
Se enciende la cólera contra el hermano, esperando su ruina, porque desea verlo en la misma miseria que él arrastra. Este tipo de sentimientos es lo que según los santos han revelado a su tiempo, que las almas en el infierno y los mismos demonios, desean con todas sus potencias que nosotros los hombres, caigamos en la condena eterna para que vivamos la misma amargura de los tormentos que ellos viven.
Ese es el odio máximo que existe, porque sus malos sentimientos son eternos, ya son almas condenadas por donde no asoma ni un pequeño susurro de gracia, como si lo puede sentir si quiera, el más miserable pecador en este mundo, por aquello que dice en Ap. 22, 3: Yo estoy junto a la puerta y llamo: si alguien oye Mi voz y me abre, entraré en su casa y cenaremos juntos. Y el pecador responde lo del Salmo 118, 20: «Esta es la puerta del Señor: sólo los justos entran por ella».
(S. Juan Crisóst., Hum). 31, c. 12, sent. 31o, Trie. T. 6, p. 368.): El envidioso no puede tener entrada en el reino de los cielos: y aún en este mundo se puede decir que su vida no es verdadera vida, porque no roen tanto los gusanos, ni comen tanto un madero como la calentura que la envidia penetra, consume hasta la médula de los huesos.
"Sola la infelicidad no tiene envidiosos. (S. Bern., Serm. 5, de verb. Isai.. senl. 131, Trie. T. 10, p. 330.)"
"El mismo Santo Doctor, dice, que la envidia es la lepra del alma: destruye el buen sentido, quema las entrañas, agobia el espÃritu de pesar, roe el corazón como un cáncer, aniquila todos los bienes con sus emponzoñados ardores. El envidioso cómele un pecado envidiando a los demás. ¡Oh envidiosos que codiciáis la felicidad ajena, no destruyáis la vuestra!: porque si la muerte espiritual acompaña siempre a la envidia, no podéis a un mismo tiempo envidiar y vivir. (Cant. VIII, 6, Barbier, T. 2, p. 125.)"
Por Cristo, el hombre, en efecto, ha conocido el amor, porque Él ha crucificado en el madero el pecado del hombre, dio muerte al odio en Su carne. Ef. 2, 16. Y también dice. Pero ahora, Él los ha reconciliado en el cuerpo carnal de Su Hijo, entregándolo a la muerte, a fin de que ustedes pudieran presentarse delante de Él como una ofrenda santa, inmaculada e irreprochable.
El salmo nos dice de la actitud del envidioso: Le trabaron los pies con grillos, / le metieron el cuello en la argolla. Pero la justicia de Dios se manifiesta: El rey lo mandó desatar, / el señor de pueblos le abrió la prisión, / lo nombró administrador de su casa, / señor de todas sus posesiones. Y El Señor pide al redimido: Recordad las maravillas que hizo el Señor.
"La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular. Es el Señor quien lo ha hecho, ha sido un milagro patente" Esta es la obra de los malvados que no dan tregua a la santidad, porque ven en sus miserias el trastorno y la inmovilidad de sus mejorÃas, comparado al bienestar que muestran aquellos que se logran en el santo caminar que Cristo mostró. El corazón endurecido del judÃo de entonces no habÃa conocido personalmente El Amor de Dios, por ello, es que manifestaban un reino discordante al Reino de Los Cielos que Dios quiere instaurar en medio de los hombres, y que ya se ha logrado con el excelso y santo ejemplo insuperable de Jesucristo nuestro Señor.
Los arquitectos, los judÃos antiguos que edificaban un reino injusto habÃan desechado La Piedra Angular que Es Cristo, pues, bien nos dice El Apóstol: Ustedes ya no son extranjeros ni huéspedes, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Ustedes están edificados sobre los apóstoles y los profetas, que son los cimientos, mientras que la piedra angular es el mismo Jesucristo. (Ef. 2, 21-22) De donde también conocemos que se inicia en Cristo el pontificado, donde Él Es El Sumo PontÃfice, Quien después delega a Pedro como Su Representante, por ello dice: «Ustedes están edificados sobre los apóstoles».
Éste es el nuevo Reino de Cristo, el que Él ha instaurado ya y que se descubre en el renacimiento de cada bautizado y cada convertido, para hacer nuestros corazones semejantes al de Él, Es nuestra Iglesia y más aún La Iglesia de Dios la que da los frutos que el mundo necesita para lograr un Reino en el que Cristo Rey gobierna en los corazones de los hombres. Un reino de Amor En La Verdad, y que ya no más seguirÃa con los judÃos poseÃdos de corazones de piedra, pues, asà mismo dice El Divino Redentor: "Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos." Este pueblo que produce frutos y que son frutos de santidad que el mundo necesita, este pueblo es El Pueblo de Dios: La Iglesia Católica.
Queridos hermanos y hermanas, que Dios nos bendiga y La SantÃsima Virgen nos proteja, y que fructifique sobreabundantemente la liturgia de hoy en nuestras vidas.
Los dejo con el mensaje de la importancia de comulgar todos los dÃas o cuanto menos los domingos y fiestas de guardar:
El que come Mi Carne y bebe Mi Sangre,
tiene Vida Eterna, y Yo lo resucitaré el último dÃa.
Dice el Señor (Jn. 6,54)
En el nombre del Padre, etc…
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