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El asesino en serie que la historia registró con el alias de “Jack el Destripador” realmente existió. No constituyó un personaje de fantasía como sí lo fuera el Conde Drácula creado por Bram Stoker o el Mr. Hyde imaginado por Robert Louis Stevenson, por sólo citar dos ejemplos de obras literarias contemporáneas a los crímenes facturados por Jack. La saga del este criminal anónimo y jamás capturado ha dado origen a una extensísima colección de libros, artículos periodísticos, escenificaciones teatrales y una vasta filmografía. Hoy por hoy alcanza con ingresar a Internet y posicionarnos en el sitio web “Casebook Jack the Ripper” para formarnos una idea –cuando menos somera– sobre la impresionante cantidad y versatilidad de cuanto se ha dicho y escrito con respecto a las andanzas de este individuo y la mitología edificada a su alrededor. Y es que Jack el Destripador representa, ante todo, una leyenda británica. Resulta desde hace mucho tiempo parte componente del folklore inglés al punto tal de que –por mencionar un caso– en la actualidad se siguen haciendo visitas guiadas a los lugares donde se perpetraron los crímenes pese a que han transcurrido más de ciento treinta años desde aquellos luctuosos eventos. Los asesinatos cometidos por este psicópata victoriano –en tanto emprendió su matanza durante el otoño de 1888 en pleno reinado de la Reina Victoria– revistieron, paradójicamente, algún efecto positivo. Al menos sirvieron a modo de llamado de atención para el gobierno inglés de la época hacia los profundos problemas sociales existentes en el país entonces más poderoso del mundo. Ello no se hubiera conseguido de no ser por la intensa difusión mediática que se le confirió al asunto y la tremenda conmoción que esos acontecimientos provocaron. Al poco tiempo se formarían fundaciones benéficas para auxiliar a los sumergidos de los barrios bajos y se aliviarían en parte las condiciones miserables en que vivían los pobladores de los suburbios pobres de la zona este de Londres como el distrito de Whitechapel donde tuvieran cabida los homicidios. Pero parece muy claro que las motivaciones del asesino no eran altruistas. Aunque la desconcertante compulsión que lo llevaba a matar continúa siendo objeto de polémica hasta hoy día ciertamente habría que descartar cualquier interés moral detrás de sus destructivos actos.