Locución: Manuel López Castilleja
Fondo musical: Yuja Wang_ Frédéric Chopin - Piano Sonata No. 2 in B-flat minor Op35
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Ulises había perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la plantación de su padre, pues éste no le quitó la vista de encima mientras podaban los árboles enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De modo que renunció a su propósito, al menos por aquel día, y se quedó de mala gana ayudando a su padre hasta que terminaron de podar los últimos naranjos.
La extensa plantación era callada y oculta, y la casa de madera con techo de latón tenía mallas de cobre en las ventanas y una terraza grande montada sobre pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre de Ulises estaba en la terraza, tumbada en un mecedor vienés y con hojas ahumadas en las sienes para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de india pura seguía los movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los lugares más esquivos del naranjal.
Era muy bella, mucho más joven que el marido, y no sólo continuaba vestida con el camisón de la tribu, sino que conocía los secretos más antiguos de su sangre.
Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su madre le pidió la medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan pronto como él los tocó, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego tocó por simple travesura
una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros vasos, y también la jarra se volvió azul. Su madre lo observó mientras tomaba la medicina, y cuando estuvo segura de que no era un delirio de su dolor le preguntó en lengua guajira:
– ¿Desde cuándo te sucede?
– Desde que vinimos del desierto –dijo Ulises, también en guajiro–. Es sólo con las cosas de vidrio.
Para demostrarlo, tocó uno tras otro los vasos que estaban en la mesa, y todos cambiaron de colores diferentes.
– Esas cosas sólo sucedería por amor –dijo la madre–. ¿Quién es? Ulises no contestó. Su padre, que no sabía la lengua guajira, pasaba en ese momento por la terraza con un racimo de naranjas.
– ¿De qué hablan? –le preguntó a Ulises en holandés. –De nada especial – contestó Ulises.
La madre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su marido entró en la casa, le preguntó al hijo en guajiro:
– ¿Qué te dijo?
– Nada especial –dijo Ulises.
Perdió de vista a su padre cuando entró en la casa, pero lo volvió a ver por una ventana dentro de la oficina. La madre esperó hasta quedarse a solas con Ulises, y entonces insistió:
– Dime quién es.
– No es nadie –dijo Ulises.
Contestó sin atención, porque estaba pendiente de los movimientos de su padre dentro de la oficina. Lo había visto poner las naranjas sobre la caja de caudales para componer la clave de la combinación. Pero mientras él vigilaba a su padre,
su madre lo vigilaba a él.
– Hace mucho tiempo que no comes pan –observó ella.
– No me gusta.
El rostro de la madre adquirió de pronto una vivacidad insólita. "Mentira", dijo. "Es porque estás mal de amor, y los que están así no pueden comer pan". Su voz, como sus ojos, había pasado de la súplica a la amenaza.
– Más vale que me digas quién es –dijo–, o te doy a la fuerza unos baños de purificación. En la oficina, el holandés abrió la caja de caudales, puso dentro las naranjas, y volvió a cerrar la puerta blindada. Ulises se apartó entonces de la ventana y le
replicó a su madre con impaciencia.
– Ya te dije que no es nadie –dijo–. Si no me crees, regúntaselo a mi papá.
El holandés apareció en la puerta de la oficina encendiendo la pipa de navegante, y con su Biblia descosida bajo el brazo. La mujer le preguntó en castellano:
– ¿A quién conocieron en el desierto?
– A nadie –le contestó su marido, un poco en las nubes–. Si no me crees, pregúntaselo a Ulises.
Se sentó en el fondo del corredor a chupar la pipa hasta que se le agotó la carga. Después abrió la Biblia al azar y recitó fragmentos salteados durante casi dos horas en un holandés fluido y altisonante.
A media noche, Ulises seguía pensando con tanta intensidad que no podía dormir. Se revolvió en el chinchorro una hora más, tratando de dominar el dolor de los recuerdos, hasta que el propio dolor le dio la fuerza que le hacía falta para
decidir. Entonces se puso los pantalones de vaquero, la camisa de cuadros escoceses y las botas de montar, y saltó por la ventana y se fugó de la casa en la camioneta cargada de pájaros. Al pasar por la plantación arrancó las tres naranjas maduras que no había podido robarse en la tarde.
Viajó por el desierto el resto de la noche, y al amanecer preguntó por pueblos y rancherías cuál era el rumbo de Eréndira, pero nadie le daba razón. Por fin le informaron de que andaba detrás de la comitiva electoral del senador Onésimo Sánchez, y que éste debía de estar aquel día en la Nueva Castilla. No lo encontró allí, sino en el pueblo siguiente, y ya Eréndira no andaba con él, pues la abuela había conseguido que el senador avalara su moralidad con una carta de su puño y letra, y se iba abriendo con ella las puertas mejor trancadas del desierto. Al tercer día se encontró con el hombre del correo nacional, y éste le indicó la dirección que buscaba.
– Van para el mar –le dijo–. Y apúrate, que la intención de la jodida vieja es pasarse para la isla de Aruba.
En ese rumbo, Ulises divisó al cabo de media jornada la capa amplia y percudida que la abuela le había comprado a un circo en derrota. El fotógrafo errante había vuelto con ella, convencido de que en efecto el mundo no era tan grande como pensaba, y tenía instalados cerca de la carpa sus telones idílicos. Una banda de chupacobres cautivaba a los clientes de Eréndira con un valse taciturno.
Ulises esperó su turno para entrar, y lo primero que le llamó la atención fue el orden y la limpieza en el interior de la carpa. La cama de la abuela había recuperado su esplendor virreinal, la estatua del ángel estaba en su lugar junto al baúl funerario de los Amadises, y había además una bañera de peltre con
patas de león. Acostada en su nuevo lecho de marquesina, Eréndira estaba desnuda y plácida, e irradiaba un fulgor infantil bajo la luz filtrada de la carpa.
Dormía con los ojos abiertos. Ulises se detuvo junto a ella, con las naranjas en la mano, y advirtió que lo estaba mirando sin verlo. Entonces pasó la mano frente a sus ojos y la llamó con el nombre que había inventado para pensar en ella:
– Arídnere.
Eréndira despertó. Se sintió desnuda frente a Ulises, hizo un chillido sordo y se cubrió con la sábana hasta la cabeza.
– No me mires –dijo–. Estoy horrible.
– Estás toda color de naranja –dijo Ulises.
Puso las frutas a la altura de sus ojos para que ella comparara.
- Mira. Eréndira se descubrió los ojos y comprobó que en efecto las naranjas tenían su color.
– Ahora no quiero que te quedes –dijo.
– Sólo entré para mostrarte esto –dijo Ulises–. Fíjate.
Rompió una naranja con las uñas, la partió con las dos manos, y le mostró a Eréndira el interior: clavado en el corazón de la fruta había un diamante legítimo.
– Estas son las naranjas que llevamos a la frontera –dijo.
– ¡Pero son naranjas vivas! –exclamó Eréndira.
– Claro –sonrió Ulises–. Las siembra mi papá.
Eréndira no lo podía creer. Se descubrió la cara, cogió el diamante con los dedos y lo contempló asombrada.
– Con tres así le damos la vuelta al mundo –dijo Ulises–.
Eréndira le devolvió el diamante con un aire de desaliento. Ulises insistió.
– Además, tengo una camioneta –dijo–. Y además... ¡Mira!
Se sacó de debajo de la camisa una pistola arcaica.
– No puedo irme antes de diez años –dijo Eréndira. –Te irás –dijo Ulises–. Esta noche, cuando se duerma la ballena blanca, yo estaré ahí fuera, cantando como la lechuza.
Hizo una imitación tan real del canto de la lechuza, que los Ojos de Eréndira sonrieron por primera vez.
– Es mi abuela –dijo.
– ¿La lechuza?
– La ballena. Ambos se rieron del equívoco, pero Eréndira retomó el hilo.
– Nadie puede irse para ninguna parte sin permiso de su abuela.
– No hay que decirle nada.
– De todos modos lo sabrá –dijo Eréndira–: ella sueña las cosas.
– Cuando empiece a soñar que te vas, ya estaremos del otro lado de la frontera.
Pasaremos como los contrabandistas... –dijo Ulises.
Empuñando la pistola con un dominio de atarbán de cine imitó el sonido de los disparos para embullar a Eréndira con su audacia. Ella no dijo ni que sí ni que no, pero sus ojos suspiraron, y despidió a Ulises con un beso. Ulises,
conmovido, murmuró:
– Mañana veremos pasar los buques.
Aquella noche, poco después de las siete, Eréndira estaba peinando a la abuela cuando volvió a soplar el viento de su desgracia. Al abrigo de la carpa estaban los indios cargadores y el director de la charanga esperando el pago de su sueldo. La abuela acabó de contar los billetes de un arcón que tenía a su alcance, y después de consultar un cuaderno de cuentas le pagó al mayor de los indios.
– Aquí tienes –le dio–: veinte pesos la semana, menos ocho de la comida, menos tres del agua, menos cincuenta centavos a buena cuenta de las camisas nuevas, son ocho con cincuenta. Cuéntalos bien.
El indio mayor contó el dinero, y todos se retiraron con una reverencia.
– Gracias, blanca.
El siguiente era el director de los músicos. La abuela consultó el cuaderno de cuentas, y se dirigió al fotógrafo, que estaba tratando de remendar el fuelle de la cámara con pegotes de gutapercha. – En qué quedamos –le dijo– ¿pagas o no pagas la cuarta parte de la música?
El fotógrafo ni siquiera levantó la cabeza para contestar.
– La música no sale en los retratos.
– Pero despierta en la gente las ganas de retratarse –replicó la abuela.
– Al contrario –dijo el fotógrafo–, les recuerda a los muertos, y luego salen en los retratos con los ojos cerrados.
El director de la charanga intervino.
– Lo que hace cerrar los ojos no es la música –dijo–, son los relámpagos de retratar de noche.
– Es la música –insistió el fotógrafo.
La abuela le puso término a la disputa. "No seas truñuño", le dijo al– fotógrafo. "Fíjate lo bien que le va al senador Onésimo Sánchez, y es gracias a los músicos que lleva." Luego, de un modo duro, concluyó:
– De modo que pagas la parte que te corresponde, o sigues solo con tu destino.
No es justo que esa pobre criatura lleve encima todo el peso de los gastos.
– Sigo solo mi destino –dijo el fotógrafo–. Al fin y al cabo, yo lo que soy es un artista.
La abuela se encogió de hombros y se ocupó del músico. Le entregó un mazo de billetes, de acuerdo con la cifra escrita en el cuaderno.
– Doscientos cincuenta y cuatro piezas –le dijo– a cincuenta centavos cada una, más treinta y dos en domingos y días feriados, a sesenta centavos cada una, son ciento cincuenta y seis con veinte.
El músico no recibió el dinero.
– Son ciento ochenta y dos con cuarenta –dijo–. Los valses son más caros, – ¿Y eso por qué?
– Porque son más tristes –dijo el músico.
La abuela lo obligó a que cogiera el dinero,
– Pues esta semana nos tocas dos piezas alegres por cada valse qué te debo, y quedamos en paz.
El músico no entendió la lógica de la abuela, pero aceptó las cuentas mientras desenredaba el enredo. En ese instante, el viento despavorido estuvo a punto de desarraigar la carpa, y en el silencio que dejó a su paso se escuchó en el exterior, nítido y lúgubre, el canto de la lechuza.
Eréndira no supo qué hacer para disimular su turbación. Cerró el arca del dinero y la escondió debajo de la cama, pero la abuela le conoció el temor de la manó cuando le entregó la llave. "No te asustes", –le dijo–. "Siempre hay lechuzas en
las noches de viento". Sin embargo no dio muestras de igual convicción cuando vio salir al fotógrafo con la cámara a cuestas.
– Si quieres, quédate hasta mañana –le dijo–, la muerte anda suelta esta noche.
También el fotógrafo percibió el canto de la lechuza pero no cambió de parecer.
– Quédate, hijo –insistió la abuela– aunque sea por el cariño que te tengo.
– Pero no pago la música –dijo el fotógrafo.
– Ah, no –dijo la abuela–. Eso no.
– ¿Ya ve? –dijo el fotógrafo–. Usted no quiere a nadie.
La abuela palideció de rabia.
– Entonces lárgate –dijo–. ¡Malnacido!
Se sentía tan ultrajada, que siguió despotricando contra él mientras Eréndira la ayudaba a acostarse. "Hijo de mala madre", rezongaba. "Qué sabrá ese bastardo del corazón ajeno". Eréndira no le puso atención, pues la lechuza la
solicitaba con un apremio tenaz en las pausas del viento, y estaba atormentada por la incertidumbre.
La abuela acabó de acostarse con el mismo ritual que era de rigor en la mansión antigua, y mientras la nieta la abanicaba se sobrepuso al rencor y volvió a respirar sus aires estériles.
– Tienes que madrugar –dijo entonces–, para que me hiervas la infusión del baño antes de que llegue la gente.
– Sí, abuela.
– Con el tiempo que te sobre, lava la muda sucia de los indios, y así tendremos algo más que descontarles la semana entrante.
– Sí, abuela –dijo Eréndira.
– Y duerme despacio para que no te canses, que mañana es jueves, el día más largo de la semana.
– Sí, abuela.
– Y le pones su alimento al avestruz.
– Sí, abuela –dijo Eréndira.
Dejó el abanico en la cabecera de la cama y encendió dos velas de altar frente al arcón de sus muertos. La abuela, ya dormida, le dio la orden atrasada.
– No se te olvide prender las velas de los Amadises. –Sí, abuela.
Eréndira sabía entonces que no despertaría, porque había empezado a delirar.
Oyó los ladridos del viento alrededor de la carpa, pero tampoco esa vez había reconocido el soplo de su desgracia. Se asomó a la noche hasta que volvió a cantar la lechuza, y su instinto de libertad prevaleció por fin contra el hechizo de
la abuela. No había dado cinco pasos fuera de la carpa cuando encontró al fotógrafo que estaba amarrando sus aparejos en la parrilla de la bicicleta. Su sonrisa cómplice la tranquilizó.
– Yo no sé nada –dijo el fotógrafo–, no he visto nada ni pago la música.
Se despidió con una bendición universal. Eréndira corrió entonces hacia el desierto, decidida para siempre, y se perdió en las tinieblas del viento donde cantaba la lechuza.
Esa vez la abuela recurrió de inmediato a la autoridad civil. El comandante del retén local saltó del chinchorro a las seis de la mañana, cuando ella le puso ante los ojos la carta del senador. El padre de Ulises esperaba en la puerta.
– Cómo carajo quiere que la lea –gritó el comandante– si no sé leer.
– Es una carta de recomendación del senador Onésimo Sánchez –dijo la abuela.
Sin más preguntas, el comandante descolgó un rifle que tenía cerca del chinchorro y empezó a gritar órdenes a sus agentes. Cinco minutos después estaban todos dentro de una camioneta militar, volando hacia la frontera, con un
viento contrario que borraba las huellas de los fugitivos. En el asiento delantero, junto al conductor, viajaba el comandante. Detrás estaba el holandés con la abuela, y en cada estribo iba un agente armado.
Muy cerca del pueblo detuvieron una caravana de camiones cubiertos con lona impermeable. Varios hombres que viajaban ocultos en la plataforma de carga levantaron la lona y apuntaron a la camioneta con ametralladoras y rifles de
guerra. El comandante le preguntó al conductor del primer camión a qué distancia había encontrado una camioneta de granja cargada de pájaros.
El conductor arrancó antes de contestar.
– Nosotros no somos chivatos –dijo indignado–, somos contrabandistas. El comandante vio pasar muy cerca de sus ojos los cañones ahumados de las ametralladoras, alzó los brazos y sonrió.
– Por lo menos –les gritó– tengan la vergüenza de no circular a pleno sol.
El último camión llevaba un letrero en la defensa posterior: Pienso en ti Eréndira.
El viento se iba haciendo más árido a medida que avanzaban hacia el Norte, y el sol era más bravo con el viento, y costaba trabajo respirar por el calor y el polvo dentro de la camioneta cerrada.
La abuela fue la primera que divisó al fotógrafo: pedaleaba en el mismo sentido en que ellos volaban, sin más amparo contra la insolación que un pañuelo amarrado en la cabeza.
– Ahí está –lo señaló– ése fue el cómplice. Malnacido.
El comandante le ordenó a uno de los agentes del estribo que se hiciera cargo del fotógrafo.
– Agárralo y nos esperas aquí –le dijo–. Ya volvemos.
El agente saltó del estribo y le dio al fotógrafo dos voces de alto. El fotógrafo no lo oyó por el viento contrario. Cuando la camioneta se le adelantó, la abuela le hizo un gesto enigmático, pero él lo confundió con un saludo, sonrió, v le dijo
adiós con la mano. No oyó el disparo. Dio una voltereta en el aire y cayó muerto sobre la bicicleta con la cabeza destrozada por una bala de rifle que nunca supo de dónde le vino.
Antes del mediodía empezaron a ver las plumas. Pasaban en el viento, y eran plumas de pájaros nuevos, y el holandés las conoció porque eran las de sus pájaros desplomados por el viento. El conductor corrigió el rumbo, hundió a fondo el pedal, y antes de media hora divisaron la camioneta en el horizonte.
Cuando Ulises vio aparecer el carro militar en el espejo retrovisor, hizo un esfuerzo por aumentar la distancia, pero el motor no daba para más. Habían viajado sin dormir y estaban estragados de cansancio de sed. Eréndira, que dormitaba en el hombro de Ulises, despertó asustada. Vio la camioneta que
estaba a punto de alcanzarlos y con una determinación cándida cogió la pistola de la guantera.
– No sirve –dijo Ulises–. Era de Francis Drake.
La martilló varias veces y la tiró por la ventana. La patrulla militar se le adelantó a la destartalada camioneta cargada de pájaros desplomados por el viento, hizo una curva forzada, y le cerró el camino.
Comentarios
Mañana el siguiente. Ya lo he completado. Un saludo
Ya lo escuché. Arídnere, ja, me ha encantado. Como aquel vicario que hablaba al revés de Roald Dahl. O como aquel viejo cuento, tacirupeca, tacirupeca, a dedon vas?, yvo a la saca de mi talibuea. Ja. Y eso de poner precio mayor a la música más triste, es buenísimo. Qué grande G.G.M.!! Y lo del hijo dominando ambas lenguas en medio de sus progenitores me parece excepcional. La verdad es que está G.G.M. y luego, el resto. Es genial. Y su voz, Manuel, a la altura. Lo disfruto mucho. Seré más simple que un caracol, pero qué sabe nadie lo que pueda sentir un caracol!! Gracias, Manuel.
uy!, qué sorpresa. Qué prontito. Me voy a la cama a escucharlo. Gracias, Manuel.