La granja humana salvador freixedo
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LA GRANJA
HUMANA
SALVADOR FREIXEDO
http://www.mariposadorada.com/descargas/La%20granja%20humana.pdf
ÍNDICE
ADVERTENCIA ……………………………………… 4
INTRODUCCIÓN ……………………………………… 5
Los dueños visibles de este mundo ……………………. 10
Presentación de los casos ………………………………. 18
Caso n.° 1: El doctor Torralba …………………………... 19
Caso n.° 2: El juguete imposible ………………………... 24
Caso n.° 3: Broma macabra …………………………….. 29
Caso n.° 4: Apagón en Honduras ………………………. 34
Caso n.° 5: El niño curado por «dios» ………………….. 40
Caso n.° 6: Aviones que desaparecen …………………. 44
Caso n.° 7: Vampirismo sideral …………………………. 51
Caso n.° 8: Bomberos celestiales ………………………. 55
El misterio de Ummo ……………………………………... 57
Presencia en la historia: casos públicos ……………….. 74
Los jinas islámicos ……………………………………… 86
Lula ……………………………………… 101
José Luis ……………………………………… 112
Rufo ……………………………………… 124
CONCLUSIÓN ……………………………………… 140
APÉNDICE ……………………………………… 148
Ilustraciones ……………………………………… 162
A Magdalena, mi mujer, que conmigo ha sido testigo presencial de
cómo los dioses juegan con nosotros.
ADVERTENCIA
No sé si con este libro firmo mi sentencia de muerte. Espero que alguien
me defienda. Pero si no fuese así, me iría con toda tranquilidad de este
desventurado planeta dirigido por imbéciles y poblado en gran parte por
tristes hormigas locas.
Irme..., ¿a dónde?
No lo sé. Eso sólo lo saben con certeza los fanáticos religiosos.
INTRODUCCIÓN
Este libro no es de ciencia ficción, y menos una novela basada
en fantasmagorías imaginadas por el autor o en libros místicos. Éste
es un libro en el que se narran hechos. Hechos inexplicables y hasta
absurdos si se quiere pero hechos reales, investigados la mayor
parte de ellos directamente por mí. Y en algún caso vividos y hasta
padecidos por mí.
Los eternos dubitantes siguen diciendo que en el mundo
paranormal «no hay hechos comprobados». Efectivamente, para el
que tiene la mente cerrada nunca habrá casos ni pruebas suficientes.
Pero «la sarna no está en las sábanas». La sarna está en la
cerrazón de mollera de algunos «intelectuales».
Los casos que en este libro presento son casos concretos y
comprobados, y muchos de ellos son pruebas que podrían dar fe en
un tribunal de justicia y que para mí han sido convincentes. Otros, en
cambio, son sólo «evidencias circunstanciales» que nos ayudan a
acercarnos a conclusiones ciertas.
¿Tiene algo que ver este libro con el fenómeno OVNI y con la
ovnilogía? Tiene que ver mucho y no tiene que ver nada. Tiene que
ver mucho porque en él se hace referencia constante a estos
misteriosos aparatos que surcan nuestros cielos y se habla de sus
ocupantes; y en un aspecto se llega hasta el fondo del «fenómeno
OVNI».
Y no tiene que ver nada porque la ovnilogía se empeña en
seguir empantanada en un nivel primario, al dedicar sus esfuerzos a
recopilar y hasta computabilizar estadísticas sobre las formas de los
aparatos, frecuencia y lugar de los aterrizajes o tamaño de los
ocupantes. Y en este libro no se le da importancia a eso porque ya
hace tiempo que dejó de tenerla.
Lo que la tiene es investigar qué hacen esos tripulantes en
nuestro mundo y qué han estado haciendo siempre desde hace miles
de años. Pero no desde sus naves, sino mezclados con nosotros en
nuestras calles, en el interior de nuestros hogares y sobre todo
dentro de nuestras mentes.
Porque lo que la ovnilogía no acaba de comprender es que
estos tripulantes hace muchos años que aprendieron a bajarse de
sus aparatos y a andar entre nosotros haciendo cosas muy extrañas.
Presentar sus múltiples, disimuladas y variadísimas andanzas
en nuestro mundo y, sobre todo, ver cuál debería ser nuestra
reacción, es lo que pretendo en este libro. Entretanto los «ufólogos»
(¿qué es eso?) seguirán coleccionando casos sin saber qué hacer
con ellos y estarán cada día más confusos.
Por otra parte, este libro no es para las personas que creen
que todo lo inventable ya está inventado ni para las que piensan que
la ciencia es capaz de dar solución a todos los misterios del mundo, y
que todo aquello a lo que ella no es capaz de encontrar una solución
tiene que ser rechazado como absurdo o inexistente.
En este mundo en el que vivimos, prescindiendo de la
vastedad del infinito Universo, hay una enorme cantidad de hechos
que sobrepasan con mucho los límites de la ciencia y que no son
susceptibles de ser explicados por ella porque simplemente rebasan
la capacidad de comprensión de nuestros cerebros.
Además, todo el reino del espíritu —y el Cosmos, al decir de
grandes astrónomos y filósofos, da la impresión de ser una
gigantesca inteligencia y tiene más de mental o de espiritual que de
físico— escapa por completo a los métodos y a los propósitos de
nuestra ciencia.
Por lo tanto, entremos en la consideración de los extraños
temas de este libro, tranquilos en cuanto a lo que los científicos
puedan decir contra nosotros. Los científicos «primarios», si se
dignan atender a lo que decimos, levantarán por un momento su
cabeza de la rutinaria tarea con la que se ganan la vida y harán un
gesto de desdén hacia nosotros, considerándonos como unos pobres
chiflados perseguidores de quimeras o adoradores de mitos. Y
seguirán rutinaria y machacona-mente repitiendo sus observaciones
y experimentos, en sus laboratorios y clínicas, para profundizar un
poco más en el conocimiento de la materia y también para llevarle el
sustento a su familia. Dios los bendiga.
Son los obreros de la ciencia, gracias a los cuales mejoramos
nuestros instrumentos y a veces nuestra salud. La Humanidad tiene
que estarles agradecida por su pesada labor, que con frecuencia
acaba embotando las mejores cualidades de su espíritu y de su
inteligencia, al ceñirlos obligada y rutinariamente a una sola parcela
del saber humano. Tenemos que ser comprensivos ante su
incredulidad y ante su miopía.
Los otros científicos, los «graduados», que no son meros
obreros de la ciencia, repetidores de experimentos o de recetas, sino
que se remontan por encima de las fórmulas para filosofar sobre el
porqué de la vida, y en vez de seguir planos o pautas que otros
trazaron, diseñan nuevas vías para la mente, constituyéndose en
arquitectos y estrategas de la Humanidad, ésos no nos criticarán.
Sencillamente se limitarán a observar cuál es el fruto de nuestras
investigaciones en los campos del misterio, sabiendo que la vida en
sí es un gigantesco misterio.
¡Qué enorme gusto sentí el día que supe que el patriarca de
los científicos «graduados» modernos, el gran Albert Einstein, tenía
como libro de cabecera nada menos que La doctrina secreta, de la
reina del esoterismo —tan denostada por la ciencia de a pie—
Helena Petrovna Blavatski! Y cómo se alegró mi espíritu cuando leí
Los escritos místicos de los físicos más famosos del mundo
(Heisenberg, Schródinger, Einstein, Jeans, Planck, Pauli, Eddington)
editado por Ken Wilber (Kairós, 1987)!
La tesis del libro que tienes en tus manos es de una gran
audacia, pero está refrendada por miles de hechos que pasan
inadvertidos al suceder mezclados con muchos otros de los que está
entretejida nuestra vida diaria. Sin embargo, sucede a veces que a lo
largo de la historia aparecen personajes increíbles o pasan cosas
inexplicables, que curiosamente no nos hacen despertar del letargo
en que las teorías sociales y los mitos religiosos tienen sumida a la
Humanidad. Los historiadores, los sociólogos, los políticos y los
grandes mitólogos modernos —los teólogos— los explican cada uno
a su manera y conforme a sus conocimientos o a sus intereses. Y la
Humanidad sigue ciega caminando por un camino sin salida que
únicamente lleva a la autodestrucción.
La tesis de este libro es la misma que expuse en
Defendámonos de los dioses. Pero aquí profundizo más en ella y
aporto nuevas pruebas de que aquella manipulación que entonces
describía sigue dándose en gran escala aunque disimulada y
escondida tras mil velos.
La gran tesis de aquel libro sostiene que la Humanidad es una
granja de los «dioses», entendiendo por «dioses» unos seres
racionales, de ordinario invisibles, superiores al hombre en
entendimiento, que en fin de cuentas son los auténticos dueños del
mundo.
En el orden de las ideas trascendentes, los hombres creemos
lo que ellos nos han hecho creer —y éste es el origen y la esencia de
todas las religiones— y en cuanto a nuestros conocimientos de la
Naturaleza, sabemos lo que ellos nos han dejado saber. Hasta hace
apenas un siglo, los avances técnicos y científicos se debieron en
gran parte a lo que estos seres les comunicaban a algunos de sus
amigos «iluminados». Lo mucho que las tribus primitivas —tan
ignorantes en otras cosas— saben sobre los poderes curativos de las
plantas, v lo mucho que los chinos saben, desde hace milenios,
sobre las corrientes bioenergéticas que surcan el cuerpo humano,
con sus correspondientes puntos de acupuntura, son sólo dos
ejemplos de esta ciencia «revelada». Hay muchos otros casos de
inventos y descubrimientos debidos a alguna «revelación privada».
En la actualidad, las cosas han cambiado radicalmente en
este particular. La raza humana se ha liberado de muchos tabúes
que los «dioses» le habían hecho creer —precisamente para que no
avanzase— y desentraña por sí misma los secretos de la materia y
de la Naturaleza.
Una circunstancia importante, que hay que tener en cuenta en
esta tesis, es que estos misteriosos seres que nos dominan desde
las sombras no son buenos ni malos de por sí: simplemente nos
usan, al igual que nosotros usamos a los animales. A éstos, aunque
los cacemos y aunque organicemos espectáculos con ellos, no los
odiamos: simplemente los usamos para lo que nos conviene. Si ese
uso conlleva un buen trato (animales domésticos, por ejemplo) los
tratamos bien; pero si ese uso conlleva un mal trato (animales
sacrificados para nuestro alimento) los matamos sin remordimiento
alguno. Lo mismo hacen con nosotros esos seres que dominan el
mundo y la raza humana.
La gran deducción que de esto se puede sacar es que los
hombres no somos los reyes del mundo, tal como habíamos creído,
ni somos la más excelsa de las criaturas de Dios, ni estamos en
vísperas de abrazarnos eternamente con Él si nuestras obras han
sido buenas durante nuestra permanencia en este planeta. Todas
éstas son infantilidades con las que estos seres han nutrido nuestro
ego para que siguiésemos ajenos a la gran realidad de que somos
sus esclavos. Los verdaderos dueños del mundo son ellos y nosotros
sólo hacemos lo que a ellos les conviene, para lo cual han inventado
unas formidables estrategias que describo detalladamente en el libro
al que hice referencia.
Y como no quiero repetir lo ya escrito, únicamente dejaré
claro, por considerarlo de gran importancia para la recta concepción
de esta nueva manera de entender el mundo, que no todos estos
seres son iguales. La diversidad entre ellos es enorme y mucho
mayor de la que se da entre los humanos. Si entre éstos nos
encontramos con blancos y negros, altos y bajos, europeos y
asiáticos, varones y hembras, etc, etc., entre los «dioses» las
variedades son muchísimo mayores, ya que nuestras diferencias sólo
atañen a cualidades externas y no esenciales —puesto que todos
somos seres humanos pertenecientes a la misma especie—,
mientras que las de ellos se extienden a la esencia misma de sus
«personas». Muchos de ellos son radicalmente diferentes entre sí y
lo único que tienen en común es el ser inteligentes, aunque en esto
mismo tenemos que decir que muchos aspectos de su inteligencia se
escapan a nuestra comprensión.
Ciertas especies de «dioses» dan la impresión de ser
benévolos para los humanos o por lo menos para algunos individuos,
mientras que otros actúan de una manera muy negativa o, cuando
menos, peligrosa e ilógica.
¿En qué nos basamos para decir esto? En hechos. En miles
de hechos que están ahí desde remotos tiempos, conocidos en todas
las culturas, escritos en todas las literaturas y presentes en nuestros
mismos días en las vidas de innumerables conciudadanos cuyos
testimonios no podemos ignorar.
El que la ciencia oficial no tenga explicación para ellos o los
poderes constituidos prefieran ignorarlos por razones políticas, no
obsta para que los hechos sigan esperando y exigiendo una
explicación racional, sea la que fuere y venga de donde viniere.
Esto es lo que intentamos hacer en este libro, sabiendo que
nos exponemos al ludibrio de los que todo lo saben y de los que todo
lo pueden. De nuevo, Dios los bendiga.
La vida es un sueño. Y ellos también sueñan con sus
adelantos técnicos, con sus dogmas y con sus poderes políticos. Y
como todo soñador, también tienen pesadillas con bombas de
neutrinos, con guerras de las galaxias, con infiernos eternos, y con
ríos y bosques envenenados por los residuos químicos de sus
fábricas.
Nuestros esfuerzos por descifrar tantos misterios de la vida no
son menos válidos que los suyos. Por lo tanto tenemos el mismo
derecho que ellos a usar nuestra cabeza para descubrir el porqué de
algo que por siglos lleva inquietando la mente de los hombres.
Seguramente que las autoridades religiosas se juntarán al
coro de los que nos denigran. Pero no se puede tirar piedras al
tejado ajeno cuando se tiene el propio de cristal. Los jerarcas
cristianos tienen su credo lleno de ángeles y demonios, que en nada
se distinguen de los «dioses» y de las entidades a que aquí nos
referimos. La única diferencia es que sus ángeles y demonios ven
limitadas sus actividades al tinglado dogmático del cristianismo,
mientras que nuestros «dioses» actúan libremente en el planeta, con
todos los seres humanos, sean o no cristianos.
No sólo eso, sino que el pretendido «Dios» del cristianismo,
que manipulaba al pueblo hebreo desde una nube, es según nuestra
tesis uno más de estos entes misteriosos que desde siempre han
dominado a los humanos.
San Pablo llama repetidamente a estos seres, «los señores
del mundo», y tenía muy mala idea de ellos. En su epístola a los
efesios escribió el famoso pasaje tan confuso como esclarecedor:
«Nuestra lucha no es contra la carne ni contra la
sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades,
contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los
Espíritus del mal que están en las alturas» (Ef. 6,12).
A estos mismos «Espíritus del mal que están en las alturas»
es a los que nosotros nos referimos con el muy genérico nombre de
«Ellos». Al final del libro hago una recopilación de todas sus
cualidades, que iremos viendo aflorar diseminadas en los casos que
presento. De éstos, la mayor parte fueron investigados directamente
por mí y han sido seleccionados entre una gran cantidad de hechos
inexplicables, de los que más o menos de cerca me ha tocado ser
testigo.
Alguno de ellos ha marcado mi vida de manera indeleble y en
mi ser llevo las profundas cicatrices que me ha dejado el haberme
visto envuelto en él. Y precisamente debido a esta manipulación de
que estamos hablando, muy probablemente me iré a la tumba sin
que pueda dar a conocer todos sus íntimos detalles.
He de advertirle al lector que en varios de los casos cambio la
ubicación de los hechos y los nombres de los protagonistas por
habérmelo así pedido ellos. En otros me he visto obligado a
distorsionar algo el propio hecho para no traicionar la identidad de los
individuos que, de narrar el hecho tal como sucedió exactamente,
serían identificados fácilmente por sus parientes o vecinos. Pero la
esencia y la paranormalidad de los hechos y sobre todo su realidad,
no sufren nada con estas pequeñas distorsiones.
LOS DUEÑOS VISIBLES DE ESTE MUNDO
Puesto que en todo este libro vamos a hablar de los dueños
invisibles de este mundo, creo será oportuno hablar antes de sus
dueños visibles, que en un aspecto no son más que marionetas de
los invisibles.
Sería un infantil error creer que todo lo que pasa en nuestro
mundo está dirigido desde el «más allá», por «divinas providencias»
según cree el cristianismo o por algún tipo de espíritus entrometidos
a los que por razones desconocidas les gusta entremezclarse con las
vidas y las actividades de los humanos. El quehacer diario de los
hombres y de las naciones lo forjan una serie de personajes de los
que nos ocuparemos en este capítulo.
Esto no quiere decir que en determinadas ocasiones tal o cuál
suceso, que aparentemente se debe a causas humanas
perfectamente conocidas, no tenga otras completamente distintas de
las aparentes. Pero, hablando en general, podemos decir que las
cosas de cada día suceden por causas humanas, en las que el
hombre actúa libremente pudiendo haber actuado de una manera
completamente diferente.
Algo por el estilo se puede decir de la marcha de la historia.
Sin embargo, en este particular ya no podemos ser tan tajantes, pues
cuando los acontecimientos se magnifican o a medida que éstos son
considerados durante un período mayor de tiempo, el hombre pierde
dominio sobre ellos y la marcha de la historia se hace errática. El
hombre parece tener dominio sobre un acontecimiento o varios
concatenados; pero, a la larga, la marcha de la historia parece
obedecer a leyes que se escapan a su voluntad. Ésa es competencia
de los dioses, que lejos de darle protagonismo al hombre lo
convierten en animal de granja; o, mejor, en soldado de filas: le dan
una espada o un fusil y lo ponen a matar por una causa sagrada a
sus hermanos o a los animales o a todo lo que se ponga por delante.
Esa ha sido la larga, estúpida y triste historia de la Humanidad.
Pero volvamos a los forjadores de la historia diaria; a los
dueños visibles de este mundo; a los causantes de las infantilidades
y los horrores que los periódicos del mundo entero recogen con
prontitud y nos presentan con alborozo todas las mañanas en sus
primeras planas.
Podríamos dividirlos en cuatro clases: políticos, militares,
maníacos del dinero y fanáticos religiosos. Examinémoslos uno por
uno.
Los políticos son unos maníacos del poder puro. No gustan de
las armas ni de la violencia física, pero les gusta mandar. Les
encanta ser vistos, ser tenidos en algo, ser consultados. Por eso se
derriten de gusto ante las cámaras de televisión o ante un micrófono.
Tienen por lo general personalidades psicopáticas; sienten que les
falta algo dentro de sí y por eso quieren vivir en olor de multitudes.
Temen y aman a los periodistas porque éstos tienen el poder de
destruirlos o de convertirlos en ídolos de la sociedad. Y a su vez los
periodistas —inclui-dos los directores de los diarios— tienen
debilidad por los políticos, porque son como los bufones nacionales
que les proporcionan gratis todos los días noticias frescas con las
que llenar las páginas que serán devoradas con avidez por la masa
de papanatas seguidores de partidos.
Algún día alguien tendrá que hacer un estudio psicoanalítico
de la curiosa simbiosis periodismo-política y más concretamente
periodista-político. Se aman y se odian; se necesitan y se detestan;
se construyen y se destruyen mutuamente. Ahí están los recientes
casos «gate»: los políticos engañando a los periodistas y éstos
destruyendo a los políticos. Pero a la larga no pueden vivir los unos
sin los otros. Son los amantes de Teruel.
Se ha dicho que el poder corrompe especialmente a los
políticos. Pero esta corrupción no se refiere precisamente al mal uso
o a la apropiación de fondos ajenos, sino al cambio total de
mentalidad y costumbres que en ellos se opera una vez instalados en
los puestos en los que se hacen invulnerables.
Se corrompen porque dicen sí a cosas a las que antes habían
dicho de entrada que no; se corrompen porque no cumplen lo que
habían prometido y porque usan la demagogia igual que sus
predecesores; y los más encumbrados se corrompen porque pierden
por completo el contacto con el pueblo y ya no defienden tanto los
intereses de éste cuanto los propios y los del partido, y su gran meta
se convierte en mantenerse en el poder.
Por eso, viendo la frecuencia con que esta metamorfosis se da
en los políticos una vez que cogen el mando, uno llega a pensar que
no es que el poder los deforme, sino que ya llegan a él deformados.
Pero —buenos o malos— la verdad es que los políticos tienen
un enorme poder para torcer o enderezar los rumbos de la sociedad
y aun para hacer feliz o desgraciada la vida de los individuos.
En las alturas, el político profesional pierde la perspectiva de
la sociedad y la ve de una manera completamente diferente. Le
sucede lo que a los que van en avión: desde arriba ven las cosas de
una manera distinta; en cierta manera mejor y en cierta manera peor.
No reconocen los lugares que desde abajo conocen muy bien,
porque desde arriba no se ven las fachadas de las casas; sólo se ven
los tejados. Desde las alturas del poder no se ven las caras de la
gente y sus necesidades diarias y concretas; se ven sólo los déficits
de los presupuestos. No se ve al individuo; se ve la sociedad, la
nación, el Estado. El hombre concreto se difumina, se pierde, y el
político se olvida de él, flotando como está en nubes de coaliciones,
alianzas, pactos y de luchas para mantenerse en el puesto.
Los políticos que llegan a las grandes alturas organizan con
frecuencia viajes rituales de visitas mutuas, con gran pompa y
acompañamiento, ofreciéndose ramos de flores, solemnes
recepciones con pases de revista a filas de pobres esclavos enfusilados,
discursos en estrados alfombrados, y grandes banquetes.
En esto nunca fallan. La parte más importante de estas visitas de
Estado y las serísimas reuniones de trabajo de los grandes
estadistas radica en un gran banquete en el que no se repara en
gastos. Ya no se acuerdan de que los que pagan esos banquetes
son sus convecinos; pero ellos hace tiempo que no tienen
convecinos, porque se aislaron del pueblo común y viven en casas
apartadas y muy bien custodiadas. Lo único que tienen es
compañeros de partido o de candidatura electoral.
Ellos creen que quien paga esos banquetes es «Hacienda»,
que es sólo una palabra; y además ya han tenido la precaución de
incluirlos en el «Presupuesto General del Estado» que son otras tres
palabras impersonales.
Los políticos, desde las alturas del poder, se olvidan que lo
que los hombres y mujeres de su nación y los del mundo entero
quieren ante todo es paz, pero ellos gastan millonadas en comprar
armas para tener tranquilos a los militares. No se acuerdan de que lo
que los hombres y mujeres piden, después de la paz, es un puesto
de trabajo y los políticos destinan miles de millones a obras
suntuarias, a palacios de ópera —para que se deleiten unos pocos
que no trabajan—, a conmemoraciones de descubrimientos, a
préstamos a sus amigos políticos de otros países, mientras millones
de hombres concretos, conciudadanos suyos en otro tiempo y para
los que los aniversarios de descubrimientos y las óperas suenan a
música celestial, siguen padeciendo su incultura, arrastrando su
desesperanza por las calles de nuestras ciudades y mendigando
mensualmente la limosna estatal. Pero la gente normal no quiere
limosnas; quiere un puesto de trabajo para ganarse su pan.
Los políticos desde sus alturas megalomaníacas no caen en la
cuenta de que es un tremendo error que en una familia se le compre
un piano a uno de los hermanos cuando hay otro que no come lo
suficiente. Hace años hice un terrible descubrimiento, una tarde gris,
a la puerta de las Naciones Unidas en Nueva York, después de una
gran recepción de gala: salían los embajadores de las diversas
naciones, y cuanto más miserable era el país que representaban,
más elegante era el «Cadillac» de su embajador.
Es cierto que los políticos no son los dueños totales de este
mundo y tienen que compartir el poder con los otros miembros de la
«fraternidad negra» —como dicen los esotéricos—, pero ¡cuánto
mejor irían las cosas si llegados al poder no se deshumanizasen
tanto!
Analicemos ahora a los militares, los segundos dueños
visibles de este mundo.
Los militares son los sucesores de los hombres de las
cavernas, pero uniformados. Al contrario que a los políticos, les
encanta la violencia. Creen que todo se puede arreglar a golpes. Les
fascinan las armas, su juguete favorito, y se pasan la vida
pidiéndoles a los políticos que les den más. Y éstos dedican una
enorme cantidad de dinero del pueblo a comprarles armas de las que
lo mejor que se puede esperar es que no sirvan para nada, porque si
sirven será para hacer la guerra o para matar al propio pueblo que
las pagó. Los políticos se las dan a regañadientes, pero piensan que
así estarán tranquilos en sus cuarteles, jugando con ellas, olvidados
de alzamientos y rebeliones, y los dejarán a ellos jugar a sus
escondites políticos.
En un principio, los militares profesionales aparecieron en las
sociedades para defenderlas de sus enemigos externos. Pero como
hoy ya casi no hay enemigos externos que amenacen con invadirnos,
y como ellos siguen conservando el mismo instinto primario de
violencia y pelea, vuelven sus energías hacia dentro y cada cierto
tiempo caen en la tentación de apalear a sus conciudadanos. En vez
de ser los defensores de la paz son una amenaza constante contra
ella. En una democracia moderna la gente tiene más miedo a los
militares de dentro que a los enemigos de fuera. Y en caso de que
surgiese alguno, los militares llamarán a los universitarios, a los
obreros y a los campesinos, les pondrán un fusil en las manos y los
mandarán a pelear. Y seguirá siendo verdad la vieja copla:
La bala que a mí me hirió
también rozó al capitán. A él lo hicieron
comandante y a mí... para el hospital.
Los militares tienen de ordinario una visión simplista de la
patria, de la moral y de la vida toda, y tienden a aplicar los estilos y el
talante del cuartel a la vida familiar y social, sin caer en la cuenta de
que el espíritu castrense tiene la imaginación castrada y anda a
contrapelo de la fraternidad humana. El estilo castrense es sólo
bueno para el cuartel, pero es funesto para la sociedad. Acaba con la
creatividad y hasta con la cultura, y termina engordando sólo a unos
cuantos vivales con galones o sin ellos.
Cuando los abusos y errores de los generales-ministros, el
descontento ciudadano y las enormes deudas externas hacen
tambalear el régimen castrense, los militares, patrióticamente,
entregan el poder y se refugian en los cuarteles. Pero ni aun así
dejan de amenazar con volver a coger el garrote. Ése ha sido el triste
espectáculo de casi todas las naciones sudamericanas en los últimos
cincuenta años.
El poder de los militares no es sutil como el de los políticos. El
poder de los militares es fuerza bruta. Son las balas que perforan la
blanda carne humana y son los cañones que destruyen hogares o las
bombas que borran ciudades del mapa. Los políticos tratan de
convencer, aunque lo traten mintiendo, pero los militares no. Los
militares ordenan, porque ellos se sienten el orden y la ley, y el que
no piense como ellos está equivocado, es comunista y por lo tanto
hay que silenciarlo como sea.
Por eso, cuando ellos tienen el poder está prohibido pensar
libremente. Se puede pensar, pero siempre dentro de los parámetros
castrenses.
Con el dinero que los militares del mundo entero gastan cada
año en comprar y mantener armamentos, y con el dinero que los
Gobiernos de todo el mundo gastan en pagar a los militares (que lo
mejor que pueden hacer es no hacer nada) se podría acabar con la
pobreza que padecen tantos millones de personas en el mundo y se
podría elevar enormemente el nivel de vida de los ciudadanos de
todos los países. Pero en este particular la Humanidad no ha
superado la época de las cavernas y tiene una mentalidad
troglodítica en la que el garrote y la violencia son una necesidad y
una manera habitual de convivencia.
Sobre este atribulado planeta pesan como una losa los
grandes y pequeños «Pentágonos», dirigidos por auténticos
maníacos de la violencia, que ya no sólo amenazan la paz de sus
propios países, sino la del mundo entero con sus bombas de
neutrinos y sus guerras de las galaxias. Su paranoia bélica ha
llegado a tal punto que, alentada por la imbecilidad de los Reagans y
de los Gorbachovs de turno, se ha atrevido a poner sobre las
cabezas de todos los habitantes del planeta verdaderos monstruos
apocalípticos, que vagan silenciosos por el espacio y que en
cualquier momento pueden caer del cielo sembrando la muerte sobre
millones de inocentes. La esquizofrenia de unos pocos dementes ha
revivido el viejísimo mito del maná divino, convirtiéndolo en una lluvia
infernal.
La enfermedad que padecen estos maníacos de la violencia
es actualmente la principal amenaza de la Humanidad. Mientras
existan individuos que creen que la mejor manera de arreglar las
cosas es a golpes y matando, la Humanidad seguirá enferma de
angustia.
Pasemos a otros «señores del mundo»: los maníacos del
dinero. Son de dos clases: los legales y los ilegales.
Los ilegales tienen menos poder en cuanto a gobernar el
mundo; más bien contribuyen de una manera indirecta a aumentar el
caos reinante. Son los chulos de gran estilo que quieren vivir a costa
de la sociedad y se organizan en mafias financieras y en grupos
secretos que chantajean y estafan a la sociedad de mil maneras
diferentes, con el solo fin de conseguir dinero y vivir bien. A veces lo
hacen a lo grande y profesionalmente, y a veces por la libre y en
pequeña escala.
Por culpa de unos y de otros vivimos entre rejas, la sociedad
tiene que gastar millones en policías y guardias, se arruinan
empresas y hay atracos en todas las esquinas de las grandes
ciudades.
Si estos gángsters disfrazados de personas honorables llegan
en alguna parte a conseguir el poder político —tal como ha sucedido
en algún gran país latinoamericano—, entonces el asesinato, la
extorsión, el peculado y toda suerte de crímenes se convierten en el
pan nuestro de cada día, practicado por las dignísimas autoridades, y
en todo el país comienza a sentirse una profunda angustia y un olor a
podrido.
Pero de ordinario estos chulos de la sociedad no suelen
ambicionar el poder político y en cuanto consiguen el dinero lo
mandan a Suiza —el país-cloaca que vive de encubrir a todos los
grandes ladrones del mundo— y se van a calentar sus barrigas al sol
de Miami.
Algún día habrá que instituir la pena de muerte para es-tas
sanguijuelas que viven voluntaria y conscientemente de exprimir la
sangre a sus conciudadanos.
Pasemos a los maníacos del dinero legales, que en buena
parte son tan perniciosos como los ilegales. Suelen estar
parapetados en los grandes Bancos, grupos, trusts, holdings,
financieras, etc., y desde sus lujosos despachos acristalados, en lo
alto de los rascacielos, manejan con unos hilos sutilísimos pero muy
eficaces el gran «guiñol» de la política nacional e internacional. Los
políticos, muy serios, gesticularán, harán declaraciones o bailarán,
según estos mefistófeles financieros les tiren de los hilos.
A veces, cuando quieren ayudar a uno de ellos porque lo ven
más útil para sus intereses, lo empinan desde abajo con préstamos
abundantes, para que sea más visto y tenga ocasión de gritar más y
convencer a un mayor número de borregos electores. Y si no gana
en las elecciones, los buenos y generosos banqueros son capaces
de no cobrarle intereses por el préstamo. Porque los hombres de la
Banca, a pesar de ]o mucho que los critican, también tienen su
poquito de corazón.
La relación entre la política y la Banca es, a pesar de las
apariencias, mucho mayor de lo que parece. Los políticos tratan de
no hostigar demasiado a la Banca para que ésta pueda hacer sus
negocitos con paz de espíritu (y en los lugares donde las cosas están
más corruptas, para que ésta les devuelva en metálico sus
«permisos» y su laissez faire). Y a su vez la Banca financia con
intereses tolerables —los normales son intolerables— las campañas
de los políticos, y sobre todo los acoge en su seno cuando un golpe
infausto de la suerte los desbanca del poder y tienen que abandonar
lo que irónicamente se llama el «servicio público». Los despachos de
los grandes Bancos suelen ser el puerto seguro en el que finalmente
han recalado muchas veces naves políticas rotas. Las buenas
acciones de los políticos, el Señor las suele recompensar con buenas
acciones bancarias.
Para los maníacos organizados del dinero lo más importante
en el mundo es acrecentarlo. Que a causa de sus exigencias una
nación vaya al caos o una empresa o individuo se arruinen, eso les
tiene sin cuidado a los grandes mogoles de las finanzas. Lo único
que cuenta para ellos son los dividendos y por eso están muy atentos
a los buenos negocios. La docena de guerras que hay en la
actualidad en este loco planeta son una auténtica mina de oro para
los traficantes de armas, y la Banca, aconsejada por políticos y
militares, financia a todos los bandos para que no se termine el
negocio aunque la gente siga muriendo. Y si se terminase están
dispuestos a prestarles dinero para que entierren decentemente y
según los ritos sagrados a sus muertos.
Desgraciadamente para ellos, se les acabó el pingüe negocio
de décadas pasadas, que consistía en prestar dinero en condiciones
abusivas a naciones subdesarrolladas en las que gobernaban
políticos rapaces. Los banqueros prestaban aun a sabiendas de que
aquel dinero endeudaba aún más a la nación porque iba a parar a las
cuentas privadas de los presidentes, ministros y generales ladrones
que tanto han abundado en la historia reciente de los países en
desarrollo. Los gobernantes patriotas y decentes que han heredado
esas deudas de ignominia harán muy bien en no pagar un dinero que
unos políticos ladrones le robaron a unos banqueros estafadores.
Los grandes Bancos se parecen a los buitres carroñeros:
cuanto más carne podrida hay, más gordos están. Engordan a costa
de las empresas «ejecutadas», de la esclavitud de los acreedores
acogotados por sus intereses desmedidos y de no se sabe qué
turbios manejos financieros que producen la inexplicable paradoja de
que cuando la economía nacional está por los suelos las ganancias
de los grandes Bancos están boyantes. Y ahí están los periódicos y
las estadísticas para probarlo.
Los pequeños Bancos que se arruinaron fue porque se
pasaron de listos y cayeron en las propias trampas que ellos les
habían puesto a sus clientes.
Y por fin enjuiciemos al último miembro de la «fraternidad
negra»: los fanáticos religiosos.
No hay en el mundo cosa que haya separado más a los
humanos y que los haya hecho pelear y odiarse tanto como las
religiones.
Aunque los líderes de las diversas religiones se jactan de que
lo que todas ellas predican en el fondo es el amor y la justicia, y por
lo tanto contribuyen a la unidad del género humano, los hechos a lo
largo de los siglos nos dicen todo lo contrario: la historia está tejida
de guerras ocasionadas pura y simplemente por la religión.
Además predican el amor y la justicia cada uno a su manera;
los predican rodeados de una serie de circunstancias diferentes que
impiden que ese amor y esa justicia se extiendan a todos los
hombres.
Las religiones son creencias y ritos ideados por ciertos
individuos que oyeron o creyeron que oían voces del más allá, que
les dictaban lo que los hombres tenían que hacer para «salvarse».
Todas las religiones sin excepción provienen de apariciones de
entidades celestiales de las que alguien fue testigo. Es decir, las
religiones no provienen del hombre, sino de fuera del hombre, de
algo o de alguien que se la impuso al hombre haciéndole creer cosas
y practicar ritos que en muchas ocasiones van contra un elemental
sentido común.
Y el vidente-fundador, como un niño, creyó las tonterías que le
dictaron y organizó toda su vida y la de sus seguidores en función de
estos «mandamientos» venidos de un «más allá» nebuloso.
Las religiones juntan a grupos de hombres al hacerles creer
las mismas cosas y al propio tiempo los separan de otros que creen
en «dogmas» diferentes. Y como cada uno de los fieles de una
religión cree poseer toda la verdad y ser el fiel seguidor de la
voluntad de Dios, mira a los otros que no creen igual como a
sospechosos y enemigos de Dios, v en otros tiempos se sentía con el
derecho y la obligación de perseguirlos v hasta de matarlos. Porque
Dios —el Dios que él tiene en su cabeza— es el dueño de toda vida.
Las religiones engendran un «odio santo» al pecado y como
consecuencia a los pecadores que lo cometen.
En tiempos pasados los reinos e imperios eran con frecuencia
teocráticos; el rey era al mismo tiempo sacerdote o estaba investido
de algún poder sagrado. Dios lo bendecía especialmente y él se
sentía como su representante, lo cual lo facultaba para hacer lo que
le diese la gana.
Hoy día, si bien esta situación sigue dándose en los países
menos desarrollados, en Occidente ya pasó a la historia y los jefes
religiosos son una casta aparte de los líderes civiles. Éstos siguen
todavía mostrando cierto respeto farisaico hacia los jerarcas
religiosos, pero en el fondo lo único que les interesa es que no inciten
a sus fieles contra las medidas de gobierno.
Los líderes religiosos de Occidente va no pretenden
directamente «gobernar» a sus feligreses, pero dictándoles pautas
para «vivir conforme a los mandamientos de Dios» les gobiernan las
vidas de una manera más profunda de lo que lo hacen los
gobernantes civiles. Éstos se quedan en lo externo de las
costumbres, mientras que aquéllos van al fondo de las conciencias.
En los países subdesarrollados, la fuerza que tienen los
líderes religiosos es enorme y funesta. Sin armas y sin dinero,
basándose únicamente en amenazas y promesas referentes a la otra
vida, tienen un poder total sobre las vidas de las pobres gentes. En
gran parte el subdesarrollo de esos países y su falta de progreso se
debe precisamente a los mandamientos de sus respectivas religiones
que no les dejan usar su mente con libertad. Y en muchas ocasiones
las religiones «predicadoras de la paz» son precisamente las
causantes de que no la haya. El infierno que es en la actualidad el
Oriente Medio es la mejor prueba de lo que estoy diciendo.
«Irán e Irak se destrozan mutuamente con una santa
ferocidad inspirada por Alá, superando ya la espantosa cifra
de medio millón de muertos. Irak por vengar viejas ofensas
patrias de los iraníes y éstos por la extensión de una santa
revolución islámica. Drusos y cristianos se matan animados
por un heredado rencor religioso. Los palestinos se aniquilan
entre sí por razones patrióticas entremezcladas con razones
religiosas. Siria y Libia colaboran en la guerra santa contra el
Gobierno cristiano del Líbano. Norteamericanos y franceses
vuelan por los aires a impulsos de una dinamita empapada de
odio racial y religioso. Y en la base de todo este caos, y como
origen de él, el ciego fanatismo religioso de Israel que un buen
día y contra todo derecho (inspirados por las palabras de
Yahvé, ¡pronunciadas hace ya 4.000 años!) despojaron de su
patria a los palestinos, convirtiéndolos en un pueblo errante y
desesperado. De víctimas del salvajismo nazi, los israelíes se
han convertido en los nazis del Oriente Medio.
»¿Por qué todo este horrendo infierno del Líbano? Por
ideas "sagradas" fomentadas por líderes religiosos, y
defendidas con furor por fanáticos descerebrados, que en vez
de usar su cabeza se dejan llevar por sus sentimientos.»
(Defendámonos de los dioses, cap. 9.)
Éstos son los «visibles señores del mundo».
Con tales señores ¿se puede extrañar alguien que la historia
humana haya sido el conjunto de horrores que ha sido, y que en la
actualidad, cuando ya nos consideramos poseedores de una
tecnología avanzadísima, tengamos a medio mundo convertido en un
volcán de guerras, con millones de personas pasando hambre, con
docenas de especies de animales extinguiéndose cada año, con
lagos, mares y ríos envenenados, y con la mayor parte de los
bosques enfermos por la atmósfera contaminada?
El hombre verdaderamente racional y con sentimientos llora
ante tal panorama. Pero «los visibles señores del mundo», tan
tranquilos, siguen adelante con sus «guerras de las galaxias» o
jugando a las «reuniones cumbre» sin que sean capaces de llegar a
ningún acuerdo, inflando artificialmente los intereses y los precios del
oro, y hasta emitiendo nuevas Encíclicas sobre dogmas olvidados,
con las que intentan seguir teniendo atontadas las mentes de los
fieles o alentando a los que detonan coches-bomba para defender la
gloria de Alá.
¿Quién nos librará de semejantes señores? Y puesto que no
han venido de fuera sino que son de nuestra propia carne y sangre,
será lógico que nos preguntemos: ¿por qué, en cuanto el ser humano
se encumbra, se vuelve un verdugo para sus hermanos y se
deshumaniza tanto?
¿Por qué, aunque entre estos señores los haya rectos y con
buena voluntad, las maquinarias rectoras del mundo, las reglas
sociales por las que se gobierna el planeta, las grandes instituciones
internacionales, los mayores centros del saber donde se trazan los
nuevos rumbos de la Humanidad, se han hecho tan egoístas e
inhumanos a pesar de sus pronunciamientos contrarios, y se han
olvidado tanto de la paz, la justicia y el amor, que son los valores
fundamentales a los que todo ser humano aspira?
Creo que la solución a tan importante pregunta —aunque la
ciencia oficial no lo quiera admitir— está en lo que diremos en el
resto de este libro. Está en los «señores invisibles» de los que los
«visibles» no son más que meros servidores, que lo único que hacen
es obedecer las órdenes que aquéllos les dictan, aunque lo hagan
inconscientemente las más de las veces.
PRESENTACIÓN DE LOS CASOS
Unas breves palabras que sirvan de introducción a la serie de
casos que a continuación le presentaremos al lector.
La mayor parte son producto de mis muchas andanzas e
indagaciones por diversas naciones de América. Excepto el primero,
que es un caso histórico, los demás son contemporáneos en los que
yo he interrogado a los testigos y en ocasiones he acudido con ellos
a los mismos lugares en donde habían sucedido los hechos, tratando
siempre de llegar al fondo de la verdad.
La razón de exponerlos es para probar que en la actualidad
siguen sucediendo las mismas cosas que siempre se nos han
presentado como «leyendas» o habladurías folklóricas.
Los casos son muy variados como variada es la actuación de
estas entidades en nuestro mundo. De ellos se puede decir lo que de
todo el fenómeno: que son contradictorios entre sí; porque los hay
explicables y con cierta lógica, y del todo inexplicables; los hay
positivos y negativos, llegando algunos a ser hasta tiernos mientras
que otros son horripilantes. Pero todos son reales y de ello doy fe.
Sin embargo los casos de ninguna manera son la esencia de
este libro, tal como sucede con otros que tratan del fenómeno OVNI,
en los que el autor se limita a presentar los hechos que conoce
dejando al lector sin saber qué pensar ante tan dispares actuaciones.
Al igual que tampoco es el propósito principal de este libro el
tratar de convencer al lector de que los casos son auténticos y de
que los hechos no se deben a errores o falsas interpretaciones, o
que «todo proviene de la mente» y que en definitiva el fenómeno es
real. Es una lástima que todavía se siga perdiendo el tiempo en eso y
buscando pruebas para convencer a los inconvencibles.
La esencia de este libro la constituyen las conclusiones a que
el autor ha llegado después de analizar éstos y muchos otros hechos
en los cuales no aparece el OVNI por ningún lado y sin embargo
proceden de la misma gran causa de la que proceden los OVNIS, el
fenómeno religioso y muchos otros hechos paranormales que se dan
en este mundo.
Privar al fenómeno OVNI de su contenido psíquico, parafísico
y hasta trascendente es no tener idea de lo que es el fenómeno. Lo
mismo que creer que los milagros de todas las religiones son
puramente «divinos» sin tener nada que ver con los fenómenos que
estudia la parapsicología, es ser simplemente un pobre fanático; y
negarse a admitir que en este mundo hay muchos hechos extraños
que contradicen las teorías científicas más serias, es ser un miope
cerebral aquejado de «ciencifitis».
Presentamos todo este mosaico de hechos extraños e
inexplicables para que de una vez por todas se nos rompa nuestra
dura cabeza de «racionalistas puros» contra ellos y nos
convenzamos por fin de que los humanos no somos los señores del
mundo y los reyes de la creación, y de que la Naturaleza y el cosmos
son libros en los que tenemos todavía mucho que aprender.
Caso n.° 1 EL DOCTOR TORRALBA
Comenzamos la presentación de casos con uno del que no
puede haber duda ya que pertenece a la historia del Siglo de Oro
español. De él no se ha escrito mucho, pero sí lo suficiente como
para que no queden dudas de la existencia del personaje y de las
hazañas en que su vida se vio envuelta, aunque en la manera de
explicarlas discrepamos bastante de las conclusiones de los
historiadores que han tratado el tema.
El principal testigo de la existencia de este individuo es nada
menos que Cervantes, quien hace decir a Don Quijote, subido a su
Clavileño:
«Acuérdate del verdadero cuento del Licenciado
Torralba a quien llevaron los diablos en volandas por el aire,
caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas
llegó a Roma y se apeó en Torre de Nona... y vio todo el
fracaso, asalto y muerte de Borbón, y por la mañana estaba
de vuelta en Madrid ya, donde dio cuenta de todo lo que había
visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire mandó
el diablo que abriese los ojos y los abrió y se vio tan cerca a
su parecer del cuerpo de la Luna que la pudiera asir con la
mano y que no osó mirar a tierra por no desvanecerse.»
En efecto, Cervantes, permitiéndose alguna licencia literaria o
inexactitud histórica al explicar los hechos, se refiere al doctor
Eugenio Torralba, famoso médico español del siglo xv-xvi, quien
después de haber vivido en Roma bastantes años y después de
haber ganado allí gran fama por sus artes curatorias, se trasladó a la
Corte española y se relacionó con toda la nobleza y con las altas
jerarquías eclesiásticas, a las que siempre les ha gustado mucho
codearse con los poderosos.
Era natural de Cuenca y a su vuelta a España pasó la mayor
parte del tiempo en Valladolid, en donde mayormente radicaba la
corte ya que Madrid aún no se había afianzado como capital de
España.
Allí era famoso no sólo por las extraordinarias curaciones que
hacía, sino por un extraño amigo que tenía, llamado Zequiel, del que
corría la voz que no era un ser de este mundo. He aquí cómo lo
describe Marcelino Menéndez y Pelayo en su Historia de los
heterodoxos españoles:
«... se le apareció al doctor como Mefistófeles a Fausto,
en forma de joven gallardo y blanco de color, vestido de rojo y
negro y le dijo: "Yo seré tu servidor mientras viva." Desde
entonces le visitaba con frecuencia y le hablaba en latín o en
italiano y como espíritu de bien, jamás le aconsejaba cosa
contra la fe cristiana ni la moral; antes le acompañaba a misa
y le reprendía mucho todos sus pecados y su avaricia
profesional. Le enseñaba los secretos de plantas, hierbas y
animales, con los cuales alcanzó Torralba portentosas
curaciones; le traía dinero cuando se encontraba apurado de
recursos, le revelaba de antemano los secretos políticos y de
Estado, y así supo nuestro doctor, antes de que aconteciera, y
se los anunció al cardenal Cisneros, la muerte de Don García
de Toledo en los Gelves y la de Don Fernando el Católico y el
encumbramiento del mismo Cisneros a la regencia y la guerra
de las comunidades. El cardenal entró en deseos de conocer
a Zequiel, que tales cosas predecía; pero como era espíritu
tan libre y voluntarioso, Torralba no pudo conseguir de él que
se presentase a fray Francisco (Cisneros).»
(Es de notar qué ya en el nombre que se atribuía a sí
mismo el misterioso personaje se da el primer paralelo entre él
y los «extraterrestres» de nuestros días, que de ordinario
escogen para sí mismos nombres que se parecen a algún
personaje famoso o a algo relacionado con el contactado. En
la España del siglo xvi había que estar muy claro en cuanto a
ortodoxia y sobre todo en cuanto a carencia de trato alguno
con el demonio ya que la Inquisición amenazaba, y no de
broma, con sus santas mazmorras. El nombre «Zequiel» se
parece mucho a uno de los cuatro profetas mayores —
Ezequiel— y al mismo tiempo recuerda en su desinencia los
de los arcángeles, con los que Zequiel daba la impresión de
querer ser relacionado, para huir de toda posible relación con
Satanás.)
La descripción que el doctor Torralba hace de Zequiel,
coincide con lo que muchos de los modernos «contactos» nos dicen
de los personajes que los visitan o que los transportan en sus naves.
Uno de los rasgos físicos más notables de Zequiel era el ser muy
blanco y muy rubio, cualidades casi normales en los «extraterrestres
buenos» de hoy día, ya que los «extraterrestres malos» suelen ser
descritos mucho más frecuentemente por los «contactos» como feos,
cabezones y de piel oscura o de colores raros.
El primer contacto del doctor Torralba con Zequiel fue más
bien indirecto, ya que se comunicaba con un fraile de la Orden de
Santo Domingo, que vivía en Roma, y al que se le aparecía de
ordinario en fechas relacionadas con las fases de la Luna. Un buen
día, el fraile le preguntó a Zequiel si tendría inconveniente en tomar
bajo su protección al doctor Torralba —a quien el dominico le estaba
muy agradecido pues lo había curado de una molesta enfermedad—
y Zequiel le contestó que no tendría inconveniente y desde entonces
quedó sellada la amistad que los uniría por toda la vida,
Por supuesto, durante toda la vida de Torralba, porque
Zequiel, a juzgar por sus manifestaciones, continuaría viviendo aún
por mucho tiempo después de la muerte de su protegido, lo mismo
que había vivido por mucho tiempo antes de que él hubiese nacido.
Como ya hemos visto, Torralba, a causa de sus muchos
conocimientos de medicina, tenía abiertas todas las puertas de la
Corte y su fama llegaba hasta el extranjero, de donde venían a
curarse con él. En 1525 fue nombrado médico de la Corte de Doña
Leonor, reina viuda de Portugal, pero su estancia en aquel país duró
poco, aunque el tiempo que estuvo hizo maravillas.
Y no sólo por sus conocimientos en medicina era Torralba
famoso, sino por lo mucho que sabía de teología, que por aquellos
años alcanzaba en España un gran florecimiento. Gustaba de discutir
los tópicos teológicos con distinguidos profesionales, frailes en su
mayoría, a pesar de que él era laico y no se había distinguido por sus
estudios en esa disciplina.
Zequiel instruía al doctor en toda suerte de cosas y a veces no
sólo a él sino a otros amigos que se lo pedían, aunque muy
raramente se dejaba ver de ellos. En una ocasión, un tal Camilo
Ruffini, natural de Nápoles, le pidió a Torralba que le dijese a Zequiel
que le diese una fórmula para ganar en el juego. Zequiel, que en
otras ocasiones se había negado rotundamente a semejante cosa,
en ésta accedió y le dio una especie de fórmula que consistía en
unas letras cabalísticas; jugó Ruffini con ella y ganó la no pequeña
cantidad de cien ducados. El mismo Zequiel le aconsejó que no
jugase al día siguiente, porque era Luna menguante y perdería.
En Roma, Torralba gozaba de gran amistad con no menos de
diez cardenales, y varios de ellos acudieron en más de una ocasión a
él para que intercediese con su protector en favor de ellos.
Un detalle curioso es que Zequiel reprendía a su protegido
porque éste cobraba, y no poco, por las curaciones que hacía,
valiéndose de los conocimientos que él le había dado. Le decía que
no debería cobrar, pues a él no le había costado nada adquirir esos
conocimientos. Al mismo tiempo, lo censuraba cuando lo veía triste
por falta de dinero. Sin embargo, curiosamente, después de estas
reprensiones, Torralba solía encontrar en su cama o en algún lugar
inesperado, cantidades de monedas que le servían para salir de los
aprietos financieros en los que se encontrase.
Con el paso de los años, la confianza de Torralba en su
protector y la superioridad que en él fue desarrollándose, lo llevó a
mantener menos en secreto sus extrañas relaciones, al mismo
tiempo que se atrevía a cosas mayores sin preocuparle que ello
fuese a levantar sospechas en la Inquisición acerca de la identidad
de su misterioso amigo.
Como nos decía don Marcelino, con frecuencia hacía
predicciones de sucesos que luego resultaban exactas. Uno de los
episodios que más puso en guardia a los inquisidores fue la detallada
descripción que hizo del famoso «Saco de Roma» que ocurrió el 6 de
mayo de 1527. Torralba, ante un grupo de admirados hombres
importantes de la Corte en Valladolid, describió minuciosamente los
detalles del saqueo y hechos tan importantes como el degüello del
Condestable de Francia, Carlos de Borbón, y el encarcelamiento del
Papa en el castillo de Santángelo. Preguntado que cómo lo sabía,
dijo con toda tranquilidad que «porque él había estado allí».
Cuando tras varias semanas llegaron las noticias oficiales a la
Corte, confirmando todos los detalles que el doctor Torralba había
dado, la Inquisición se sintió obligada a llamarlo a declarar. Éste fue
el inicio de todos sus males. Fue encarcelado y tras tres años de
prisión, en los que se preparaba el acta de su proceso —la
administración de la justicia era entonces tan lenta y tan mala como
en nuestros días— fue sentenciado a sufrir tormento, volviéndose
entonces contra él o abandonándolo todos sus amigos eclesiásticos
y de la Corte, algunos de los cuales, como el cardenal Volterra y un
general de cierta Orden religiosa, le habían suplicado en años
anteriores que les cediese la protección de Zequiel. Y como vimos,
hasta el cardenal Cisneros le había pedido en cierta ocasión que le
presentase a Zequiel, cosa a la que éste se negó. Se ve que conocía
mejor que Torralba a los políticos y a los jerarcas eclesiásticos.
La manera como el doctor Torralba explicaba sus viajes se
asemeja mucho a lo que algunos contactos modernos nos dicen, y
muchísimo a lo que leemos de las brujas. En una ocasión, en 1520,
estando en Valladolid, le dijo a don Diego de Zúñiga su gran amigo
—otro peje noble que luego fue el que lo denunció a la Inquisición—
que él se iba a ir a Roma «por los aires, cabalgando en una caña y
guiado por una nube de fuego», cosa que en efecto hizo, ya que al
día siguiente de decir esto estaba en Roma.
Mucho más interesante fue la descripción de cómo hizo el
viaje de ida y vuelta de Valladolid a Roma, en 1527. He aquí cómo lo
cuenta Menéndez Pelayo:
«Salieron de Valladolid en punto de las once, y cuando
estaba a orillas del Pisuerga, Zequiel hizo montar a nuestro
médico en un palo muy recio y ñudoso, le encargó que cerrase
los ojos y que no tuviera miedo, le envolvió en una niebla
oscurísima y después de una caminata fatigosa, en que el
doctor, más muerto que vivo, unas veces creyó que se
ahogaba y otras que se quemaba, remanecieron en Torre
Nona y vieron la muerte del Bor-bón y todos los horrores del
saco. A las dos o tres horas estaban de vuelta en Valladolid...
Antes de separarse, Zequiel le dijo al doctor: "Desde ahora
deberás creerme cuanto te digo."»
Sería demasiado largo transcribir todos los pormenores de la
vida del doctor Torralba. En los anales de la Inquisición, en donde se
narra todo su proceso, hay muchos otros detalles que nos dan
derecho a ver en él a un auténtico «contacto» del siglo xvi.
Naturalmente, las circunstancias en que él vivió son las que
condicionan su descripción de todo el fenómeno, con ausencia de
detalles técnicos de instrumentos, aparatos o vehículos espaciales.
En cambio sí se hace curioso el uso de un palo para cabalgar sobre
él, que lógicamente tenía que resultar tan sospechoso para los
inquisidores, como el uso de fórmulas cabalísticas o la relación con
las fases de la Luna, y hasta la aparición repentina de un pequeño
ser, sucedida a instancia de Zequiel en Madrid. De todos estos
detalles podríamos hablar mucho, pero no es éste el lugar para
hacerlo.
Por supuesto que la ciencia oficial (en este caso representada
por el famoso psiquiatra español doctor López Ibor) no cree que los
hechos narrados por el doctor Torralba y admitidos por la Inquisición
sean verdaderos, y de hecho le llama a Torralba «gran embustero y
loco» y dice de él que eso les sucede a los que «mienten mucho en
diferentes tiempos», añadiendo que lo hizo por «necios caprichos o
locuras perniciosas».
Discrepamos radicalmente del doctor López Ibor. Una vez más
la ciencia, por sus mismos principios parciales y en cierta manera
miopes, se autolimita incapacitándose para poder ver la realidad.
Ésta es la razón por la que repetidamente sostengo que hay ciertos
campos en los que los investigadores tienen que seguir sus
indagaciones sin preocuparse demasiado de lo que la ciencia oficial
diga, ya que ésta lógicamente será la última en enterarse de cuál es
la realidad. La psiquiatría, en concreto, dará un paso trascendental
cuando se entere de cuál es la realidad que hay detrás de los hechos
descritos por el doctor Torralba.
Si él fuese el único en contar semejantes cosas yo sería el
primero en atribuir todas sus narraciones a pura fantasía. Pero a lo
largo de la historia y en nuestros mismos días ha habido y hay
innumerables hombres y mujeres que nos cuentan cosas
semejantes. Y muchos de ellos, al igual que Torralba, tienen pruebas
para demostrar que lo que dicen es verdad. Lástima que en muchas
ocasiones la ciencia prejuiciada no tenga oídos para analizar esas
pruebas.
Por aquellos mismos años, en tierras de Navarra y La Rioja se
decían cosas muy parecidas de un eclesiástico, el cura de Bargota,
cerca de Viana, «que hacía extraordinarios viajes por el aire, pero
siempre con algún propósito benéfico o de curiosidad, como por
ejemplo el de salvar la vida a Alejandro VI contra ciertos
conspiradores, el de presenciar la batalla de Pavía, etc., todo con la
ayuda de su "espíritu familiar" cuyo nombre no ha llegado hasta
nosotros».
Y para que el lector vea que semejantes hechos no son puras
habladurías fruto de la mente calenturienta del pueblo, le diremos
que el año 1527, un año antes de la prisión de Torralba, la Inquisición
de Navarra celebraba un juicio contra veintinueve brujas a las que
condenó por delitos de hechicería, entre los que estaba el «volar por
los aires». Y vea el lector lo que el sesudo Menéndez Pelayo dice al
respecto:
«El juez pesquisidor quiso certificarse de la verdad del
caso y ofreció el indulto a una bruja si a su presencia y a la de
todo el pueblo se untaba y ascendía por los aires, lo cual hizo
con maravillosa presteza, remaneciendo a los tres días en un
campo inmediato.»
Es decir que según las actas, se elevó realmente por los aires
y por allá anduvo nada menos que tres días. Pero en vez de estudiar
seriamente cómo podía realizar semejante proeza o en vez de darle
por ello una medalla como a la primera mujer astronauta, el
fanatismo de aquellos jueces hizo «que las brujas fueran condenadas
a azotes y cárcel de resultas de toda aquella barahúnda». Para los
jueces o para don Marcelino, elevarse por los aires únicamente era
«una barahúnda». Así procede la ciencia prejuiciada y así ha
procedido y sigue procediendo la justicia en nuestros días cuando los
jueces están imbuidos de principios religiosos fanáticos.
Y las brujas navarras tuvieron suerte, porque algunas de
Zaragoza «fueron relajadas al brazo secular (es decir, fueron
quemadas vivas), en 1536, tras larga discordia de pareceres entre
los jueces».
El lector pensará que todas éstas son «historias» en el sentido
peyorativo de la palabra. Pero debe saber que en nuestros días sigue
sucediendo lo mismo, aunque naturalmente no pasen cosas así
todos los días y precisamente donde él está.
Yo para poder ver algo por el estilo tuve que tomarme el
trabajo de viajar hasta el centro de Portugal, en Ladeira do Pinheiro,
en donde la vidente María da Conceiçao se había ya elevado en el
aire en no menos de dieciséis ocasiones, perdiéndose en algunas de
ellas entre las nubes, en presencia de cientos de devotos que
rezaban fervientemente el rosario.
Yo no fui tan afortunado como para ver tamaño prodigio, pero
sí pude ver cómo comenzaba a elevarse en el aire hasta una altura
como de medio metro, pasándose en seguida a una silla en la que
estuvo en trance unas dos horas.
Y en el campo de la ovnística, es famoso el caso de un
paracaidista que tras haberse lanzado de su avión tardó tres días en
llegar a tierra, sin poder recordar dónde había estado en todo aquel
tiempo.
En los capítulos finales de este libro, el lector encontrará a
modernos doctores Torralba con sus correspondientes «Zequieles».
Pero para describir sus biografías no tendré que acudir a ningún
historiador, porque yo mismo he sido testigo directo de sus increíbles
hazañas.
Caso n.° 2 EL JUGUETE IMPOSIBLE
Narraré este caso tal como me lo contó el mismo testigo, que
únicamente me dio permiso para hacerlo tras muchas vacilaciones y
con la condición estricta de que omitiese todos los detalles que
pudiesen llevar a alguien a su identificación.
Hace unos años, hechos como éste eran los que hacían
perder credibilidad al fenómeno OVNI y desanimaban a los
investigadores que se consideraban a sí mismos «científicos». Sin
embargo hoy, después de 30 años largos, los investigadores más
despiertos, y en cierta manera la opinión pública, están ya más
preparados para aceptar este aspecto paranormal del fenómeno, lo
mismo que se van convenciendo de sus muchos aspectos
parafísicos que tanto intrigan y hasta malhumoran a los conocedores
de las ciencias físicas.
Omitiré por lo tanto nombres y ubicaciones, tal como me lo
pidió el contacto, quien bastante ha tenido ya que sufrir con haber
sido testigo mudo por tantos años de hechos tan alucinantes e
«imposibles».
Hace algo más de 45 años, cuando nuestro testigo (al que en
adelante llamaremos Julio) tenía menos de 10 años de edad, vio
encima de sí, en una región en la que siempre ha existido una gran
actividad ovnística, algo que flotaba en el aire como a unos 20
metros de altura. Por supuesto que él no tenía idea de lo que era
aquello, pues nunca en su vida había oído hablar de semejante cosa,
pero su ingenuidad de niño campesino, junto con la natural
curiosidad de su edad, lo impulsaron a interesarse por averiguar qué
era aquella cosa extraña que flotaba en el aire.
En vez de huir o asustarse se dedicó a observar. Al cabo de
un rato sintió que de arriba lo alzaban y en pocos instantes se vio
dentro de una habitación circular, con una luz «que no era como la
del Sol» y rodeado de objetos y cosas que no sólo no le eran
familiares, sino que eran totalmente distintas de todo lo que él había
visto hasta entonces.
Aún no había salido de su asombro cuando vio una niña como
de unos seis años que vino hacia él muy sonriente y en ademán de
jugar y efectivamente en seguida empezó a enseñarle todos los
juguetes que ella tenía en aquella casa tan rara.
Julio observaba todo con mucha atención, y aunque se daba
cuenta de que estaba viendo cosas que nada tenían en común con lo
que él había visto hasta entonces, en la humilde casa de sus padres
o en cualquier otro sitio, no estaba atemorizado y sí genuinamente
interesado en todo lo que le estaban enseñando. La niña siguió
mostrándole sus juguetes hasta que llegó a uno que será el objeto
central de este caso.
El juguete era una caja pequeña de unos 20 X 20 X 10 cm y
no tenía nada por fuera que indicase sus enormes potencialidades.
La niña ponía sus pequeñas manos sobre ella y en seguida se
empezaba a formar en la parte superior de la caja una especie de
vapor hecho de muchas luces, que giraba vertiginosamente, hasta
que casi de repente aparecía ante ellos una criatura pequeña,
humanoide, como de un metro de altura y una inteligencia semejante
a la de un mono. No hablaba y parecía estar muy extrañada del lugar
en que se encontraba de repente, como si la hubiesen traído allí
contra su voluntad.
La niña era capaz de sacar de la caja cuantas criaturas quería,
todas semejantes a la primera, y todas le obedecían sin chistar
incluso cuando las volvía a meter, haciéndolas desaparecer dentro
de la caja de la misma manera misteriosa como las había sacado.
Primero las convertía en una especie de vapor, que repentinamente
se precipitaba por una pequeña rendija hacia dentro. Digo que las
hacía desaparecer dentro de la caja porque las criaturas
evidentemente no cabían dentro, aunque hubiese habido una sola.
Daba más bien la impresión de que se desmaterializaban.
Julio pasó un gran rato allá dentro conversando con la niña y
viendo las muchas cosas que ella le enseñó, hasta que llegó la hora
de irse. Entonces la niña le dijo si quería quedarse con la caja,
porque él había mostrado mucho entusiasmo cuando la veí
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Comentarios
Excelente audio libro... gracias por ayudar a despertar...
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gran maestro!!
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