El Lado Activo del Infinito. Carlos Castaneda
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EL LADO ACTIVO
DEL INFINITO
Carlos Castaneda
Este libro fue pasado a formato Word para facilitar la difusión, y con el propósito de
que así como usted lo recibió lo pueda hacer llegar a alguien más. HERNÁN
Para descargar de Internet: Biblioteca Nueva Era
Rosario – Argentina
Adherida al Directorio Promineo
FWD: www.promineo.gq.nu
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Índice
Prefacio ......................................................................................................................2
«Sintaxis» ....................................................................................................................2
«La otra sintaxis» .........................................................................................................3
Introducción .................................................................................................................3
UN TEMBLOR EN EL AIRE
Un viaje de poder .........................................................................................................12
El intento del infinito .....................................................................................................16
¿Quién era Juan Matus, en realidad? ............................................................................23
EL FINAL DE UNA ERA
Las profundas preocupaciones de la vida cotidiana ........................................................26
La vista que no pude soportar .......................................................................................30
La cita inevitable ..........................................................................................................32
El punto de ruptura ......................................................................................................34
Las medidas de la cognición .........................................................................................38
Agradeciendo ..............................................................................................................42
MÁS ALLÁ DE LA SINTAXIS
El acomodador ............................................................................................................46
La interacción de energía en el horizonte ......................................................................52
Viajes por el oscuro mar de la conciencia ......................................................................58
La conciencia inorgánica ..............................................................................................62
La vista clara................................................................................................................66
Sombras de barro ........................................................................................................70
EMPRENDIENDO EL VIAJE DEFINITIVO
El salto al abismo .........................................................................................................77
El viaje de regreso .......................................................................................................86
Este libro está dedicado a los dos hombres que me dieron el ímpetu y las herramientas para llevar a cabo
trabajo de campo antropológico: el profesor Clement Meighan y el profesor Harold Garfinkel. Siguiendo sus
sugerencias, me sumergí en una situación de trabajo de campo de la cual nunca salí. Si no logré satisfacer el
espíritu de sus enseñanzas, así sea. No pude evitarlo. Una fuerza mayor, que los chamanes llaman el infinito,
me tragó antes de que pudiera formular propuestas claras en el campo de las ciencias sociales.
PREFACIO
SINTAXIS
Un hombre mirando fijamente sus ecuaciones dijo que el universo tuvo un comienzo.
Hubo una explosión, dijo.
Un estallido de estallidos, y el universo nació.
Y se expande, dijo.
Había incluso calculado la duración de su vida: diez mil millones de revoluciones de la Tierra alrededor del
Sol.
El mundo entero aclamó;
hallaron que sus cálculos eran ciencia.
Ninguno pensó que al proponer que el universo comenzó,
el hombre había meramente reflejado la sintaxis de su lengua madre;
una sintaxis que exige comienzos, como el nacimiento, y desarrollos, como la maduración,
y finales, como la muerte, en tanto declaraciones de hechos.
El universo comenzó,
y está envejeciendo, el hombre nos aseguró,
y morirá, como mueren todas las cosas,
como él mismo murió luego de confirmar matemáticamente
3
la sintaxis de su lengua madre.
LA OTRA SINTAXIS
¿El universo, realmente comenzó?
¿Es verdadera la teoría del Gran Estallido?
Éstas no son preguntas, aunque suenen como si lo fueran.
¿Es la sintaxis que requiere comienzos, desarrollos y finales en tanto declaraciones de hechos, la única
sintaxis que existe?
Ésa es la verdadera pregunta.
Hay otras sintaxis.
Hay una, por ejemplo, que exige que variedades de intensidad sean tomadas como hechos.
En esa sintaxis, nada comienza y nada termina;
por lo tanto, el nacimiento no es un suceso claro y definido,
sino un tipo específico de intensidad,
y asimismo la maduración, y asimismo la muerte.
Un hombre de esa sintaxis, mirando sus ecuaciones, halla
que ha calculado suficientes variedades de intensidad para decir con autoridad
que el universo nunca comenzó
y nunca terminará,
pero que ha atravesado, atraviesa, y atravesará
infinitas fluctuaciones de intensidad.
Ese hombre bien podría concluir que el universo mismo
es la carroza de la intensidad
y que uno puede abordarla
para viajar a través de cambios sin fin.
Concluirá todo ello y mucho más,
acaso sin nunca darse cuenta
de que está meramente confirmando
la sintaxis de su lengua madre.
INTRODUCCIÓN
Este libro es una colección de los sucesos memorables de mi vida. Los coleccioné siguiendo la recomendación
de don Juan Matus, un chamán yaqui de México, el cual como maestro se esforzó durante trece años en
hacerme accesible el mundo cognitivo de los brujos que vi vieron en México en tiempos antiguos. La sugerencia
de don Juan de que yo reuniera esta colección de sucesos memorables, la hizo casualmente, como si se le
hubiera ocurrido en ese momento. Ése era el estilo de enseñanza de don Juan. Encubría la importancia de
ciertas maniobras detrás de lo mundano. Escondía, de esta manera, la punzada de la finalidad, presentándolas
como algo que no difería de ninguna de las preocupaciones de la vida cotidiana.
Don Juan me reveló con el paso del tiempo que los chamanes del México antiguo habían concebido esta colección
de sucesos memorables como una auténtica es tratagema para remover reservas de energía que
existen dentro del ser. Explicaban que estas reservas estaban compuestas de energía que tiene origen en el
cuerpo mismo y que es desplazada por las circunstancias de nuestra vida cotidiana hasta quedar fuera del
alcance. En ese sentido, esta colección de sucesos memorables era para don Juan, y para los chamanes de su
linaje, el medio para redistribuir su energía inutilizada.
El requisito previo para esta colección era el acto genuino, llevado a cabo con todo el ser, de reunir la suma
total de las emociones y las comprensiones de uno, sin dejar nada omiso. Según don Juan, los chamanes de
su linaje estaban convencidos de que la colección de sucesos memorables era el vehículo para el ajuste
emocional y energético necesario para aventurarse, en términos de percepción, a lo desconocido.
Don Juan describió la meta total del conocimiento chamánico que él manejaba como la preparación para
enfrentarse al viaje definitivo, el viaje que todo ser humano tiene que emprender al final de su vida. Dijo que a
través de su disciplina y resolución, los chamanes eran capaces de retener su conciencia y propósito individuales
después de la muerte. Para ellos, el estado idealista y vago que el hombre moderno llama «la vida después
de la muerte» es una región concreta repleta de asuntos prácticos de un orden diferente al de los asuntos
prácticos de la vida cotidiana, y que sin embargo tienen una practicalidad funcional semejante. Don Juan
consideraba que coleccionar los sucesos memorables en sus vidas era para los chamanes la preparación para
entrar en esa región concreta que llamaban el lado activo del infinito.
Estábamos don Juan y yo conversando una tarde bajo su ramada, una estructura abierta construida de varas
delgadas de bambú. Parecía un pórtico con techo que protegía un poco del sol, pero no de la lluvia. Había unas
cajas fuertes y pequeñas, de esas que se utilizan para envíos de carga, que servían de bancas. Sus etiquetas
de carga estaban desteñidas y parecían ser más de adorno que de identificación. Yo estaba sentado sobre una
de ellas. Estaba reclinado con la espalda contra la pared frontal de la casa. Don Juan permanecía sentado en
otra caja, reclinado contra una de las varas que servían de soporte a la ramada. Yo acababa de llegar hacía
4
cinco minutos. Había sido un viaje en coche de todo un día, en un clima húmedo y caluroso. Estaba nervioso,
inquieto y sudado.
Don Juan empezó a hablarme en cuanto me encontré cómodamente sentado sobre la caja. Con una amplia
sonrisa, me comentó que la gente gorda casi nunca sabe combatir la gordura. La sonrisa que jugaba en sus
labios me daba la impresión de que no se estaba haciendo el chistoso. Me estaba indicando, de la manera más
indirecta y directa a la vez, que yo estaba gordo.
Me puse tan nervioso que volqué la caja en que es taba sentado y mi espalda golpeó con fuerza la delgada
pared de la casa. El impacto sacudió la casa hasta sus cimientos. Don Juan me echó una mirada inquisitiva,
pero en vez de preguntarme si estaba bien, me aseguró que no había dañado la casa. Entonces, en tono muy
comunicativo, me explicó que esa casa era una vivienda provisional, que en realidad él vivía en otra parte.
Cuando le pregunté dónde vivía, se me quedó mirando. No era una mirada de enojo; era más bien para
disuadir preguntas inoportunas. No comprendí lo que quería. Estaba a punto de volver a hacer la misma
pregunta cuando me detuvo.
-Aquí no se hacen preguntas de esa naturaleza -me dijo con firmeza-. Pregunta lo que quieras de
procedimientos o de ideas. Cuando esté listo para decirte dónde vivo, si es que sucede alguna vez, te lo diré
sin que me lo preguntes.
Instantáneamente me sentí rechazado. Sin querer, me enrojecí. Estaba completamente ofendido. La risotada
de don Juan empeoró mi disgusto. No sólo me había rechazado, me había insultado y luego se había reído de
mí.
-Vivo aquí temporalmente -prosiguió, sin prestar atención a mi mal humor-, porque éste es un centro mágico.
La verdad es que vivo aquí por ti.
Su declaración me desconcertó. No lo podía creer. Pensé que lo decía para consolarme, para que no siguiera
yo tan enojado.
-¿De veras, vive usted aquí por mí? -le pregunté finalmente sin poder contener mi curiosidad.
-Sí -me dijo en tono sereno-. Te tengo que preparar. Eres como yo. Voy a repetirte lo que te he dicho
anteriormente: la búsqueda de cada nagual o líder de cada generación de chamanes, consiste en encontrar un
nuevo hombre o mujer, que, como él mismo, revele una doble estructura energética: yo vi esa característica en
ti cuando estábamos en la estación de autobuses de Nogales. Cuando veo tu energía, veo dos bolas luminosas
superpuestas, una encima de la otra, y esa característica nos une. No te puedo rechazar y tú no puedes rechazarme.
Sus palabras me agitaron profundamente. Hacía un instante estaba enojado, y ahora quería llorar.
Continuó, diciendo que quería iniciarme, respaldado por la fuerza de la región donde vivía, un centro de
fuertes reacciones y emociones, en algo que los chamanes llamaban el camino del guerrero. Gente de guerra
había vivido allí durante miles de años, impregnando el territorio con su preocupación por la guerra.
Don Juan vivía en aquel tiempo en el estado de Sonora, al norte de México, a unos ciento veinte kilómetros
de la ciudad de Guaymas. Yo siempre lo visitaba allí bajo los auspicios de llevar a cabo mi trabajo de campo.
-¿Necesito entrar en estado de guerra, don Juan? -le pregunté, sinceramente preocupado, luego de oírle
decir que el preocuparme por la guerra era algo que yo necesitaría algún día. Ya había aprendido a tomar todo
lo que me decía con la mayor seriedad.
-Puedes apostar lo que quieras -me contestó con una sonrisa-. Cuando hayas absorbido todo lo que hay
aquí, me iré.
No tenía base para dudar de lo que me decía, pero no podía concebir que don Juan viviera en ninguna otra
parte. Formaba un conjunto total con todo lo que lo rodeaba. Su casa, sin embargo, sí parecía ser provisional.
Era una choza típica de los granjeros yaquis, construida de adobe, de techo plano de paja; consistía de una
habitación grande que servía para comer y dormir, y de una cocina sin techo.
-Es muy difícil tratar con gente gorda -dijo.
Parecía ser una frase incongruente, pero no lo era. Don Juan estaba simplemente volviendo al tema que había
introducido antes de que yo lo interrumpiera con el golpe de mi espalda contra la casa.
-Hace un momento, golpeaste mi casa como una de esas bolas de demolición -me dijo sacudiendo la cabeza
de lado a lado-. ¡Qué impacto! Un impacto digno de un hombre robusto.
Tenía la inquietud de que me hablaba como alguien que ya no quiere lidiar con uno. Inmediatamente me puse
a la defensiva. Me escuchó, con una sonrisita, mientras yo daba frenéticas explicaciones diciendo que mi peso
era normal para mi estructura ósea.
-Claro -concedió en tono de broma-. Tienes huesos grandes. Seguramente te podrías echar otros veinte kilos
fácilmente y nadie, te aseguro, nadie lo notaría. Yo no lo notaría.
Su sonrisa burlona me indicaba que definitivamente yo estaba rechoncho. Me preguntó entonces sobre mi
salud en general y yo seguí hablando desesperadamente para desviar otros comentarios sobre mi peso. Él
mismo cambió de tema.
-¿Cómo van tus excentricidades y aberraciones? -me preguntó con cara impávida.
Como idiota, le respondí que marchaban bien. «Excentricidades y aberraciones» era el nombre que él le había
dado a mi afán de coleccionista. En aquel momento, había vuelto con nuevo fervor a hacer algo que había
disfrutado toda mi vida: coleccionar lo que fuera. Colec cionaba revistas, timbres, discos, parafernales de la
Segunda Guerra Mundial como dagas, yelmos, banderas, etc.
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-Lo único que le puedo contar de mis aberraciones, don Juan, es que estoy tratando de vender mis colecciones
-dije con aire de un mártir a quien obligan a hacer algo odioso.
-Ser coleccionista no es tan malo -dijo como si verdaderamente lo creyera-. El quid del asunto no es que sea
coleccionista, sino lo que uno colecciona. Tú eres coleccionista de porquerías, de cosas sin valor que te
aprisionan como lo hace tu perro. No puedes irte cuando quieras si tienes que andar cuidando a tu mascota, o
si tienes que preocuparte por lo que va a pasar con tus colecciones si no estás allí para cuidarlas.
-Pero, créamelo, sí ando buscando quien las compre -protesté.
-No, no; no pienses que te estoy acusando -me contestó-. Incluso, me gusta tu espíritu de coleccionista. Lo
que no me gusta son tus colecciones, eso es todo. Me gustaría, sin embargo, utilizar tu ojo de coleccionista.
Quisiera proponerte que hagas una colección que valga la pena.
Don Juan hizo una breve pausa. Parecía que buscaba la palabra adecuada; o era quizás una vacilación
dramática, bien calculada. Me clavó con una mirada profunda y penetrante.
-Cada guerrero, obligatoriamente, colecciona material para un álbum especial -siguió don Juan-, un álbum
que revela la personalidad del guerrero, un álbum que es testigo de las circunstancias de su vida.
-¿Por qué le llama a esto una colección, don Juan? -le pregunté en tono alterado-. ¿O incluso, un álbum?
-Porque es ambas cosas -me respondió-. Pero sobre todo, es como un álbum de retratos hechos de recuerdos,
retratos que surgen al recordar sucesos memorables.
-¿Son esos sucesos memorables dignos del recuerdo de alguna manera especial?
-Son memorables porque tienen un significado es pecial en la vida de uno -dijo-. Lo que te propongo es que
hagas tu álbum, incluyendo en él un recuento completo de los sucesos que han tenido un significado profundo
para ti.
-Cada suceso de mi vida ha tenido un significado profundo para mí, don Juan -dije agresivamente, y al
instante sentí el impacto de mi propia pomposidad.
-No es cierto -me dijo sonriendo, aparentemente gozando inmensamente mi reacción-. Todo suceso en tu
vida no ha tenido un significado profundo. Hay unos cuantos, sin embargo, que considero capaces de haber
cambiado algo para ti, de haberte iluminado el camino. Por lo general, los sucesos que cambian nuestro curso
son asuntos impersonales, y a la vez extremadamente personales.
-No quiero ser necio, don Juan, pero créame, todo lo que me ha sucedido cabe en esa definición -dije, sabiendo
muy bien que mentía.
En seguida, después de haber pronunciado esa frase, quise disculparme, pero don Juan no me prestó atención.
Era como si yo no hubiera dicho nada.
-No pienses en este álbum en términos de banalidades, o en términos de un refrito trivial de las experiencias
de tu vida -me dijo.
Respiré profundamente, cerré los ojos e intenté calmar mi mente. Me estaba hablando frenéticamente a mí
mismo acerca de mi dilema: en verdad, no me gustaba nada visitar a don Juan. Ante su presencia me sentía
amenazado. Me atacaba verbalmente y no dejaba lugar para demostrarle lo que yo valía. Detestaba sentirme
humillado cada vez que abría la boca; detestaba pasar por imbécil.
Pero había otra voz dentro de mí, una voz que me llegaba desde una mayor profundidad, más distante, más
débil. En medio de los ataques de diálogo familiar, me oí decir que era demasiado tarde para regresar. Pero no
era en verdad mi voz o mis pensamientos lo que ex perimentaba; era, mejor dicho, como una voz desconocida
que decía que me había metido ya muy profundamente en el mundo de don Juan y que lo necesitaba más que
el aire mismo.
-Di lo que quieras -parecía decir-, pero si no fueras el egomaniático que eres, no estarías tan avergonzado.
-Ésa es la voz de tu otra mente -dijo don Juan, como si estuviera escuchando o leyéndome los pensamientos.
Mi cuerpo dio un salto involuntario. Mi susto fue tan intenso que me vinieron lágrimas a los ojos. Le confesé a
don Juan la confusión de mi estado.
-Tu conflicto es muy natural -dijo-. Y créeme. No lo exacerbo tanto. No soy así. Tengo algunas historias que
contarte de lo que mi maestro, el nagual Julián, me hacía. Lo detestaba desde el fondo de mi ser. Yo era muy
joven, y veía cómo lo adoraban las mujeres, se le entregaban como nada, y cuando yo quería saludarlas se
volvían hacia mí como leonas, listas para arrancarme la cabeza. Me odiaban y lo amaban. ¿Cómo crees que
me sentía?
-¿Cómo resolvió ese conflicto, don Juan? -pregunté con algo más que interés.
-No resolví nada -declaró- Eso, el conflicto o lo que fuera, era el resultado de la batalla entre mis dos mentes.
Cada uno de nosotros, como seres humanos, tenemos dos mentes. Una es totalmente nuestra, y es como una
voz débil que siempre nos trae orden, propósito, sencillez. La otra mente es la instalación foránea. Nos trae
conflicto, dudas, desesperanza, auto-afirmación.
Mi fijación sobre mis propias concatenaciones mentales era tan intensa que se me fue por completo de lo que
me decía don Juan. Podía claramente recordar cada una de sus palabras, pero no tenían sentido alguno. Don
Juan, muy calmadamente, y con la mirada fija en mis ojos, repitió lo que acababa de decir. Yo todavía era
incapaz de aprehender lo que quería decir. No podía enfocarme en sus palabras.
-Por alguna extraña razón, don Juan, no puedo enfocarme en lo que me está diciendo -le dije.
-Comprendo perfectamente -me dijo sonriendo abiertamente- y tú también lo comprenderás, y a la vez
resolverás el conflicto de que si me quieres o no, el día en que dejes de ser el yo-yo centro del mundo.
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»Entretanto -continuó-, dejemos el tema de las dos mentes y regresemos a la idea de preparar tu álbum de
sucesos memorables. Debo añadir que tal álbum es un ejercicio de disciplina e imparcialidad. Considera este
álbum como un acto de guerra.
La afirmación de don Juan -que mi conflicto de querer o no querer verlo iba a terminar cuando abandonara mi
egocentrismo- no era solución para mí. De hecho, la afirmación me enfadó más; mi frustración creció. Y cuando
le oí decir que el álbum era un acto de guerra, lo ataqué con todo mi veneno.
-La idea de que ésta es una colección de sucesos es ya bastante difícil de comprender -le dije en tono de
protesta-, pero además, el llamarle un álbum y decir que tal álbum es un acto de guerra es demasiado. Es demasiado
oscuro. Eso hace que la metáfora pierda su significado.
-¡Qué raro! Para mí es lo opuesto -contestó don Juan con mucha calma-. Que tal álbum sea un acto de
guerra tiene todo el significado del mundo para mí. No quisiera que mi álbum de sucesos memorables fuera
ninguna otra cosa que un acto de guerra.
Quería seguir con mi opinión y explicarle que sí comprendía la idea de un álbum de sucesos memorables. A
lo que me oponía era a la manera confusa en que me lo describía. En aquellos tiempos, me consideraba un
defensor de la claridad y del funcionalismo en el uso del lenguaje.
Don Juan no hizo ningún comentario sobre mi humor bélico. Simplemente asintió como si estuviera totalmente
de acuerdo conmigo. Después de un rato, o se me había acabado toda la energía, o me llegó una tremenda
oleada. De pronto, sin ningún esfuerzo por parte mía, me di cuenta de lo inútil de mis arranques. Me
sentí terriblemente avergonzado.
-¿Qué cosa se apodera de mí para comportarme de tal manera? -le pregunté a don Juan muy sinceramente.
Me encontraba, en aquel instante, totalmente confuso. Estaba tan aturdido por mi realización que sin ninguna
voluntad por mi parte, empecé a llorar.
-No te preocupes por detalles absurdos -me dijo don Juan para tranquilizarme-. Cada uno de nosotros,
hombre o mujer, es así.
-¿Quiere usted decir, don Juan, que somos mezquinos y contradictorios por naturaleza?
-No, no somos mezquinos y contradictorios por naturaleza -contestó-. Nuestras mezquindades y
contradicciones son, más bien, el resultado de un conflicto trascendental que nos afecta a cada uno de nosotros,
pero del cual sólo los chamanes tienen dolorosa y desesperadamente conciencia; el conflicto entre nuestras
dos mentes.
Don Juan me escudriñó; sus ojos eran negros como dos pedazos de carbón.
-Me habla y me habla de las dos mentes -le dije-, pero mi cerebro no guarda lo que me está diciendo. ¿Por
qué?
-Ya sabrás el porqué en su debido momento -dijo-. Por ahora, basta que te repita lo que te he dicho
anteriormente acerca de nuestras dos mentes. Una es nuestra mente verdadera, el producto de las experiencias
de nuestra vida, la que raras veces habla porque ha sido vencida y sometida a la oscuridad. La otra, la
mente que usamos a diario para todo lo que hacemos, es la instalación foránea.
-Creo que el quid del asunto es que el concepto de que la mente es una instalación foránea es tan raro que
mi mente se rehúsa a tomarlo en serio -dije, sintiendo que había descubierto algo nuevo.
Don Juan no hizo ningún comentario a lo que había dicho. Continuó con su explicación sobre las dos mentes
como si no hubiera dicho nada.
-Resolver el conflicto entre las dos mentes es una cuestión de intentarlo -dijo-. Los chamanes llaman al
intento cuando pronuncia la palabra intento en voz fuerte y clara. El intento es una fuerza que existe en el
universo. Cuando los chamanes llaman al intento, les llega y les prepara el camino para sus logros, lo cual
quiere decir que los chamanes siempre logran lo que se proponen.
-¿Quiere usted decir, don Juan, que los chamanes siempre consiguen todo lo que quieren, aunque sea algo
mezquino y arbitrario? -le pregunté.
-No, no es eso lo que quiero decir. Se puede llamar al intento para cualquier cosa -contestó-, pero los
chamanes han descubierto a las duras que el intento sólo viene para algo que es abstracto. Ésa es la válvula
de seguridad de los chamanes; de otra manera, serían insoportables. En tu caso, llamar al intento para resolver
el conflicto entre tus dos mentes, no es una cuestión ni mezquina ni arbitraria. Todo lo contrario; es un asunto
etéreo y abstracto, y a la vez es tan vital para ti como te puedas imaginar.
Don Juan hizo una pausa; entonces volvió al tema del álbum.
-Mi propio álbum, siendo acto de guerra, exigió una selección de muchísimo cuidado -dijo-. Es ahora una
colección precisa de los momentos inolvidables de mi vida, y de todo lo que me condujo a ellos. He concentrado
en él, todo lo que fue y lo que será significativo para mí. A mi parecer, el álbum de un guerrero es algo
muy concreto, algo tan acertado que acaba con todo.
No tenía yo ninguna idea de lo que don Juan quería, y a la vez, lo comprendía a la perfección. Me aconsejó
que me sentara solo y dejara que mis pensamientos, ideas y recuerdos me llegaran libremente. Recomendó
que hiciera un esfuerzo por dejar que mi voz interior hablara y me dijera qué seleccionar. Don Juan me dijo
entonces que me metiera en la casa y me acostara sobre una cama que había allí. Estaba construida de cajas
de madera y docenas de costales que me servían de colchón. Me dolía todo el cuerpo, pero cuando me acosté
sobre aquella cama, me sentí verdaderamente cómodo.
Tomé sus sugerencias a pecho y empecé a pensar acerca de mi pasado, buscando sucesos que me habían
marcado. Muy pronto me di cuenta de que mi aseveración de que cada suceso de mi vida había tenido signifi -
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cado era una tontería. Al tratar de recordar, me di cuenta de que ni sabía dónde empezar. Cruzaban por mi
mente interminables recuerdos y pensamientos disociados acerca de sucesos, pero no podía decidir si habían
sido significativos para mí. Mi impresión era que nada había tenido ninguna importancia. Parecía que había
pasado la vida como cadáver, con la facultad de caminar y hablar, pero sin poder sentir nada. Sin la menor
concentración para seguir con el tema ni llevarlo más allá de un débil intento, lo dejé y me dormí.
-¿Tuviste éxito? -me preguntó don Juan al des pertarme algunas horas después.
En vez de estar tranquilo después de haber dormido y descansado, estaba de nuevo bélico y malhumorado.
-¡No, no tuve ningún éxito! -ladré.
-¿Oíste esa voz desde las profundidades de tu ser? -me preguntó.
-Creo que sí -mentí.
-¿Qué te dijo?
-No me puedo acordar -murmuré
-Ah, has regresado a tu mente cotidiana -me dijo y me dio un golpecito en la espalda-. Tu mente de todos los
días se ha apoderado nuevamente de ti. Vamos a relajarla hablando de tu colección de sucesos memorables.
Debo decirte que la selección de lo que vas a incluir en tu álbum no es cosa fácil. Es por esa razón que dije que
hacer este álbum es un acto de guerra. Tienes que re-hacerte diez veces para saber qué seleccionar.
Comprendí claramente entonces, aunque fuera durante sólo un segundo, que tenía dos mentes; sin embargo,
el pensamiento fue tan vago que se me fue instantáneamente. Lo que quedó era la simple sensación de no
poder cumplir con el requisito de don Juan. Pero en vez de elegantemente aceptar mi incapacidad, permití que
se convirtiera en algo amenazador. Mi gran impulso en aquel tiempo era el de siempre quedar bien. Ser incompetente
equivalía a ser perdedor, algo que me era totalmente intolerable. Como no sabía cómo responder al
desafío de don Juan, hice lo único que sí sabía hacer: me enojé.
-Tengo que pensar mucho más acerca de esto, don Juan -le dije-. Tengo que darle tiempo a mi mente para
que se acostumbre a la idea.
-Por supuesto, por supuesto -me aseguró don Juan-. Toma el tiempo que quieras, pero apresúrate.
No se dijo nada más del asunto. Ya en casa, me olvi dé por completo, hasta que un día, de pronto, en medio
de una charla a la que asistía, el comando imperioso de buscar los sucesos memorables de mi vida me
sobrevino como un golpe corporal, un espasmo nervioso que me sacudió de la cabeza a los pies.
Empecé a trabajar en serio. Me tomó meses revisar experiencias de mi vida que creía significativas para mí.
Sin embargo, al examinar mi colección, me di cuenta de que se trataba de ideas sin sentido alguno. Los
sucesos que recordaba eran vagos puntos de referencia que recordaba de manera abstracta. Otra vez, tuve la
sospecha inquietante de que me habían criado para actuar sin jamás sentir nada.
Uno de los sucesos más vagos que recordé, y que quería hacer memorable a cualquier costo, fue el día en
que supe que me habían admitido a la escuela de estudios superiores de UCLA. Pero por más que trataba, no
me acordaba qué estaba haciendo ese día. No tenía nada fuera de común o interesante aparte de la idea de
que quería que fuera memorable. El ingresar en el programa de estudios superiores debería haberme hecho
sentir orgulloso o feliz, pero no fue así.
Otra muestra de mi colección fue el día en que casi contraje matrimonio con Kay Condor. Su apellido no era
en verdad Condor, pero se lo había cambiado porque quería ser actriz. Su paso a la fama era que se parecía a
Carole Lombard. Ese día me era memorable no tanto por los sucesos que se llevaron a cabo, sino porque ella
era bella y quería casarse conmigo. Me llevaba una cabeza de altura, lo cual la hacía de lo más interesante.
Me encantaba la idea de casarme con una mujer alta en una iglesia. Me alquilé un traje de frac, gris. Los pantalones
me quedaban demasiado anchos para mi estatura. No eran de campana; simplemente eran anchos y
me molestaban terriblemente. Otra cosa que me molestaba era que las mangas de la camisa color rosa que
había comprado para la ceremonia eran demasiado largas, sobrándoles unos diez centímetros; tenía que
ajustármelas con unas gomas. Fuera de eso, todo iba perfectamente hasta el momento en que los invitados y
yo nos enteramos de que Kay Condor se había arrepentido y no iba a aparecer.
Como jovencita bien educada, me mandó una carta de disculpa por un mensajero que llegó en motocicleta.
Escribió que, como no creía en el divorcio, no se podía comprometer con alguien que no compartía del todo
sus perspectivas sobre la vida. Me recordó que siempre me reía cuando pronunciaba el nombre «Condor», lo
cual revelaba la falta de respeto que guardaba para su persona. Dijo que había hablado del asunto con su madre.
Ambas me querían muchísimo, pero no lo suficiente para que formara parte de aquella familia. Añadió que,
valiente y sagazmente, todos teníamos que enfrentarnos a nuestras pérdidas.
Mi mente estaba paralizada. Cuando traté de recordar ese día, no me acordaba si me sentí horriblemente
humillado por haberme quedado allí delante de toda esa gente con ese traje de frac gris de pantalones anchos,
o si me sentí mal porque Kay Condor no se casó conmigo.
Éstos eran los únicos dos sucesos que era capaz de ver aisladamente y con claridad. Eran ejemplos pobres,
pero después de machacar, había logrado adornarlos como cuentos de aceptación filosófica. Me consideré un
ser sin verdaderos sentimientos, alguien que solamente tiene una visión intelectual acerca de todo. Tomando
las metáforas de don Juan como modelo, hasta construí una propia: un ser que vive su vida de forma indirecta
en términos de lo que debería ser.
Creía, por ejemplo, que el día que me admitieron a la escuela de estudios superiores de UCLA, debería haber
sido un día memorable. Como no lo fue, hice lo mejor que pude para imbuirlo de una importancia que estaba
lejos de sentir. Algo semejante pasó con el día que casi me casé con Kay Condor. Debía haber sido un día de8
vastador para mí pero no lo fue. Al momento de recordarlo, supe que no había nada allí e hice lo que pude para
construir lo que debería haber sentido.
En la siguiente visita que hice a la casa de don Juan, le presenté en cuanto llegué mis dos muestras de
sucesos memorables.
-Éstas son puras tonterías -declaró-. Nada de esto sirve. Estas historias están ligadas exclusivamente a ti
como persona que piensa, siente, llora o no siente nada. Los sucesos memorables del álbum del chamán son
asuntos que aguantan la prueba del tiempo porque no tienen nada que ver con él, y sin embargo, él está en
medio de ellos. Siempre estará en medio de ellos, por lo que dure su vida y quizá más allá, aunque no de
manera del todo personal.
Sus palabras me desanimaron, me dejaron del todo derrotado. En esos días, yo sinceramente pensaba que
don Juan era un viejo intransigente que encontraba un deleite especial en hacerme sentir imbécil. Me
recordaba a un maestro artesano que había conocido en la fundación de un escultor donde trabajaba mientras
estudiaba en una escuela de arte. El maestro criticaba y encontraba fallas en todo lo que hacían sus
aprendices avanzados, y exigía que corrigieran su obra según sus recomendaciones. Los aprendices se daban
vuelta fingiendo hacer las correcciones. Recuerdo el deleite del maestro cuando, al presentarle la misma obra,
decía: «Ahora sí tienes algo que vale».
-No te sientas mal -dijo don Juan sacándome de mis recuerdos-. Durante mis tiempos estaba en las mismas.
Durante años, no sólo no sabía qué seleccionar, sino que pensaba que no tenía experiencias de dónde seleccionar.
Parecía que nada me había pasado nunca. Claro que todo me había pasado, pero en mi esfuerzo de
defender la idea de mí mismo, no tenía ni el tiempo ni la inclinación para darme cuenta de nada.
-¿Me puede decir, don Juan, específicamente, qué tienen de malo mis historias? Ya sé que no son nada,
pero el resto de mi vida es exactamente igual.
-Voy a repetirte esto -me dijo-. Las historias del álbum del guerrero no son personales. Tu historia del día en
que te admitieron a la escuela no es más que una afirmación de ti mismo en el centro de todo. Sientes, no sientes;
te das cuenta, no te das cuenta. ¿Entiendes? Toda la historia tiene que ver contigo.
-¿Cómo puede ser de otra forma, don Juan? -le pregunté.
-En el otro cuento, casi llegas a lo que quiero, pero lo das vuelta y lo conviertes en algo en extremo personal.
Ya sé que puedes añadir más detalles, pero esos detalles no son nada más que una extensión de tu persona.
-Sinceramente, no entiendo lo que quiere usted, don Juan -protesté-. Cada historia vista a través de los ojos
del testigo, tiene que ser a fuerza, personal.
-Claro, claro, por supuesto -me dijo sonriendo, disfrutando como siempre de mi confusión-. Pero en ese caso,
no son historias para el álbum de un guerrero. Son historias con otros propósitos. Los sucesos memorables
que buscamos tienen el toque oscuro de lo impersonal. Ese toque los impregna. No sé cómo explicártelo de
otra forma.
En aquel momento creí tener un momento de inspiración y creí que comprendía lo que él quería decir con «el
toque oscuro de lo impersonal». Creí que se refería a algo un poco mórbido. Eso es lo que significaba para mí
la oscuridad. Le relaté entonces una historia de mi niñez.
Uno de mis primos mayores estaba en la escuela de medicina. Era interno y un día me llevó al depósito de
cadáveres. Me aseguró que un joven tenía que ver a los muertos porque formaba parte de la educación de
uno; demostraba lo transitorio de la vida. Continuó arengándome para convencerme que fuera. Cuanto más
hablaba de la poca importancia que teníamos como muertos, más despertaba mi curiosidad. Nunca había visto
un cadáver. Finalmente, mi curiosidad por presenciar uno me venció y fui con él.
Me mostró varios cadáveres y logró asustarme por completo. No les vi nada de educativo ni esclarecedor.
Eran, francamente, la cosa más aterradora que había visto jamás. Mientras me hablaba, seguía consultando su
reloj como si esperara a alguien en cualquier momento. Obviamente, quería que me quedara en el depósito
más tiempo de lo que permitían mis fuerzas. Siendo la criatura competitiva que era, creí que estaba poniendo a
prueba mi resistencia, mi hombría. Apreté los dientes y decidí aguantarme hasta el final.
El final llegó de maneras que nunca hubiera soñado. Un cadáver que estaba cubierto con una sábana, se movió
con un fuerte estertor sobre la mesa de mármol donde yacían los otros, como si se preparara para levantarse.
Hizo un ruido como de eructo, tan terrible que me pasó por el cuerpo como una ráfaga de fuego, y que
quedará en mi recuerdo para siempre. Mi primo, el médico, el científico, me explicó que era el cadáver de un
hombre que había muerto de tuberculosis, y que sus pulmones habían sido comidos por bacilos que dejaron
enormes agujeros llenos de aire, y que en casos como ése, cuando el aire cambiaba de temperatura, forzaba al
cuerpo a sentarse o, por lo menos, a sufrir convulsiones.
-No, todavía no llegas -dijo don Juan sacudiendo la cabeza-. Ésta es simplemente una historia acerca de tu
susto. A mí también me hubiera asustado; sin embargo, un susto como ése no ilumina el camino. Pero tengo
curiosidad de saber qué te pasó.
-Eché gritos como un loco -le dije-. Mi primo me llamó cobarde, cagueta por esconder mi cara contra su
pecho y por enfermarme del estómago y vomitar encima de él.
Estaba definitivamente metido en las hileras mórbidas de mi vida. Recordé otra historia acerca de un chico de
dieciséis años que conocí en la preparatoria, que sufría de una enfermedad de las glándulas, y como resultado
creció a una altura gigantesca. Su corazón, sin embargo, no creció al mismo paso y un día se murió de un
ataque cardíaco. Fui con otro chico a la mortuoria de pura curiosidad mórbida. El empresario de pompas
fúnebres, que era quizá más mórbido que nosotros dos juntos, abrió la puerta de atrás y nos dejó pasar. Nos
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mostró su obra maestra. Había puesto al gigantesco muchacho, que medía más de dos metros y treinta
centímetros, en un ataúd de una persona normal, cortándole las piernas. Nos mostró cómo las había dispuesto:
el chico llevaba las piernas en sus brazos como dos trofeos.
El susto que experimenté fue semejante al que había experimentado de niño en el depósito de cadáveres, pero
este nuevo susto no era una reacción física, sino una reacción de repugnancia psicológica.
-Casi, casi -dijo don Juan-. Pero tu historia es todavía demasiado personal. Es horrenda. Me enferma, pero
veo grandes posibilidades.
Don Juan y yo nos reímos del horror que se encuentra en las situaciones de la vida cotidiana. A estas alturas
me había perdido sin esperanza alguna en las hileras mórbidas que había atrapado y liberado. Le conté la historia
de mi mejor amigo, Roy Oríndeoro. En realidad, tenía un apellido polaco, pero sus amigos le llamaban
Oríndeoro porque lo que tocaba se volvía oro; era un maravilloso hombre de negocios.
Su don para los negocios lo hizo super-ambicioso. Quería ser el hombre más rico del mundo. Pero se dio
cuenta de que había demasiada competencia. Según él, trabajando solo no podía competir, digamos, con el líder
de una secta islámica que en aquel tiempo, era remunerado con su peso en oro cada año. El líder
engordaba todo lo que podía antes de que lo pesaran.
Entonces decidió limitarse a ser el hombre más rico de los Estados Unidos. La competencia en este sector
era feroz. Se limitó aún más: quizá podría ser el hombre más rico de California. Era también demasiado tarde
para eso. Finalmente, a pesar de sus cadenas de pizzerías y heladerías, perdió la esperanza de poder hacerle
competencia a las familias establecidas que ya se habían apoderado de California. Se contentó con ser el
hombre más rico de Woodland Hills, un barrio en las afueras de Los Ángeles donde él vivía. Pero
desdichadamente, a unos cuantos pasos de su casa vivía el señor Marsh, el dueño de unas fábricas de
colchones de primera calidad, que eran de fama nacional, y que era más rico de lo que uno pudiera imaginarse.
La frustración de Roy no tenía límites. Su impulso para lograrlo todo era tan intenso que, finalmente, le falló la
salud. Un día, se murió de un aneurisma en el cerebro.
Como consecuencia, su muerte me condujo una tercera vez a una casa mortuoria. La mujer de Roy me rogó,
como era su mejor amigo, que me asegurara que el cadáver fuera bien vestido. Llegué al mortuorio y un secretario
me hizo entrar a las salas interiores. Al momento preciso de mi llegada, el director trabajaba sobre una
alta mesa con tapa de mármol; estaba empujando con fuerza los extremos del labio superior del cadáver (que
estaba ya en estado de rigidez cadavérica), con sus dedos índice y meñique de la mano derecha, mientras
mantenía el dedo mayor contra la palma. Una sonrisa grotesca apareció en la cara muerta de Roy, al tiempo
que el director dio media vuelta hacia mí, diciendo en tono servil: «Espero que encuentre todo esto
satisfactorio, señor».
La mujer de Roy (nunca se sabrá si de veras lo quería o no), decidió enterrarlo con toda la pompa chillona posible
ya que, según ella, su vida lo merecía. Había comprado un ataúd muy caro, hecho a la orden, que parecía
cabina de teléfono público; la idea la había sacado de una película. Roy iba a ser enterrado sentado, como si
estuviera haciendo una llamada telefónica de negocios.
No me quedé a la ceremonia. Salí sintiendo una reac ción violenta, entre impotencia y furia, ese tipo de furia
que no encuentra desahogo.
-¡Pero qué mórbido estás hoy! -comentó don Juan, riéndose-. Sin embargo, a pesar de eso, o quizás a causa
de eso, casi, casi estás por llegar. Lo estás tocando.
Siempre me maravillaba el cambio de humor que ex perimentaba cada vez que iba a ver a don Juan. Siempre
llegaba sombrío y malhumorado, lleno de auto-afirmaciones y de dudas. Después de un rato, mi estado de ánimo
cambiaba misteriosamente, y me volvía más abierto, por grados, hasta llegar a estar tan tranquilo como
nunca. Sin embargo, mi nuevo humor seguía metido en mi antiguo vocabulario. Tenía la costumbre de hablar
como una persona totalmente insatisfecha, que se contenía de quejarse en voz alta, pero cuyas interminables
quejas estaban implícitas en cada vuelta de la conversación.
-¿Puede darme algún ejemplo de un suceso memorable de su álbum, don Juan? -pregunté con mi acostumbrado
tono quejumbroso-. Si supiera qué pautas busca usted, a lo mejor se me viene algo. Como va la
cosa, estoy chiflando en la loma.
-No te expliques tanto -dijo don Juan con una mirada dura-. Los chamanes dicen que en cada explicación hay
una disculpa escondida. Así es que cuando estás explicando por qué no puedes hacer esto o aquello, lo que
estás haciendo en verdad es disculpándote por tus flaquezas, con la esperanza de que el que te escucha
tendrá la bondad de comprenderlas.
Mi maniobra más útil al ser atacado era siempre de desactivarme, es decir, no escuchar a mis detractores.
Don Juan, sin embargo, tenía la desagradable habilidad de atrapar cada pizca de mi atención. No importaba
cómo me atacara, ni qué dijera, siempre me tenía clavado a cada una de sus palabras. En esta ocasión, lo que
estaba diciendo de mí no me complacía para nada, porque era la pura verdad.
Le evadí la mirada. Me sentí como siempre, derrotado, pero era una derrota peculiar esta vez. No me molestaba
tanto como si hubiera ocurrido en el mundo de la vida cotidiana, o al momento de haber llegado a su
casa.
Después de un largo silencio, me volvió a dirigir la palabra.
-Voy a hacer algo mejor que simplemente darte un ejemplo de un suceso memorable de mi álbum -dijo-. Voy
a darte un suceso memorable tomado de tu propia vida, uno que de seguro debería estar en tu colección. O
más bien diría, que si yo fuera tú, créemelo que lo incluiría en mi colección de sucesos memorables.
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Creía que estaba bromeando y me reí como imbécil.
-Esto no es cuestión de risa -dijo en voz tajante- Esto va en serio. Me contaste una vez una historia que cabe
a la perfección.
-¿Qué historia fue ésa, don Juan?
-La historia de «figuras frente al espejo» -dijo-. Cuéntamela de nuevo. Pero cuéntamela con todo el detalle
que puedas recordar.
Empecé a contarle la historia de nuevo, superficialmente. Me detuvo y exigió una narrativa detallada y
cuidadosa, empezando desde el principio; pero mi versión no lo satisfizo.
-Vamos a hacer una caminata -me propuso-. Cuando caminas, eres mucho más acertado que cuando estás
sentado. Créeme, no es una idea ociosa el caminar de un lado a otro cuando tratas de relatar algo.
Habíamos estado sentados, como lo hacíamos de costumbre durante el día, debajo de la ramada. Había
caído en un hábito: cuando me sentaba allí, siempre lo hacía en el mismo lugar, con la espalda contra la pared.
Don Juan se sentaba aquí y allá bajo la ramada, pero nunca en el mismo lugar.
Salimos a caminar a la peor hora, al mediodía. Me puso un sombrero viejísimo de paja, como siempre lo
hacía cuando salíamos al rayo del sol. Durante largo tiempo, caminamos en silencio. Hacía todo lo posible para
recordar todos los detalles de la historia. Eran las dos o tres de la tarde cuando nos sentamos a la sombra de
unos altos arbustos y volví a contar toda la historia.
Años antes, cuando estudiaba escultura en una es cuela de bellas artes en Italia, tenía un amigo íntimo, un
escocés que estudiaba arte para prepararse para ser crítico de arte. Lo que me venía a la mente más
vívidamente al recordarlo, y tenía que ver con la historia que contaba, era la idea tan rimbombante que tenía de
él mismo; se creía erudito, artesano, lujurioso y libertino: un verdadero hombre renacentista. Sí era libertino,
pero lo lujurioso era algo que estaba en total contradicción con su persona huesuda, seca y seria. Era un
seguidor vicario del filósofo inglés Bertrand Russell y soñaba con aplicar los principios del positivismo lógico a
la crítica del arte. El hecho de ser el escolar y artesano más completo era quizá su mayor fantasía porque
siempre andaba con dilaciones; su némesis era el trabajo.
Su cuestionable especialización no era la crítica del arte, sino su conocimiento personal de todas las
prostitutas de los burdeles locales, que abundaban. Las largas y descriptivas anécdotas que me daba (para
tenerme, según él, al tanto de las cosas maravillosas que hacía en el mundo de su especialización) eran un
deleite. No me sorprendió entonces para nada, que un día llegara a mi apartamento, todo agitado, casi
ahogándose, y me dijera que algo extraordinario le había ocurrido y quería compartirlo conmigo.
-Vamos, chico, esto lo tienes que ver por ti mismo -me dijo todo emocionado con el acento de Oxford que
siempre afectaba cuando hablaba conmigo. Se paseaba por la habitación agitadamente-. Es dificilísimo
describirlo, pero vamos, es algo que vas a apreciar por toda tu vida. Caramba, la impresión, vamos, te va a
quedar para siempre. Comprendes, chico, te hago un regalo, un regalo maravilloso que te va a durar toda una
vida. ¿Comprendes?
Lo que yo comprendía era que él era un escocés histérico. Pero siempre me gustaba llevarle la coba y acompañarlo.
Nunca lo había lamentado.
-Cálmate, cálmate, Eddie -dije-. ¿Qué estás diciendo?
Me contó que había estado en un burdel donde había encontrado una mujer increíble que hacía algo insólito
que ella llamaba: «Figuras ante un espejo». Me aseguró repetidas veces, casi tartamudeando, que no podía
perderme este acontecimiento.
-Vamos, de la plata no te preocupes -dijo, sabiendo bien que yo nunca tenía-. Ya te pagué la entrada. Sólo
tienes que acompañarme. Madame Ludmila te va a mos trar sus «Figuras ante un espejo». ¡Coño, qué maravilla!
En un ataque de risa incontrolable, Eddie hasta mostró su mala dentadura, la cual normalmente encubría tras
una sonrisa de labios apretados.
-Te digo: ¡Coño, es increíble!
Mi curiosidad aumentaba minuto por minuto. Estaba más que dispuesto a participar en este nuevo deleite.
Eddie me llevó en su coche a las afueras de la ciudad. Nos detuvimos delante de un edificio polvoriento y viejo;
las paredes descascaradas. Tenía el aire de haber sido en algún momento, un hotel, y ahora era un edificio de
apartamentos. Podía ver los restos de un anuncio de hotel que parecía haber sido arrancado a pedazos. En la
fachada del edificio, había filas de sencillos balcones sucios llenos de macetas o con alfombras puestas a
secar, tiradas sobre las rejas.
En la entrada estaban dos hombres morenos, de aspecto dudoso; llevaban zapatos negros y puntiagudos que
parecían quedarles demasiado chicos. Recibieron a Eddie efusivamente. Tenían ojos negros, furtivos y amenazadores.
Los dos llevaban trajes brillosos azul claro, que les venían demasiado entallados. Uno de ellos le
abrió la puerta a Eddie. A mí, ni me miraron.
Subimos dos tramos de escaleras desvencijadas que en un tiempo habrían sido lujosas. Eddie iba adelante
caminando a lo largo de un corredor vacío tipo hotel, con puertas en ambos lados. Todas las puertas estaban
pintadas del mismo color verde oscuro aceitunado. Cada puerta llevaba un número de latón, oscurecido por el
tiempo, casi invisible contra la madera pintada.
Eddie se detuvo delante de una de las puertas. Observé el número 112. Tocó repetidas veces. La puerta se
abrió y una mujer baja, redonda y de pelo oxigenado nos invitó a entrar sin pronunciar ni una palabra. Llevaba
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una bata roja de seda, con plumas en las anchas mangas y zapatillas adornadas con bolas de piel. Una vez
que entramos a un pequeño corredor, y cerró ella la puerta, saludó a Eddie en un inglés de horrendo acento.
-Helo, Eddie. Trajo amigo, ¿no?
Eddie le dio la mano, y luego muy galán, se la besó. Se comportaba como si estuviera totalmente tranquilo,
sin embargo le notaba gestos inconscientes de nerviosismo.
-¿Cómo se encuentra hoy, Madame Ludmila? -le dijo, intentando hacerse el americano y arruinándolo.
Nunca descubrí por qué se hacía el americano cuando estaba haciendo negocios en esas casas de mala
vida. Sospechaba que lo hacía porque los americanos corrían la fama de tener dinero, y así podía él
establecerse con la fama de un americano rico.
Eddie se volvió hacia mí y dijo en su fingido acento americano:
-Mira, chico; aquí te dejo en manos de esta muchacha.
Me sonó tan falso, tan extraño a mis oídos, que me reí en voz alta. Madame Ludmila no parecía para nada
perturbada al oír mi carcajada. Eddie volvió a besarle la mano y se fue.
-¿Tú parlas englés, mi nene? -me gritó como si estuviera sordo-. Te ves ejipto, o torco, quizás.
Le afirmé a Madame Ludmila que ni era ni lo uno ni lo otro y que sí hablaba inglés. Me preguntó luego si estaba
de humor para ver sus «figuras ante un espejo». No sabía qué decir. Moví mi cabeza afirmativamente.
-Te dar bono spectácolo -me aseguró-. «Figuras ante un espejo» es sólo excitar, preparar. Cuando estés
caluroso, díceme que pare.
Desde el corredor donde estábamos, entramos en un cuarto siniestro y oscuro. Las ventanas estaban cubiertas
con pesadas cortinas. Había focos de bajo voltaje en unas lámparas que colgaban de la pared. Los focos
tenían forma de tubos y salían de la pared misma en ángulo recto. Había un sinnúmero de objetos por todas
partes; muebles pequeños con cajones, mesas y sillas antiguas; un escritorio de tapa redonda contra la pared,
lleno hasta arriba de papeles, lápices, reglas y no menos de una docena de tijeras. Madame Ludmila me hizo
sentar sobre una butaca vieja.
-La cama en otra sala, amor -dijo apuntando al otro lado del cuarto-. Ésta es mi antisala. Aquí, dar spectácolo,
calor, presto.
Se quitó la bata roja, se quitó las zapatillas con una ligera patada y abrió las puertas dobles de dos armarios
que estaban el uno junto al otro contra la pared. En cada puerta interior había un espejo de cuerpo entero.
-Y alora, la música, nene -dijo Madame Ludmila, y le dio cuerda a una Vitrola que parecía nueva de lo brillosa
que estaba. Puso un disco. La música era una melodía hechizante que me recordaba a una marcha de circo-.
Y ahora, mi spectácolo -dijo, y empezó a dar vueltas al compás de la melodía hechizante.
La piel del cuerpo de Madame Ludmila era tersa en su mayor parte, y extraordinariamente blanca, aunque no
era joven. Era una cuarentona de años plenos y bien vivi dos. Tenía un poco de barriga y le colgaban sus
pechos voluminosos. La piel de la cara también le colgaba en una papada. Tenía una nariz pequeña y labios
rojos muy pintados. Llevaba muchísimo rímel negro. Me recordaba al prototipo de la prostituta envejecida. Sin
embargo, tenía un aire de niña, un abandono y una confianza juvenil, una dulzura que me sacudía.
-Y ahora: «Figuras ante un espejo» -anunció Madame Ludmila mientras continuaba la música-. ¡Pierna,
pierna, pierna! -dijo, dando una patada en el aire con una pierna y luego la otra al compás de la música.
Tenía la mano derecha encima de la cabeza como una niña que se siente insegura de hacer bien los movimientos.
-¡Vuelta, vuelta, vuelta! -dijo dando de vueltas como un trompo-. ¡Culo, culo, culo! -dijo luego, mos trándome
su trasero desnudo como bailarina de cancán.
Repitió la secuencia una y otra vez hasta que la música empezó a perderse al acabársele la cuerda a la
Vitrola. Tuve la sensación de que Madame Ludmila iba dando vueltas a la distancia, volviéndose más y más
pequeña a medida que la música se perdía. Una desesperanza y una soledad cuya existencia no conocía en
mí, salió a la superficie desde lo más profundo de mi ser y me impulsó a levantarme y salir corriendo del cuarto;
a bajar las escaleras como un loco, a salir corriendo del edificio, a la calle.
Eddie estaba de pie junto a la puerta, conversando con los dos hombres de trajes azulclaro brillosos. Al
verme correr así, empezó a reírse estrepitosamente.
-Dime, muchacho, ¿no te pareció una bomba? -dijo, todavía aparentando ser americano-. «Figuras ante un
espejo es sólo excitación, preparar...» ¡Qué cosa! ¡Qué cosa!
La primera vez que le mencioné la historia a don Juan, le había dicho que me había afectado profundamente
la melodía hechizante y la vieja prostituta dando vueltas torpemente al compás de la música. Y que también me
había afectado darme cuenta de cuán insensible era mi amigo.
Cuando terminé de recontar mi historia a don Juan, sentados allí en las colinas de la cordillera de Sonora, estaba
temblando, misteriosamente afectado por algo indefinido.
-Esa historia -dijo don Juan- debe estar en tu álbum de sucesos memorables. Tu amigo, sin tener ninguna
idea de lo que estaba haciendo, te dio, como él mismo dijo, algo que te va a durar toda una vida.
-Yo la veo simplemente como una historia triste, don Juan, pero eso es todo -declaré.
-Cierto, es una historia triste, igual que tus otras historias -contestó don Juan-, pero lo que la hace diferente y
memorable es que nos afecta a cada uno de nosotros como seres humanos, no sólo a ti, como en tus otros
cuentos. ¿No ves? Como Madame Ludmila, cada uno de nosotros, joven o viejo, de una manera u otra, está
haciendo figuras ante un espejo. Haz cuenta de lo que sabes de la gente. Piensa en cualquier ser humano
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sobre esta tierra, y sabrás sin duda alguna, que no importa quién sea, o lo que piensen de ellos mismos, o lo
que hagan, el resultado de sus acciones es siempre el mismo: insensatas figuras ante un espejo.
UN TEMBLOR EN EL AIRE
UN VIAJE DE PODER
Cuando conocí a don Juan, yo era un estudiante de antropología bastante dedicado, y quería dar principio a
mi carrera como antropólogo profesional publicando lo más posible. Estaba decidido a ascender los grados
académicos, y según mis cálculos, había determinado que el primer paso era coleccionar material sobre los
usos de las plantas medicinales de los indios del suroeste de los Estados Unidos.
Primero, le pedí consejos sobre mi proyecto a un profesor de antropología que había trabajado en ese
campo. Era un etnólogo de fama que había publicado extensamente durante los años treinta y cuarenta sobre
los indios de California, del suroeste y de Sonora, México. Escuchó con paciencia mi exposición. Mi idea era
escribir un trabajo, «Datos Etnobotánicos», y publicarlo en una revista que se enfocaba exclusivamente en temas
antropológicos del suroeste de los Estados Unidos.
Me proponía coleccionar plantas medicinales, llevar los especímenes al jardín Botánico de UCLA para que
fueran identificados y luego describir por qué y cómo los utilizaban los indios del suroeste. Me veía
coleccionando miles de especímenes. Hasta me vi publicando una pequeña enciclopedia sobre el tema.
El profesor se sonrió y me miró con una expresión de perdón.
-No quiero disminuir tu entusiasmo -me dijo en una voz cansada-. Pero no puedo más que hacer un
comentario negativo acerca de tu anhelo. El anhelo es bienvenido en el campo de la antropología, pero tiene
que estar correctamente canalizado. Estamos todavía en la edad de oro de la antropología. Fue mi suerte
estudiar con Alfred Króber y Robert Lowie, dos gigantes de las ciencias sociales. No he traicionado su
confianza. La antropología es todavía la disciplina madre. Todas las otras disciplinas deben brotar de la
antropología. El campo entero de la historia, por ejemplo debería llamarse «Antropología Histórica», y el campo
de la filosofía debería ser «Antropología Filosófica». El hombre debe ser la medida de todo. Como
consecuencia, la antropología, el estudio del hombre, debe ser el corazón de cada una de las otras disciplinas.
Algún día lo será.
Lo miré, confuso. Él era, pensé, un viejo profesor benévolo, totalmente pasivo, que recientemente había
sufrido un ataque cardíaco. Parecía que había yo tocado una fibra de pasión en él.
-¿No cree que debe prestarle mayor atención a sus estudios formales? -continuó-. En vez de hacer trabajo de
campo, ¿no sería mejor que estudiara lingüística? Tenemos en el departamento a uno de los lingüistas más
conocidos del mundo. Si yo fuera usted, estaría a sus pies, absorbiendo cualquier cosa que pudiera de él.
-También tenemos una autoridad de primera en religiones comparativas. Y hay unos antropólogos aquí que
han hecho trabajo estupendo sobre sistemas de parentesco en las culturas del mundo, desde el punto de vista
de la lingüística y desde el punto de vista de la cognición. Necesita usted mucha preparación. Pensar en hacer
trabajo de campo a estas alturas es un insulto. ¡A los libros, joven! Eso es lo que aconsejo.
Tercamente, llevé mi propuesta a otro profesor, uno más joven. Pero no me dio más ayuda que el primero. Se
rió de mí abiertamente. Me dijo que el trabajo que quería escribir era un trabajo del nivel del Ratón Mickey y
que de ninguna manera era antropología.
-Hoy día -dijo afectando un aire profesorial-, los antropólogos se ocupan de asuntos que son vigentes. Los
médicos y farmacéuticos han investigado interminablemente todas las plantas medicinales del mundo. Ya no
hay nada que hacer allí. La colección de datos que sugieres pertenece a principios del siglo pasado. Ya van
doscientos años. ¿Te das cuenta de que existe algo que se llama progreso?
Continuó, dándome una definición y justificación para el progreso y la perfectibilidad como dos temas de
discurso filosófico, que según él, eran muy vigentes en la antropología.
-La antropología es la única disciplina que existe -continuó-, que claramente puede dar sustancia al concepto
del progreso y de la perfectibilidad. A Dios gracias, existe todavía un rayo de esperanza a pesar del cinismo de
nuestro tiempo. Sólo la antropología puede demostrar el verdadero desarrollo de la cultura y de la organización
social. Sólo los antropólogos pueden demostrar a la humanidad, sin dejar duda alguna, el progreso del
conocimiento humano. La cultura sufre cambios y sólo los antropólogos pueden presentar muestras de
sociedades que caben dentro de claros cuchitriles en la línea del progreso y la perfectibilidad. ¡Eso es antropología!
No una babosada de trabajo de campo, que no viene siendo trabajo de campo, sino sencillamente,
una masturbación.
Eso fue un golpe a la cabeza para mí. Como último recurso, me fui a Arizona para hablar con antropólogos
que estaban realmente haciendo trabajo de campo allí. Para entonces, estaba ya listo a abandonar la idea.
Comprendía lo que los dos profesores querían decirme. Y no podría haber estado yo más de acuerdo. Mis
intentos de hacer trabajo de campo eran de lo más burdos. Pero yo quería hacer algo, no simplemente ser rata
de biblioteca.
En Arizona, conocí a un antropólogo muy experimentado en el trabajo de campo, que había escrito
muchísimo, tanto sobre los yaquis de Arizona como también los de Sonora, México. Era extremadamente
simpático. No se burló de mí ni me dio consejos. Sólo hizo el comentario de que las sociedades indígenas del
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suroeste eran muy aisladas y que aquellos indios des confiaban de los extranjeros y hasta los aborrecían, sobre
todo aquellos de origen hispano.
Uno de sus colegas de menos edad fue más abierto. Dijo que me valdría más leer los libros de los
herbalistas. Era una autoridad en este tema y, según él, lo que había que explorar sobre las plantas
medicinales del suroeste ya se había clasificado y presentado en varias publicaciones. Hasta llegó a decir que
las fuentes de los curanderos indígenas del momento eran precisamente esas publicaciones, porque había
desaparecido el conocimiento tradicional. Terminó por decir que si por casualidad existían aún prácticas
tradicionales de curación, los indios no se las iban a divulgar a un extranjero.
-Dedícate a algo que valga la pena -me aconsejó-. Investiga la antropología urbana. Hay mucho dinero en los
estudios sobre el alcoholismo entre los indios en las grandes ciudades, por ejemplo. Vaya, eso es algo a lo que
se puede dedicar cualquier antropólogo con facilidad. Ve y emborráchate con algunos indios en un bar.
Entonces haces estadísticas de lo que te digan. Convierte todo en números. Eso, la antropología urbana, ésa sí
es una disciplina que vale la pena.
No me quedaba otra opción que aceptar los consejos de estos experimentados y conocidos científicos sociales.
Decidí volar de nuevo a Los Ángeles, pero otro antropólogo amigo mío me comentó que iba a viajar en
coche por Arizona y Nuevo México, visitando todos los lugares donde había trabajado anteriormente, y así
renovando sus relaciones con las personas que le habían servido de informantes antropológicos.
-Eres más que bienvenido, si quieres acompañarme -dijo-. No voy a trabajar. Voy a visitarlos, tomar unas
copas con ellos, hablar barbaridades. Les compré regalos: mantas, bebidas, chaquetas, munición para sus
rifles de calibre veintidós. Mi coche está repleto de maravillas. Por lo general manejo sola cuando voy a verlos,
pero siempre corro el riesgo de dormirme. Tú puedes hacerme compañía, mantenerme despierto, y manejar un
poco si me emborracho.
Me sentía tan desdichado que le dije que no.
-Lo siento, Bill-dije-. Este viaje no tiene sentido para mí. No veo la razón para seguir con la idea de hacer
trabajo de campo.
-No te rindas tan fácilmente -me dijo Bill en tono paternal-. Entrégate a la lucha y, si te vence, entonces
déjalo, pero no así tan apaciguadamente. Ven conmigo a ver si te gusta el suroeste.
Rodeó mis hombros con su brazo. No pude menos que notar cuán inmenso y pesado era su brazo. Era alto y
fornido, pero en los últimos años su cuerpo se había vuelto rígido. Había perdido su aire de niño grande. Su
cara redonda ya no estaba llena, joven como lo había es tado. Ahora parecía preocupado. Creía que se preocupaba
porque estaba perdiendo el cabello, pero por momentos me parecía algo más. Y no era que estuviera
más gordo; su cuerpo tenía una pesadez que era imposible explicar. Lo noté en su manera de andar, de
levantarse, de sentarse. Parecía que Bill luchaba contra la gravedad con cada fibra de su ser, en todo lo que
hacía.
Sin prestar atención a mis sentimientos de derrota, emprendí el viaje con él. Visitamos cada lugar donde había
indios en Arizona y Nuevo México. Uno de los resultados finales de este viaje fue que descubrí que mi
amigo antropólogo poseía dos facetas definidas. Me ex plicó que sus opiniones como antropólogo profesional
eran muy mesuradas y congruentes con el pensamiento antropológico del momento, pero en lo personal, su
trabajo de campo antropológico le había presentado experiencias de gran riqueza de las que nunca hablaba.
Estas experiencias no eran congruentes con el pensamiento antropológico del momento porque eran sucesos
imposibles de catalogar.
Durante el curso de nuestro viaje, invariablemente iba a tomar unos tragos con sus exinformantes, luego de lo
cual se sentía muy relajado. Entonces yo tomaba el volante y manejaba, mientras él iba de pasajero sorbiendo
de su botella de un Ballantine's añejo de treinta años. Era entonces cuando Bill hablaba de los sucesos que
eran imposibles de catalogar.
-Nunca creí en los fantasmas -dijo un día abruptameme-. Nunca me metí en eso de apariciones y esencias
flotantes, voces en la oscuridad, ya sabes. Mi crianza fue muy pragmática, muy seria. La ciencia siempre ha
sido mi brújula. Pero, trabajando en el campo, toda clase de mierda rara empezó a filtrarse hacia mí. Por ejemplo,
una noche acompañé a unos indios en una búsqueda visionaria. Hasta iban a iniciarme penetrando los
músculos de mi pecho, algo así de doloroso. Estaban preparando un temascal en el bosque. Me había resignado
a someterme al dolor. Hasta me eché unos tragos para fortalecerme. Y entonces, el hombre que iba a servir
paranormal misterio historia Relatos profecías más allá misterios conspiraciones espiritualidad investigación enigmas desconocido extraterrestres secreto esoterico exopolítica sociedades secretas lo oculto enigmas y misterios enigmas
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Comentarios
Muchas gracias por el esfuerzo de compartir Mil gracias
Gracias, quedó agradecida y espero con mucho Amor los otros Libros de Castañeda, es maravilloso poder escucharlos ... un Abrazo
Gracias, es hermoso
Gracias miles!
Excelente Audio, Gracias, por Compartirlo.....
Amo leer sobre Castañeda.. gracias
Gracias por compatir estos Libras
Mil gracias
Es una Alegria saber que se estan subiendo Los libros de Carlos Castaneda en audio por este medio. Espero que continuen de esta forma. Sinceramente gracias por el esfuerzo de compartir Estos libros