El mayor acto de perdón es siempre, primero, hacia nosotros mismos.
Si no sabemos perdonarnos a nosotros, si no somos tolerantes y condescendientes con nuestros propios errores y equivocaciones, con nuestras propias faltas en nuestro camino de mejoramiento personal, difícilmente podremos serlo con los demás.
A quien más nos cuesta perdonar es a nosotros mismos, a nuestro propio Ser. Por eso proyectamos toda esa frustración personal hacia el exterior, hacia los demás y hacia el mundo.
Volcamos toda nuestra amargura, nuestro enojo, nuestra rabia, nuestra ira y nuestra infelicidad sobre los demás. Y les culpamos a ellos de todas nuestras desdichas y desgracias, para acabar, finalmente, atrincherándonos en nosotros mismos, y construyéndonos una impenetrable armadura de hormigón en torno a nuestro corazón. Y haciendo cada vez mayor, y más profunda, esa herida y ese martirio que nos carcome por dentro, y que nos quita cualquier oportunidad de ser felices y dichosos en esta vida.
Debemos ser conscientes de que todo el sufrimiento y el dolor yacen primero en nuestro interior, y en nuestro corazón. Y es sólo, y exclusivamente, responsabilidad nuestra poner fin a ese tormento. Cuando somos duros con los demás es que lo hemos sido primeramente con nosotros, con nuestra alma.
Ya es hora de concedernos una tregua, ¡Ya es hora, amigos! De hacer las paces con nuestro propio Ser interior, contigo mismo o contigo misma.
Comentarios